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Bernabé Michelena: un gran escultor a revalorar |
El olvido o la indiferencia ante figuras y obras en el campo de la cultura ha sido, desde hace años, un síndrome demasiado persistente en nuestro medio. Esto lo vemos en el caso de pensadores, escritores, artistas plásticos, músicos, que a pesar de haber creado una obra de enorme validez pareciera que no merecen ser tenidos en cuenta y ni siquiera recordados. En contraste: se reitera la referencia a unos pocos grandes nombres en cada rubro, reiterándolos como si fueran los únicos válidos. Este fenómeno se da también en el arte escultórico, donde son muy conocidos a nivel general Belloni y Zorrilla de San Martín, en desmedro de un valioso grupo de artistas que dejaron obra estimable en plazas y parques, cementerios y edificios públicos. Entre los que han quedado a la sombra de los nombrados, el caso de Bernabé Michelena es paradigmático. Habiendo logrado un prestigio bien ganado en la primera mitad del siglo XX, y siendo reconocido por la crítica, sus pares y un público mucho más amplio que el habitual en el medio artístico, desde los años setenta comienza a ser cubierto por un manto de olvido que todavía persiste. Un olvido paradójico, dado que algunas de sus obras están muy a la vista, como por ejemplo el Monumento a la Confraternidad (1960), notable conjunto escultórico que ocupa en forma circular el centro de la rotonda de entrada del antiguo aeropuerto de Carrasco. Vale recordar que ésta fue la última obra de gran porte del Maestro Michelena, cincelada en granito uruguayo como otras de sus grandes esculturas. |
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Bernabé Michelena nació en Durazno –tierra donde se afincaron sus ancestros vascos- el 13 de diciembre de 1888, falleciendo en Montevideo en 1963. Sus primeros estudios artísticos los realizó en el emblemático Círculo de Bellas Artes que estaba dirigido por Carlos María Herrera, y joven todavía –y decidido por el arte escultórico- se acercó al taller del Felice Morelli. Realizará tres viajes de estudio a Europa: en primero en 1913, y luego –gracias a las respectivas becas del Banco de la República y el Ministerio de Instrucción Pública- retorna en 1916 y 1928. Como era la norma entre los artistas Latinoamericanos de la primera mitad del siglo pasado, Michelena residió en París algunos años, estudiando en la Academia la Grande Chaumière, y admirando y compenetrándose con obras de Rodin, Bourdelle, Maillot y Despiau, que le permitieron ir afinando su técnica y sus recursos hasta encontrar su propio y peculiar estilo. Obtuvo por su quehacer en el arte de las formas los mayores premios, como el de la Exposición del Centenario de 1930, el gran premio de la Exposición Internacional de París (1937), gran premio de escultura del Salón Nacional de Bellas Artes (1942). Los primeros tramos de su búsqueda artística no lo llevaron a lo monumental. Por el contrario, dedicó sus esfuerzos a los bustos de escritores y artistas, sus amigos, logrando –en una conjunción de clasicismo y modernidad- retratos veraces y profundos en lo sicológico y existencial. Tal el caso del inicial, de 1908: la cabeza del crítico Alberto Zum Felde. Seguirán varias décadas excavando con su cincel en los espíritus de sus modelos a partir de sus rostros y sus testas. Así tenemos al pintor José Cúneo, compañero de andares artísticos en París, silbando en forma divertida (de 1917); el crítico teatral Cyro Scoseria, del mismo año; cabeza del poeta Enrique Casaravilla Lemos (1924), del escritor Manuel de Castro (1931), de los escultores Armando González y Juan Martín (1935), del político y escritor Justino Zabala Muniz, de la misma fecha. Y alternó estas obras, relacionadas con figuras de la cultura, con otras más íntimas: Mi mujer (1931), mi hija Milka (1926). |
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Promediados los años treinta comienza realizar obras en espacios públicos. Una de las mejores en el arranque de esta etapa es El sembrador –cuyo original está en el cementerio de Melo- para la que posó su amigo y discípulo, el escultor Rubens Fernández Tudurí. Su afán de vincular la obra a lo paisajístico y a lo urbanístico lo llevó a multiplicar la presencia de su trabajo en plazas, parques, calles de la capital y el interior. El obrero urbano (1930, en la plaza del Reducto), hace que irrumpan los tiempos modernos y sus contradicciones en un espacio conservador y anclado en el pasado, a través de la energía de su firme andar, de esa mano desafiante y levantada y esa otra tensa sosteniendo el martillo, y de su noble y hasta cierto punto hierático rostro. En el Parque Batlle se ubica su trabajo mayor en el arte escultórico, el Monumento al Maestro (1945), donde una enorme mujer con los brazos abiertos y sereno rostro –para la que posó la pintora Libertad Gómez- simboliza y sintetiza la educación y los educadores, rodeada de frisos que recrean el estudio de las artes, las ciencias y las letras; trabajada en granito, remite a la monumental escultura social de esa primera mitad del siglo XX (los ejemplos de México y la Unión Soviética), sin dejar de lado su fuerte e intransferible personalidad artística. Hay trabajos destacables de menor porte: el monolito a Juan Mendilharzu en el Prado; dos relieves a la entrada del palacio Estévez (1960); el Monumento a Julio César Grauert (1957) en el quilómetro 36 de la ruta 8, donde el político batllista fuera supliciado por los personeros de la Dictadura de Terra; y bustos de José Enrique Rodó (1930, ubicado en Mercedes) y de Frutos Rivera (1954, tributo a sus pagos del Durazno). De personalidad expansiva, sobria y cordial al mismo tiempo, su porte elegante y su rostro destacado –que no negaba al indio que llevaba en los genes por una de sus ramas familiares- se prodigó en cenáculos culturales como el grupo Teseo, que tenía sus reuniones en el café Tupí-Nambá, en asociaciones artísticas como la ETAP, o en la recordada e influyente AIAPE –que nucleó intelectuales y artistas comprometidos- galvanizando su accionar en contra del régimen terrista y a favor de la República Española. |
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El notable Monumento al Maestro, obra mayor de Michelena, que está en un lugar destacado del Parque Batlle fotopintura de Nilda Torija |
La coherencia de su estética y su visión del mundo, atrajeron discípulos a través de varias generaciones, a los que prodigó su costado pedagógico. Fue tal su incidencia en estos, que luego la crítica llegó a determinar que hubo un largo tiempo de “michelenismo” en la escultura uruguaya. Luego de su muerte, su prestigio quedó, pero fue poco a poco languideciendo. Sin embargo, su obra mereció una muestra retrospectiva en 1973 en el Instituto Cultural Uruguayo Soviético (al cual había pertenecido el artista) , cuando el país entraba en el ocaso democrático que se extendería por más de una década. Y luego sobrevino el espeso silencio, que continúa y persiste, salvo algún llamado de atención como el del crítico Nelson Di Maggio hace algún tiempo. Lo cierto que la obra y trayectoria de Bernabé Michelena merecen el esfuerzo de una exposición que lo presente a las nuevas generaciones; bastaría con mostrar sus bustos y sus esculturas de pequeño porte dispersas en museos y entidades públicas. Y sus obras monumentales deberían destacarse en guías y notas de prensa sobre la ciudad, al mismo nivel que las de Belloni y Zorrilla. Aclaremos: no es el único escultor nacional en el cono de sombra, pero su significación deja más en evidencia el pecado de olvido que rodea su magnífica obra. |
Alejandro
Michelena
alemichelena@gmail.com
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