Alfonso Reyes y la utopía de América |
El
espectro de intereses temáticos, de géneros cultivados, de problemas
planteados y analizados, fue en Reyes desbordante. Escribió ensayo, poesía,
narrativa y teatro, logrando en todos los casos momentos estimables.
Profundizó como pocos en nuestra comarca en las lejanas raíces
culturales, deteniéndose con inusual comprensión —en varias de sus
obras fundamentales— en la Grecia clásica, superando en la demanda a
especialistas y profesores más versados en el tema, siendo que era
estrictamente un "autodidacta". Tanto es así que a propósito
de su muerte en 1959, Werner Jaeger el autor de la Paideia (indiscutible autoridad en cuanto a la cultura griega), llegó
a decir: "... don Alfonso sentía
como un humanista. y abarcaba las letras y las lenguas de muchos pueblos,
antiguos y modernos, con un ferviente amor a las cosas grandes creadas por
la humanidad, de manera particular la literatura española de todos los
siglos..." Precisamente,
las letras hispánicas marcaron uno de sus precoces y siempre sostenidos núcleos
de interés. Desde sus Cuestiones
gongorinas, que abren la etapa de revaloración del poeta de Córdoba
ya en 1915, hasta sus cuidadas ediciones de “El poema del Cid”, el
Arcipreste de Hita, Quevedo, Ruiz de Alarcón, y el mismo Góngora. Este
valioso trabajo lo ubica entre los mejores hispanistas de su generación. Pero
este autor ha influido también de modo decisivo en la mejor crítica
latinoamericana a través de sus obras de estricta teoría literaria. Las
mismas están muy alejadas de la aridez especializada, y tienen muy en
cuenta aquella máxima goethiana (el alemán es otro de los autores
frecuentados por Reyes) que reza: "Toda teoría es gris y sólo es verde al árbol de dorados frutos
que es la vida...". Consecuente con esto, nunca separó a la
literatura de su contexto y relación vitales, y por ello no veía en la
experiencia literaria un pasatiempo o un adorno, sino una forma elevada de
compromiso existencial. No fue, pues, un esteta o un frío analista, sino
un lector inteligente y lúdico, y un escritor lúcido aferrado
naturalmente a la vocación de estilo. Esta relación rica, matizada y
gozosa con la literatura, le permitió escribir alguna vez: "la
obra literaria —caja de Pandora en cierto modo— tiene su doble fondo
secreto donde se esconde, si no la esperanza como el mito, al menos el
recuerdo”. Y en otra ocasión, afirmar: "La
literatura es la investigación del hombre por la vía de la belleza
verbal". Por
sobre todas las cosas, su reflexión lo llevó a investigar la historia,
el presente y el futuro de México e Hispanoamericano. Le atrajo en este
orden la condición de la múltiple plasmación de utopías que tuvo por
tierra propicia al continente que habitamos. Y es en este sector donde
confluyen de manera fecunda las mayores virtudes de su obra —depuración
serena del lenguaje, inmensa cultura, capacidad de un pensar enraizado aquí
y también universal— lo que se plasma en un libro como Última
Tule. El
hombre detrás del escritor Pero
antes de profundizar en la monumental producción bibliográfica de
Alfonso Reyes, vale la pena detenerse un poco en la carnal humanidad del
gran mexicano. Hijo
de un militar ilustrado con responsabilidades de gobierno durante el régimen
de Porfirio Díaz, que en 1913 resulta asesinado en uno de los tantos
episodios dramáticos de la Revolución Mexicana, el futuro hombre de
letras será marcado por la figura paterna y su trágica muerte. Este
acontecimiento, que eternizó su permanencia en Europa y su entrega a la
vocación literaria de un modo pleno, explica en gran parte el persistente
distanciamiento del fragor político que Reyes mantuvo toda su vida. Fueron
largos años de estancia europea, en París y en Madrid, ciudad esta última
que durante una década fue escenario de sus primeras armas en la lid
literaria, del afianzamiento de su amplia y fundamentada cultura, y del
comienzo de sus investigaciones. Vivió durante ese período momentos de
cierta premura económica, algo que cambió al entrar al servicio diplomático
de su país, que lo trasladaría a Francia y luego a la Argentina y
Brasil. Al
culminar este largo periplo que lo acerca a Odiseo —o tal vez más al
Eneas virgiliano, personaje con el cual se sintiera particularmente
identificado— retorna a México definitivamente. Allí, además de
seguir escribiendo y de entregarse a la parte más adensada de su producción
en todos los géneros, participa en la concreción y mantenimiento de dos
señeras instituciones: los Colegios de México y Nacional. El primer
surgió como Casa de España (destinada a dar adecuada acogida a los
intelectuales españoles exiliados por la guerra civil), pero a poco derivó
en instituto de formación de jóvenes del continente en los estudios
filológicos, históricos, literarios, filosóficos y sociales. En cuanto
al Colegio Nacional, se parece en su estructura y objetivos al legendario
College de France. Si
bien se cuidó de participar en las pequeñas circunstancias político-sectoriales,
ante los grandes problemas que implicaban al hombre en general y a su
libertad Alfonso Reyes tomó partido claro. Eso es evidente en su postura
de rechazo de los fascismos de los años treinta, y en aparentes
ocurrencias que sin embargo encierran una opción en profundidad, como
cuando escribe: "Quiero el latín
para las izquierdas, porque no veo la ventaja de dejar caer conquistas ya
alcanzadas". Reyes
fue, además, un ser humano de una cortesía y cordialidad que se han
considerado proverbiales. Era capaz, como ocurrió en infinidad de casos
que han quedado testimoniados por los propios implicados, de agradecer el
envío del libro de un desconocido mandándole no solamente cálidas
esquelas sino sus propias obras durante años. A partir de la gama temática
de su obra —que no sólo atrapa la literatura clásica y moderna, el
destino de América, nuestra historia cultural, sino que también se
detiene en curiosidades eruditas varias— adivinamos la rica y jocunda
carnadura vital del autor. Tenemos por allí sus Memorias
de cocina y bodega, donde se regodea sensualmente, pero con brillantez
intelectual y fundamento histórico certero, en los usos y costumbres
alimenticias de las tierras de Nueva España. Una
Vocación y un Estilo Recuerda
el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal acerca de Alfonso Reyes, que
para él: "... no había texto insignificante ni género demasiado leve. Su
imaginación de escritor, su curiosidad de erudito, su sensibilidad de
poeta, ilumina todo cuanto toca, y hasta la página más efímera está
metamorfoseada por un rasgo de estilo, una gracia o ironía levísimas, un
dato extraído de la enciclopedia de la memoria y colocado, con precisión
de orfebre, en la superficie del texto". Por su parte el
argentino Jorge Luis Borges, en quien sin duda tuvo decisiva influencia el
mexicano, le consideraba nada menos que el más fino estilista de nuestra
lengua. La
dificultad que en realidad acarrea la categorización e incluso valoración
de la enorme producción reyesiana, es la misma que suscita siempre la
obra de esos ambiguos, sutiles, paradójicos habitantes del reino de la
literatura que son los ensayistas. Como ante el caso de Montaigne, surgen
dudas en cuanto al perfil y dimensión de su "corpus" creativo.
Son escritores en los cuales en la misma arquitectura de la frase se
cimenta el estilo, y donde ese estilo es en definitiva el que marca la
intensidad y riqueza de su creatividad. A nuestro autor —faro literario
de por lo menos una generación latinoamericana— se le ha reprochado
nada menos que no haber dejado una obra mayor, rotunda y decisiva: esto,
con ser cierto, ha partido a veces de quienes no valoran suficientemente
el papel que le cabe a la reflexión ensayística en la vida cultural, y
en la condición de laboratorio estilístico que tiene en lo literario. Reyes
fue, para el ámbito de América Latina, un catalizador cultural. Su
eficaz profundizar en torno a la fuente greco-latina, su meditado rumiar
el rico decurso de la literatura hispánica, aunado a la inquietud serena
por lo actual, nos ayudó a sintonizarnos con la cultura universal. Pero
no se quedó en eso, sino que su interés en las raíces de lo mexicano y
lo hispanoamericano le permitieron tender un puente inusual, salvar la
todavía hoy persistente dicotomía entre los valores auténticos de aquí
y lo europeo y global. El amalgamaba naturalmente la dimensión europea y
la autóctona de nuestra tradición, instalándolas en la insegura dialéctica
del presente, catapultándolas hacia el futuro por el poético carril de
la utopía. Su
obra contiene la inquietud y vibración del humanista. En tal sentido
planea por encima —en ambición formal, en multiplicidad de
aspiraciones, en portentosa erudición— de la de otros contemporáneos
también de sentir americanista, como es el caso del peruano Francisco
García Calderón, que fue su amigo. De un coetáneo de la dimensión
cultural del dominicano Pedro Henríquez Ureña lo aleja el camino
intelectual más especializado elegido por éste. Por su incidencia y
magisterio literario sobre un amplio nivel de lectores, y por la perfección
de su prosa, es tal vez sólo parangonable a José Enrique Rodó (de quien
por cierto lo separan las naturales diferencias que median entre una y
otra generación, y aparte otras más específicas y ligadas a
temperamento vital y peripecias existenciales). Última
Tule Así
se titulan dos libros de Reyes publicados juntos en el tomo XI de sus Obras
Completas. Sí hacemos esta alusión a ambos es porque tienen
similares características: la reflexión en torno a la necesidad y
pertinencia de las utopías históricas, sobre esos mitos que prefiguran
desde mucho antes ciertas futuras realidades, sobrenada el primero y es
parte sustancial del segundo. Por otra parte, el acercamiento peculiar a
nuestra América en cuanto ámbito prefigurado por la utopía desde
antiguo —Platón y la Atlántida, por ejemplo—, y también suscitador
de utopías, resulta preocupación central en ambos textos. Se trata de
recopilaciones de notas que el autor fue luego adecuando para su aparición
conjunta. La
preocupación por el pasado, identidad y destino Latinoamericanos, es una
constante en el pensar reyesiano, pero en estos escritos toma forma más
explícita. Así dice, en texto originalmente leído en Río de Janeiro y
en 1932, a propósito de la conmemoración del Día Americano: "Hay,
en nuestra inmensa familia americana, muchos países que hoy por hoy no
cambian productos entre sí; no hay razón alguna para que, por sólo eso.
se abstengan de comunicarse sus ideas, sus hechos de cultura. Dejemos
nuestras voluntades abiertas al soplo de lo desinteresado y lo gratuito.
Que es tal la lealtad de la naturaleza, que ella ha de redundar a la larga
en provecho material propio. Prescindamos pues, por un instante, de esa
noción mezquina y utilitaria que en vano procura reducirlo todo al
esquema de la compra-venta" . Teniendo en cuenta el largo e
intenso tiempo pasado y los cambios ocurridos —positivamente— en el ínterin,
aún así, en este presente en que los más convencionales de los políticos
se hacen gárgaras con el tema de la integración del continente, todavía
ahora sigue siendo una lúcida y desoída propuesta la del fragmento
citado. Es más: tal vez sea de mayor actualidad en estos momentos, cuando
parece todo librado fatalmente a supuestas leyes ineluctables de la economía,
y donde se olvida que el ser humano es algo más que un mercader, y que si
esta ocupación puede ser respetable, existen valores más permanentes que
la oferta y demanda y las cotizaciones de moneda. La aguda observación de
Reyes nos recuerda en este caso, por un lado la trascendencia del
intercambio cultural entre los pueblos, y por otro la esencial
"gratuidad" o el desinterés con que opera la auténtica cultura
(algo olvidado hoy, en la maraña de estadísticas y datos). Pero
como forma de dar fundamento a su intuición —que era también la de
muchos intelectuales de su generación, y que partía tanto de la lección
rodoniana como de la visión poética de Darío—, el ensayista mexicano
hurgó en los laberintos de la historia y la cultura en busca de la génesis
que justifica a esta América Indoibérica como unidad en la diversidad.
De ese modo se interesa en las utopías que prefiguraron más tarde el
descubrimiento, y también en aquellas otras que surgieron a partir del
mismo. Así
es que vislumbra presagios de América en las viejas leyendas egipcias
acerca de la legendaria Atlántida, que recreadas por Platón en el Timeo
y el Critias tomaron para
nuestra cultura forma definitiva. Analiza de qué modo tales
reminiscencias del clasicismo greco-latino se mantuvieron aletargadas
durante la Edad Media, pero no obstante se ramificaron en diversas sagas
vinculadas a islas que aparecían y desaparecían en la lejanía y que
eran vislumbradas por los náufragos. El mito de la antigua Atlántida va
a resurgir —según Reyes— de manera intensa pero con fines más
concretos y tal vez menos poéticos, en los albores renacentistas, al
impulso del humanismo floreciente. La
hipótesis de nuestro autor es que todo ese corpus de tradiciones
milenarias —con su arborescencia de leyendas adicionales surgidas a través
de los siglos— influyó decisivamente en el clima "ideológico"
que encontró Cristóbal Colón, quien no era como lo muestra la historia
oficial navegante y de familia de navegantes, sino un simple comerciante
que por avatares de la vida recala en Portugal y se casa con la hija de un
marino. Los papeles del suegro, quien sí estaba compenetrado con
historias de viejos marinos, fueron para Colón su "camino de
Damasco", y junto con testimonios por él recabados en conversaciones
con antiguos lobos de mar en tabernas portuarias, permitieron el
surgimiento de su convicción acerca de la existencia real de Antilia (esa
tierra brumosa, síntesis de tantas fábulas). Abreviando
esto, Reyes trasmite con ingenio y humor los equívocos que rodearon al
descubrimiento de América, los que oscilaron entre Colón con su Antilia
—la que dejó de mentar a cierta altura para no asustar a sus hombres
con lo desconocido— y los hermanos Pinzón, que estaban seguros de
llegar a Cipango y de allí a la India y a las tan apetecidas
"especias". En definitiva: en ese año de gracia de 1492 no se
descubrió América sino algunas islas del Caribe nada más. Y habrá que
esperar la intervención de otro marino, Américo Vespucio, para bordear
costa sudamericana y tomar conciencia que se estaba ante un nuevo
continente. En
su sabrosa y fundamentada desmitificación de la empresa del
Descubrimiento, Alfonso Reyes ubica las cosas en su lugar. Nos hace
reflexionar en un pequeño gran detalle que tanto se olvida: los procesos
históricos son eso, procesos, y por lo tanto los acontecimientos no
suelen darse por generación espontánea, y tampoco dependen de genios
iluminados; la realidad opera con mayor complejidad y riqueza de matices,
a través de sedimentos y aproximaciones varias. Por ello, no deja de
tener en cuenta en su lúcido análisis también la posibilidad de otros
viajeros anteriores a Colón que llegaron a América, incluyendo vascos y
vikingos (haciendo la diferencia precisa e importante entre viaje a un
lugar y descubrimiento del mismo, lo que requiere una idea previa de
adonde se va y qué se espera). El
pensar del autor nos conduce a la certeza de que estas tierras estuvieron
prefiguradas desde mucho antes en el espíritu europeo, y que solamente
por ello fue posible el “descubrimiento”. Este consistió para Reyes
en una instancia más —como tantas otras en la historia humana— en la
cual la fe en la utopía fecundó la acción concreta, impulsándola e
imprimiéndole el entusiasmo y la voluntad necesarias. Esa "fe utópica",
paradójicamente ha conducido una y otra vez a nuevas y mejores realidades
para el hombre; esto es posible detectarlo en diferentes aspectos y
dimensiones, por ejemplo comparando la utopía teórico social del siglo
XIX (anarquismo y socialismo) y su concreción en una relativamente mejor
calidad de vida para los muchos en el XX. Por
supuesto que el ensayista contradice, con la hipótesis fundamental que
sobre nada Última Tule, nada menos que la doctrina hoy ortodoxa y reinante
todavía del "sociologismo" o "economicismo" histórico.
Tal “crimen” puede explicar en parte por qué escribas y fariseos de
la cultura actual parecen ignorar su pensar, y casi nunca aludan a él en
referencia a la reflexión esencial de un latinoamericanismo auténtico.
En relación con los sectarismos en boga en nuestro mundo intelectual, el
proteico mexicano puede resultar estrictamente un heterodoxo de buena ley. Lo
autóctono y las tradiciones heredadas Alfonso
Reyes, a partir de constatar —fundamentándolo con amplia erudición—
el origen utópico de América (lo que vale decir: de la relación entre
Europa y nuestro continente en esa instancia inicial) elabora una reflexión
madurada, compleja, rica en derivaciones, en torno a la realidad cultural
latinoamericana como algo múltiple y al mismo tiempo pasible de unidad.
En la revista argentina Sur propuso, por 1936,
definir lo americano a partir de la inteligencia americana. Respecto al término
"civilización" lo considera: "en
el caso inoportuno; ello nos conduciría hacia las regiones arqueológicas
que caen fuera de nuestro asunto". Tampoco le convence hablar de
"cultura" americana (aunque precisamente de eso se trata, con
criterio antropológico que él no manejaba) pues: "sería algo equívoco, ello nos haría pensar solamente en una
rama del árbol de Europa trasplantada al suelo americano. En cambio
podemos hablar de inteligencia americana, su visión de la vida y su acción
de la vida". También
en Notas sobre la inteligencia americana, expresa lo siguiente: "Cincuenta
años después de la conquista española, es decir la primera generación,
encontramos ya en México un modo de ser las influencias del nuevo
ambiente, la nueva instalación económica, los roces con la sensibilidad
del indio y el instinto de propiedad que nace de la ocupación anterior,
aparece entre los mismos españoles de México un sentimiento de
aristocracia indiana, que se entiende ya muy mal con el impulso arribista
de los españoles recién venidos". El sentido fecundo del
mestizaje de estas tierras es tenido en cuenta aquí como clave de una
identidad. Pero
lejos el pensamiento de Reyes de cualquier retórica criollista, o
nacionalista, reduccionista en suma. Por eso sigue el texto citado
de este modo: "La inteligencia
de nuestra América parece que encuentra en Europa una visión de lo
humano más universal, más básica, mas conforme con su propio
sentir". El
humanista que habla en él no podía dejar da percatarse del sentido de
cruce de caminos culturales de esta enorme región ubicada al sur del Río
Bravo (en mucho mayor medida que los Estados Unidos, cuyo puritanismo
raigal le puso siempre fronteras y diques de contención a lo nuevo
—temiéndole a la mezcla y variedad— llámese indio, o irlandés, o
italiano, o centroeuropeo, o negro, y últimamente hispano). Latinoamérica
no se explica sino como escenario de un encuentro fundamental entre las
viejas culturas del Pacifico y la Iberia católica pero fertilizada por el
esplendor moro y la sagacidad hebrea; encuentro que fue seguido de otros,
como el blanco negro —decisivo en Cuba y Brasil—, y en el Río de la
Plata sin ir más lejos el más reciente crisol de aluvión que perfiló a
dos ciudades únicas y sin par como Buenos Aires y Montevideo. A
partir de esta integración de culturas reiterada, Reyes intuye con
certeza el destino y futura vocación continental, la cual para el
escritor no se ubica en la potencia económica o en la hegemonía política
sino en la "inteligencia". En la vitalidad cultural diríamos
—ejemplificada, a poco de su muerte, en el auge mundial de la novelística
latinoamericana—, entendida en la gestación de una cultura nueva, de síntesis.
Y por este camino podemos arribar a la insinuación de una utopía
renovada que nuestro autor apenas si esboza: la Nueva Atlántida,
prefigurada por aquella legendaria y encarnada aquí, en este laboratorio
alquímico de mestizaje racial y cultural que aún continúa en tierras
colombinas, donde corrientes estéticas de cuño innegablemente europeo
como el Surrealismo tuvieron su brote auténtico (apoyado en el clima, la
geografía, e incluso en la tradición artística del barroco americano). "En
el crisol de la historia —afirma el mexicano—
se prepara para América una herencia incalculable... Lo que ha de salir
no será oriental ni occidental, sino amplia y totalmente humano. De
nosotros, de nuestros sucesores más bien, dependerá el que ello, por
comodidad de expresión, pueda llamarse, en la historia, americano".
Es, como decíamos, de nuevo la Utopía, ya no suscitadora del interés
por un continente aislado y virgen para el intercambio, sino enriquecida
por varios siglos amalgamantes, y, para Alfonso Reyes en su momento como
para muchísimos latinoamericanos hoy, reserva de una cultura nueva (¿acaso
la "raza que vendrá"
—en el sentido ocultista y esotérico— de ciertos teósofos y
soñadores?). Con
los pies sobre la tierra Las
últimas consideraciones, interpretadas a la exigua luz de ese maniqueísmo
simplificador que tanto mal le ha hecho al pensamiento latinoamericano,
puede incitar a que se juzgue al múltiple intelectual que nos ocupa como
un caso irremediable y hasta anacrónico de idealismo desprendido de su
circunstancia. Lejos estuvo Reyes de tal postura; aunque receló y se
abstuvo de los partidismos, no fue en modo alguno insensible —como lo
apuntamos al comienzo— a los trabajos y los días que le tocó vivir. Si
tomamos "Un mundo organizado", fragmento de su libro Tentativas
y orientaciones, podemos leer: "La
obra de la cultura consiste en salvaguardar, transmitir y hacer correr con
igual facilidad por todos los pueblos las conquistas del hombre,
materiales y espirituales; consiste en redondear y canalizar la tierra
para la mejor circulación del bien humano". Y más adelante,
sigue: "Mientras en una región
se quemen los efectos agrícolas para mantener los precios, cuando en
otras hay poblaciones que perecen de hambre... mientras los letrados y los
analfabetos se codeen en las mismas calles) mientras todo esto acontezca,
ni siquiera podremos jactarnos de haber alcanzado la grandeza del sueño
de Alejandro: aquella igualdad de clases, pueblos y razas, aquella homónoia
o humanidad unificada que con tanta razón sedujo a los antiguos
estoicos". La
claridad del párrafo, su sentido
solidario y su condición nada inocente —sin contar la candente
actualidad que tiene— son tan elocuentes que sobran los comentarios.
Pero podemos seguir espigando, dentro del mismo ensayo, cuando explícita:
"El latinoamericano medio,
cuando oye hablar de una organización cooperativa del mundo, tiende a
imaginarse un Estado monstruo, regido por dos o tres Grandes Potencias omnímodas
y resueltas a imponer sus decisiones en detrimento de los pueblos débiles.
Y especialmente, ve aparecer el fantasma del imperialismo que alarga las
manos por nuestras Américas". Como
se ve, la erudición histórica y el abrevar directamente en las fuentes
clásicas no le impedían a Reyes tener una posición definida e inequívoca
con relación al fenómeno imperialista, actuante en su momento y lejos de
haber desaparecido como amenaza para América Latina. Supo de esta manera
asumir los deberes sociales y civiles del intelectual, que nunca se
divorcian de las circunstancias de su tiempo y lugar, y lo hizo sin
abdicar de su perspectiva universalista y de su preocupación
preponderante por la cultura (tampoco renunció a su postura de
alejamiento de las contiendas de parroquia, de sector y de bandería; con
gran lucidez supo que ese no era su camino, y que su magisterio estaba
destinado a todo un continente). Entre
una ética y una estética Para
analistas de la obra reyesiana, como es el caso de Víctor Díaz Arciniega,
en lo que hace al tema americano la preocupación histórica —que ya
hemos visto bien relacionada con el presente— va unida a una acentuada
inquietud moral, la que a su vez rastrea su fundamento en el minucioso
buceo en la tradición. Incluso su sostenido interés en la literatura no
estará nunca divorciado de lo anterior. El mismo autor lo explica así: "La
literatura en efecto, no es una actividad de adorno, sino la expresión
mas completa del hombre. Todas las demás expresiones se refieren al
hombre en cuanto especialista de alguna actividad singular. Sólo la
literatura expresa al hombre en cuanto es hombre. Sin distingo ni
calificación alguna". Dada
su perspectiva, la vinculación que establece entre los "valores éticos"
y el "arte", no resulta extraño que Alfonso Reyes privilegie en
su Teoría Literaria el diálogo entre el autor y el lector. Ese nexo, ese
punto de encuentro, es lo que más le importará desmenuzar —sin dejar
de apreciar la creación—considerándolo el verdadero objetivo del fenómeno
literario. Su ubicación es la del humanista, y guarda armonía con sus
preocupaciones en la dimensión histórica y de pensamiento. Pero
la cifra de su carácter como intelectual la da más bien su inquietud
proliferante, a la cual aludió certeramente Rodríguez Monegal cuando
escribe: "hay que volver a leer
a Reyes. Humanista enciclopédico, inquieto y curioso de todo cuanto el
mundo de la cultura ha producido (incluso la cocina, incluso las
modas)" . Bien podríamos
parafrasear en este caso aquella frase tan mentada: nada de lo humano le
fue ajeno. Tal vez por eso, y por el hecho de no haber dejado una
obra que rotundamente englobara todo su genio —tanto en estilo y
estructura, como en ideas— que puede resultar hoy tan difícil acercarse
a Alfonso Reyes. Seguramente el recurso antológico, que el citado crítico
uruguayo sugiriera, podría difundir mucho mejor en nuestros países
aspectos esenciales de un "corpus" literario, histórico y
reflexivo, que es ineludible para comprender cabalmente a Latinoamérica. Clasicismo
de Reyes Para
culminar este bosquejo acerca de la figura intelectual que nos ocupa, no
podríamos dejar de tener en cuenta su afición a lo clásico,
concretamente a la cultura helénica, que lo tornó uno de los más serios
estudiosos de ella en el ámbito continental. Lo interesante de su caso es
que partiendo desde una inquietud casi de lecturas de autodidacta, se
acercó a su materia de un modo no especializado que a la postre resultaría
mucho más rico y original. Tanto el apogeo ateniense cuanto la retórica propia del tiempo socrático, la mitología griega tanto como los historiadores del periodo alejandrino, los poemas homéricos pero además la filosofía helenística, en estos estudios demostró una vez más su multiplicado interés y rica perspectiva. Lo sugestivo es que no desvinculó este sector de su trabajo de la preocupación americanista, sino más bien estableció vasos comunicantes entre el hurgar en lo antiguo y lo de aquí y el presente. Ya hemos dicho que para Reyes la cultura era realidad vital y no mera especulación del intelecto (basta tener en cuenta hasta qué punto relacionó por ejemplo la figura del Eneas griego latino -homérico y virgiliano- con su propia peripecia personal y la colectiva de México). |
Alejandro Michelena
Editado por el editor de Letras Uruguay
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