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Alberto Zum Felde: iniciador múltiple |
Nacido
en Bahía Blanca (República Argentina), siendo muy niño su familia se
instaló en Montevideo. Fue en su primera juventud uno de los contertulios
del legendario cenáculo del café Moka —de Sarandí y Policía Vieja—
que presidía la figura atractiva y polémica de Roberto de las Carreras.
Aquel Zum Felde de los comienzos literarios, luciendo la bohemia corbata
de moña, el cabello largo y el chambergo infaltable, haciéndose llamar
Aurelio del Hebrón, formaba parte de la comitiva transgresora que en las
tardes de la primera década del siglo recorría “boulevard” Sarandí
acompañando al “pontífice”, al “gran amante” Roberto, y
suscitando a su paso murmullos de admiración y miradas disimuladas de señoras
y señoritas. Bajo el sonoro seudónimo aludido, publicó
sus primeros trabajos en La Razón y El Siglo, lo
mismo que su libro inicial, Domus Aurea (que es de 1908). Pero
el suceso que atrajo la atención pública sobre el escritor incipiente
fue la lectura de la “oración fúnebre” ante la tumba de Julio
Herrera y Reissig, donde fustigó la hipocresía de la sociedad uruguaya
al homenajear al poeta muerto que no había sabido valorar en vida (fue
publicada en La Semana, Nº 36, en marzo de 1910). El
crítico “militante” Tal
calificación fue acuñada por el mismo Zum Felde, en referencia a la
labor que desempeñara entre 1918 y 1930 en el diario El Día y su
vespertino El Ideal. En ambos comentó libros, ubicando autores y
revalorando otros, delineando tendencias literarias; reflexionando en suma
acerca de la relación entre las obras y la vida. Lo de “militante” se
aplica perfectamente en su caso, porque realmente se trató de una tarea
realizada en la fragua diaria, provisoria y urgente, aunque no por ello
menos rigurosa. Esta
postura profesional ante a la labor crítica estaba destinada a chocar con
un medio cultural acostumbrado a notas de prensa realizadas por los amigos
y fatalmente elogiosas, o por el contrario a libelos o diatribas a causa
de fobias personales. La nueva perspectiva inaugurada por el crítico
trajo resistencias, le causó sinsabores, y a la postre iba a propiciar su
caída en desgracia en cuanto árbitro indiscutido del quehacer literario
nacional (se le acusó —en episodio que nunca fue aclarado— nada menos
que de plagio). Como
balance de esta primera y fecunda etapa de su madurez intelectual, se
puede afirmar que Zum Felde hizo crecer entre nosotros la función del crítico
literario. La que ya había tenido sus buenos antecedentes décadas antes,
con nombres como los de Bauzá, Melián Lafinur y Desteffanis. La que se
enriqueció a comienzos del siglo con las plumas de José Enrique Rodó,
Rafael Barret y Víctor Pérez Petit. La que floreció luego todavía en
los que fueron sus estrictos contemporáneos: Gustavo Gallinal, Eduardo
Dieste, Mario Falcao Espalter y Alberto Lasplaces. Zum Felde descollaría
entre todos, no tanto por ser el más persistente y sistemático, sino por
la mayor conciencia de la dignidad y utilidad de su tarea. Hacia
los grandes panoramas Ya
en 1921 se asoma la vocación abarcadora de Zum Felde al escribir Crítica
de la literatura uruguaya, pero será en 1930 que —culminando un período
de su vida y a propósito de los fastos del Centenario— aparece el
Proceso Intelectual del Uruguay. Fue en su momento, y sigue siendo todavía
(como obra de un solo estudioso), el trabajo de mayor aliento y criterio
abarcativo que se ha escrito sobre un largo siglo de quehacer literario en
el país. Sus mayores cualidades, aparte del estilo fluido y comprensible
para todos, están en esa búsqueda de objetividad que fue en su tiempo
una postura atípica; no incluyó las consideraciones personales, y evitó
la blanda condescendencia en unos casos, y la saña arbitraria en otros. Esa
obra de ambición monumental se complementó con La literatura en el
Uruguay (Buenos Aires, 1939) y el Índice de la poesía uruguaya contemporánea
(Santiago de Chile, 1935). El
Proceso ha quedado hasta el presente como el mojón fundante, el punto de
referencia ineludible en el estudio de nuestro acontecer literario. Podríamos
asegurar que la renovación crítica emprendida dos generaciones después
—a partir de los años cuarenta— no hubiera tenido la brillantez y
profesionalismo que la caracterizó, sin mediar este destacado
antecedente. Su
esfuerzo compilador y panorámico en el campo de las letras tendría años
después proyección hacia la comarca con su Índice crítico de la
Literatura Hispanoamericana (publicado en México en dos tomos: La ensayística
y La narrativa, respectivamente en 1954 y 1959), que no posee la
significación de su obra mayor en la materia. Sentando
las bases de una historiografía Estamos
ante un caso no común de ductilidad intelectual. Un escritor que se
maneja con talento, conocimiento de causa y penetración en el campo
literario, pero que además —tentado por la historia— es capaz de
abordarla con probidad, transformándose en el iniciador de una entonación
distinta de la historiografía. Alberto Zum Felde, en cuanto estudioso del
pasado nacional, se alejó saludablemente de los partidismos que tanto habían
colaborado a parcializar esos estudios entre nosotros. Prestó atención a
las estructuras base de los eventos estudiados, no quedándose en los
aconteceres en sí, acercándose a las condicionantes sociales y
culturales, reuniendo ese enfoque en una perspectiva abarcadora y de
conjunto. El fruto fue nada menos que su Proceso Histórico del Uruguay
(Montevideo, 1919). Como
observará el lector, la fecha indica una simultaneidad de intereses
intelectuales en Zum Felde, quien al mismo tiempo que cimentaba su carrera
como crítico literario abría otra veta no menos específica y madura de
su múltiple interés. Vale reparar
además en lo prematuro de la fecha; en ese tiempo, el texto inevitable
para los estudiantes secundarios era el manual del Hermano Damasceno, que
reducía el pasado nacional a un cúmulo de fechas y a un manojo de héroes
de bronce flechando su perspectiva claramente a favor de la “versión”
del eterno partido de gobierno, o sea del Partido Colorado. Por
otra parte, el interés en lo social y sobre todo en lo económico
—cuando faltaba una década todavía para la aparición de un libro que
resultó punto de inflexión en el tema: Riqueza y pobreza del Uruguay, de
Julio Martínez Lamas— transforman a Zum Felde en el adelantado de
perspectivas que recién comenzarían a desarrollarse a partir de la mitad
del siglo anterior. Márgenes
filosóficos de un crítico literario Fue
en su juventud un confeso nietzscheano. En ese aspecto, no se apartaba del
“aire” intelectual del 900, tiempo en el que empezaba a tomarse
conciencia del decaer del pensamiento de Occidente. Pero también dejaron
huella en su pensar Spengler y William James, mientras que la impronta de
Bergson se nota de manera clara en su agudo intuicionismo, en su
desconfianza en todo lo enfáticamente racionalista. No dejó de leer a
Freud, quien le iba a proporcionar la posibilidad de valoración de los
procesos subconscientes para la comprensión de la obra literaria. Su madurez nos presenta —todavía— un cambio nada habitual en la historia cultural uruguaya: la conversión al catolicismo, proviniendo de una posición liberal. |
Alejandro Michelena
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