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Adiós a la infancia |
“lejana
infancia, paraíso, cielo” IDEA
VILARIÑO Poemas |
El
arcoiris se perdía por detrás del cuartel en el cual desembocaba la
calle de su casa. Caminó, y al llegar a la avenida se sintió liviano. Se
puso a correr, jugando a alcanzar con saltos limpios las ramas bajas de
los plátanos. Desde los jardines mojados de las residencias todavía señoriales
subía un aroma complejo que a veces era de flores y otras una mezcla de
tierra, hojas podridas y humedad. Al acercarse a la casona de la
“condesa” aminoró su andar; casi se detuvo, dispuesto como siempre a
quedarse mirando los dos leones de la fachada, o a entrar subrepticiamente
por el portón y correr al jardín del fondo, casi un parque que llegaba
hasta su calle. Pero de pronto quedó petrificado: estaba viendo pasar -a
un metro apenas, y para colmo le sonreía- a la mismísima condesa en su
largo Packard con chofer (su tío le había explicado que en el Uruguay no
existían condesas, pero él de todos modos así la llamaba para sus
adentros, y quería que lo fuera para asociarla a las historias de Dumas
que estaba leyendo). El
silencioso vehículo se dirigía a la arcada, en el costado del palacete,
mientras él seguía parado, como abstraído. Lamentaba no haber acumulado
más coraje -Tenés que vencer la
timidez, decía siempre su madre, porque
si no, no vas a llegar a ninguna parte-, y haberle manifestado: Señora condesa, acabo de pintar un cuadro y se lo quiero regalar...
Pinté su casa, su jardín... Pero no. Ni habló, y ni siquiera llamó
la atención de la señora de Salvo Zúñiga, quien miró sin ver desde
sus lentes oscuros estilo mariposa a ese niño flaco al que le bailaban
los pantalones cortos de franela y se le caían las medias cuadrillé
hasta los tobillos. Se estuvo ahí, muy quieto, un tiempo que le resultó
mínimo e interminable a la vez. Hubiera seguido en esa forma de no ser
por un sonido agudo que lo sacó de su abstracción. No
hay quien pueda con Herrera. No hay quien pueda, no hay quien pueda.
El estribillo atronó sus oídos y lo hizo saltar. El canto partía de una
veloz cachila pintarrajeada de las muchas que salían con altoparlantes en
época de elecciones. Su padre aseguraba que ese año sí ganaban los
blancos. Los había llevado, a su hermano y a él, a un acto con muchísima
gente, donde se vendían escarapelas blanquiazules, banderines y vísceras. El
lujoso automóvil se perdió por detrás del caserón, habiendo sorteado
en su andar silencioso la inmensa arcada. La condesa había pasado muy
cerca suyo por primera vez, cumpliéndose de tal modo un sueño acariciado
en medio del fantaseo con el que distraía el monótono itinerario de las
idas y venidas al colegio. La tuvo al alcance de la mano, y ahora se le
había esfumado. Era como aquello que repetía y repetía su abuela sobre
las oportunidades que se van volando (en esos casos siempre imaginaba pájaros,
veloces, inalcanzables, casi “intangibles”; repetía y repetía esta
palabra, que descubriera no hacía mucho en El
conde de Montecristo, libro que había devorado en el correr de
algunas siestas calurosas). Esa
noche -fabuló- tal vez soñaría con la condesa pasando por encima suyo
sobre un extraño pájaro al mismo tiempo vivo y metálico, con forma y
color asimilables al refinado coche. Resignado aunque no derrotado, más
bien reelaborando desde ese instante otras ensoñaciones -vinculadas
siempre a su necesidad de autoestima en medio de una timidez que era casi
una muralla que lo aislaba-, siguió caminando por la avenida y llegó a
la esquina del perenne entrecruzarse de tránsito, con la pizzería y el
salón de té enfrentados. A esa altura decidió seguir adelante, en pleno
atardecer, y sin darse cuenta se encontró ante la puerta del colegio a
una hora silenciosa y extraña, lejos de lo que había sido hasta el
momento su experiencia cotidiana. Penetró
por el jardín, al costado de la casona, observando la enorme agitación
en los jaulones de las águilas, lechuzas y mochuelos (aves que en las mañanas
estaba acostumbrado a ver muy quietas, casi aletargadas). Llegó al patio
y le pareció muy grande y triste. El crepúsculo caía, e imaginó el
latir diurno de los recreos, los juegos y los gritos, las corridas. También
rememoró su escasa participación en todo eso, salvo cuando
contradictoriamente tomaba un papel protagónico para judear -la expresión
también era de su abuela- a algunos compañeros algo ingenuos; lo hacía
además en otros excepcionales momentos: como cuando un mes atrás había
cantado para su grupo y los liceales Only
you, la canción de Los Plateros que se aprendió de memoria de tanto
escucharla por radio. Fascinado
por su discurrir, no pudo sustraerse a la sorpresa de ver aparecer de
pronto, como siluetas tenues surgidas de la nada, al Hermano Simón con su
negra sotana y a su compañero de clase, Manceras, con su muy cuidado jopo
endomingado y su pantalón bien ajustado. El dúo no podía verlo, sentado
como estaba en el banco de piedra junto a la pared, en el área menos
iluminada de ese patio que poco a poco se iba oscureciendo
implacablemente. Pero él si los vio subir a la capilla, por la escalera
exterior, y mientras lo hacían notó que el Hermano acariciaba con no
disimulado deleite la espalda y el trasero del chico. Sin
saber cómo subió él también, y desde un rincón contempló la escena
que tenía lugar junto al altar: el Hermano Simón y Manceras danzaban,
desnudos... No había música, ni siquiera ruidos, y todo transcurría en
medio de una atmósfera densa, agobiante, con algo de esas películas de
El Gordo y El Flaco que tanto le gustaban. Despertó
bruscamente con el frío de la brisa nocturna. Comprendió que se había
quedado dormido en ese rincón del patio. Asustado, y temiendo que la reja
del jardín estuviera cerrada, corrió. Con alivio percibió el paso
libre. Las luces de la avenida, las de
autos y ómnibus, brillaban intensamente. Apresuró el paso, seguro de
recibir un rezongo pues había salido apenas a dar una vuelta a la manzana
y volvía una hora después. Sin
embargo tuvo suerte. Pudo entrar -subrepticio y vacilante- a la casa,
donde encontró a su padre en pleno desarrollo de la infaltable discusión
dominguera acerca de tácticas de fútbol con su tío y un amigo. También
se alegró que su madre estuviera distraída conversando con la tía,
mientras hermanos y primos -todos más pequeños- alborotaban en el fondo.
Le
gustó entreverarse con ellos, tanto que a los cinco minutos ya lo
rodeaban en silencio, expectantes, al tiempo que él comenzaba a inventar
uno de sus cuentos terroríficos. Esta vez el monstruo inevitable tuvo
nombre: Simón. Pero lo que el menudo auditorio no llegó a comprender era
por qué a la princesa la bautizó Manceras, habiendo nombres tan bonitos
como Blanca o Isabel. Esa noche se durmió tarde, y en los sueños que pudo recordar se mezclaron una acuarela suya nueva que la condesa -esa vez sí- exponía con orgullo en su caserón, con Manceras transformado en niña que lo perseguía... Despertó a la mañana siguiente con dos firmes determinaciones: llegar de grande a ser pintor, y en esa misma mañana sumarse a aquellos que en el colegio le llamaban ¡Maricón! al seguro candidato al premio de honor de la clase. |
Alejandro Michelena
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