El pueblo de los ladrones |
Érase
un pueblo
que había
decidido librarse
de los
ladrones. O mejor dicho,
detener el latrocinio
como práctica
habitual entre
ellos. Los
habitantes del
lugar aquél
pensaron largamente
por días
y días; y
desvelaron sus
noches también,
porque en
verdad ninguno
podía decir
que no
había robado
nunca alguna
cosa a
nadie en
su diario
vivir. “El
que roba
a un
ladrón tiene
cien años
de perdón”.
Habían
repetido por
centurias esa
frase tan
común con
el respeto
de sentencia
bíblica. Era
la razón
de existir
de aquella
ladronera perdida
entre la
bruma de
los tiempos
y el
aislamiento de
las distancias.
Pero
ahora los
robos habían
pasado a
mayores y
así no se podía
vivir. Ya no
se sabía quién
era dueño
de qué. Porque los
objetos materiales
-y las
cosas inmateriales
también- pasaban
de mano
en mano
con absoluta
impunidad y
nadie podía
reclamar nada
porque en
realidad no
podía probar
que fuese
su legítimo
dueño. Lo
único que
se respetaba
eran los
caballos y
las mujeres. Los
caballos porque
eran marcados
desde que
nacían con
un hierro caliente
y las
mujeres porque
eran sagradas
y simplemente
no se
podían robar. Cuando
alguna de
ellas, por su
libre albedrío,
cambiaba de dueño
y se
aposentaba en
otra vivienda, el
hombre anterior
era consciente
que no había podido
retenerla y
todo quedaba en
paz. Hasta
que llegó
un tiempo
en que
empezaron a
robarse los
caballos también. Aquello
ya era
demasiado. Todo el pueblo
estaba soliviantado
al comprobar
que se habían roto
los códigos
primarios, aquellos que
les habían
permitido vivir
en una
armonía ejemplar. Siempre
todos respetaron
a cabalidad
la promesa
de que se
robaría sólo
lo necesario
para vivir
con decencia.
Pero con
el avance del
progreso en
el mundo las
necesidades de
cada uno
fueron aumentando
desmesuradamente. Recibían a
menudo las
noticias de
otros lugares
donde había
nuevas comodidades
y ellos
quisieron tenerlas
también. Así
todo fue
degenerando en
una lucha
de robos
sin control, cada
vez más
osados y
escandalosos, que era necesario detener
en forma
drástica. Por
supuesto que
había municipio,
guardias y
justicia en
el pueblo; pero dichas
autoridades obraban
al modo
y costumbres
de la
época, inmersas en
la vorágine
de la
ladronería, la compra
y venta
de objetos
robados, el trueque, y
el pago
en especies por
los favores
del poder.
De
modo que
seguramente sería
más efectiva
la justicia
por mano
propia, o como
en este
caso por
mano comunitaria. Al
final y
de común
acuerdo, llegaron a una
solución que
les pareció
adecuada a
todos : “elegirían a
uno de entre ellos
para aplicarle
un castigo
ejemplar. Y que
se acabaran
los robos
de una vez y
para siempre
jamás”. Votaron
en secreto
y, por cuasi
unanimidad, porque faltaba
un posible
votante que
no se encontraba
presente, surgió un nombre
que parecía
ser el
adecuado, porque podría
ser según
el pensamiento
de los asistentes el
más ladrón
de todos
los ladrones. Como
hace muchos
años que
esta historia
ocurrió y
en ese
entonces no
había los
instrumentos que
para matar
a la
gente existen
hoy, ellos lo
iban a
hacer con
lo que tenían a
mano, con hachas
y cuchillos; eran hombres rudos
y estaban
muy cansados
de soportarse
despojos mutuamente. Cierto
día de triste memoria
aprestaron sus
armas y
marcharon, guiados por
la misma
voluntad y
determinación, hacia donde
vivía aquel
que habían
considerado el
más ladrón
de su
pueblo, que en
realidad era
un pueblo de
ladrones. Las
casuchas de
piedra y
madera asentadas
junto al
polvo trágico
de las
callejas los
vieron pasar
en procesión
siniestra. Buscaron
los verdugos
la morada
del caído
en desgracia.
Cuando
irrumpieron en
ella, dando gritos
para alentarse
mutuamente a
cumplir la
hazaña, lo encontraron
en el fondo de
su taller
de herrero, con la fragua
encendida, dedicado con
gran fervor
a preparar
un hacha
descomunal cuyo
filo daba
miedo sólo
de verlo. “¿Y
tú qué
estás haciendo?” ,
le
preguntaron atónitos
y a
coro los
integrantes de
la comitiva justiciera. “¿Cómo?....¿no era que hoy íbamos a matar al más ladrón del pueblo?” , dijo el aludido con mucha extrañeza en la voz y cierto tono de reconvención, “pues a mí también me llegó la noticia -aunque ustedes no me avisaron de la reunión-, y por eso estoy afilando mi hacha….. ¿Adónde vamos?” . |
Wilson Mesa
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