Una cervecita
Carlos Mendive

Frente a la Rambla, una noche de verano, cinco amigos bebían cerveza.

Estaban solos en Montevideo, sus mujeres e hijos descansaban en balnearios.

Fueron cinco inmaduros que hablaron todo el tiempo de fútbol, en una conversación que tuvo todos los matices de las pasiones y las mentiras de la tolerancia.

Unos apelaban a la historia; otros a Peñarol.

Hacía tiempo que no disfrutaban así de una noche. Una mesa sin excesos, un tiempo sin horas, la brisa del mar, un tema abordado con memoria de niños, astucia de grandes y humor de amigos.

Durante horas intercambiaron recuerdos de la Olímpica, Amsterdam, de todo ese embrujo que es el Estadio. Democrático cemento que alguien construyó, para que los uruguayos festejen y sufran olvidándose de las mujeres y el dinero.

Poco a poco la cerveza los fue adormeciendo.

Los primeros se fueron en un Volkswagen. Sólo dos amigos quedaron en la mesa.

—¿Qué vas a hacer?

—Me voy a dormir.

—¿No querés ir al Centro a tomar algo?

—No, estoy cansado.

—Entonces me dejas en 18 de Yí.

—Sí, vamos.

Compró un diario y entró a Facal.

Se sentó en una mesa contra la ventana. Cuando estaba leyendo el número de muertos que por obligación tienen que morir en el Cercano Oriente, advirtió que de una mesa una morocha, que estaba acompañada de otras dos, lo miraba.

Estimulado pidió un whisky, para dar mayor misterio al personaje ordenó que no le trajeran preparación.

La morocha seguía con su curiosidad. Mientras planificaba como acercarse a esas tres mujeres pidió otra copa.

En ese momento la mujer que estaba de espalda se dio vuelta.

—¡Adiós Pedro!

¡Hola Eloísa!

—Vení, que te voy a presentar.

Se paró con la copa.

—Pedro..., te presento a mis dos hijas.

— ¡Ah, mucho gusto!

—Veen, este es Pedro..., ese compañero que yo tanto les hablo,.., te vi cuando entraste.

—Perdóname...

—Me di cuenta que no me viste... ¿qué estás haciendo aquí, bandido?

—Nada..., estuve con unos amigos, ahora me voy a dormir.

—¡Vaya....! que su mujer está afuera con sus hijos.

—Pero querida...

—Anda, anda..., pícaro..., ya estabas poniendo caritas.

—¿Yo?

—Sos sinvergüenza..., puede ser tu hija.

—Y vos la madre.

— ¡Callate desfachatado!

Riendo se despidieron.

Terminó el whisky y salió apurado, cuando pasó frente a la mesa de su compañera, levantó la mano y solo dijo:

—¡Chau!

Apenas salió paró un taxi.

—Vamos a Tropicana.

Cuando subió al auto estaba colorado por su experiencia en Facal, al llegar a Andes estaba convencido que esa mujer no sólo miraba al compañero de su madre.

En la puerta de Tropicana estaba Carlitos, el portero. Desde la época de Casoni, cuando Montevideo de noche festejaba la guerra europea, hasta hoy, Carlitos, con su rostro agrietado y su español de rumano, amanece sentado en una silla en el umbral de la vereda.

Al bajar los escalones de Tropicana sabía que no se iba a divertir, no advertía bien si era inercia, falta de voluntad, apego a una eterna dispersión o raíces no desarraigadas.

Todo lo que vio y escuchó fue un long-play sin variaciones.

—Chica, la cuenta.

—Enseguida, señor.

Doblada le entregaron la adición.

Se lo merecía por imbécil, por esa falta de sobriedad, por ese afán de no aburrirse, hasta por inmoral.

Por una Pilsen, sesenta nuevos pesos.

Cuando iba a pagar, vio a Carlitos, el portero, caminando cerca suyo.

—Carlitos, vení.

—¿Qué te pasa?

—Fíjate viejo, yo comprendo que hay que pagar show..., pero sesenta mangos una cerveza chica me parece mucho.

—Espera, espera..., espérame acá. [

—Me permite señor —al oír la voz se podía adivinar la intención, era el tono justo donde hace equilibrio la aclaración con el incidente.

—Sí, como no.

—¿Tiene algún problema, el señor?

—No, no..., lo que sucede es que cuando iba a pagar vi a Carlitos y le comenté que me parecía excesivo el precio de la cerve...

—Muy bien señor, usted está en todo su derecho.

—Le advierto que me doy cuenta que tienen que pagar el show..., es decir que no pueden cobrar como en otro lado.

—Eso es resorte de la casa, señor.

—Además el show es bueno.

—Nos agrada que le haya gustado..., a ver Julieta, vení.

—Señor, le quiero decir que yo no quiero...

—Por favor Julieta..., servile otra cerveza al señor.

—No, de ninguna manera.

—Señor, la casa tiene el placer de invitarlo.

—Pero..., es que...

—Me dispensa señor, usted está en su casa... que la disfruté.

Carlos Mendive
Los Globos

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