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Martina

Elaine Mendina Mendina
emendina@adinet.com.uy

La primera vez que Martina vio a la crucera fue un mediodía que andaba escapada mientras todos hacían la siesta.

Iba a buscar una sandía, en dirección al bajo, y al pasar por la manguera de piedra oyó roncar como a una persona dormida. Pensó que era una mulita.

Martina sabía que las mulitas roncan cuando duermen, igual que la gente. Se arrimó a la cueva con la pollera remangada, buscando la cueva y oyó otra vez el ronquido, clarito. Retiró despacio las piedras flojas de la viejísima cerca, pero no encontró nada.

Ya se iba a ir, cuando volvió a oír el ronquido. Sacó, no sin esfuerzo, una piedra grande, alargada, y allí estaba la crucera. Durmiendo, estirada, no arrollada como ella pensaba que dormían las víboras.

Era un bicho inmenso, gris con rombos negros. Debía medir más de un metro.

Por cierto que Martina no se paró a medirla: helada, no supo como puso la piedra en el suelo, atinando a no dejarla caer para no despertar al animal. No bien se libró de la piedra, dio media vuelta y corrió sin parar hasta su cuarto, donde se trancó con el corazón golpeando en la garganta, del terror y de la carrera.

No dijo nada después, ni siquiera a la vieja Elisa, porque tenía prohibido salir en las horas de siesta. Se lo había prohibido la señora, desde aquel día que la pescó volviendo del maizal en compañía de Alvarito, las vacaciones pasadas.


Ella había cumplido esos días los catorce años, y en esas vacaciones Alvarito había dejado de mirarla-o de ignorarla- como a un mueble de la casa. Insistió en que le llevara ella el desayuno a su cuarto, en lugar de la vieja Elisa. Ella se lo llevó pero la señora entró de atrás. La mandó de vuelta a la cocina y se quedó hablando con Alvarito, no supo de qué.

Dos días más tarde, mientras ella lavaba los platos, Alvarito pasó por la cocina a tomar agua, y al salir le hizo seña de que la siguiera. La señora y Don Álvaro habían ido al pueblo en la camioneta, así que ella lo siguió.

Cuando volvían, los viejos venían entrando por la portera. La señora le dijo unas cuantas cosas, unas que ella no entendió realmente y otras que fingió no entender. Don Alvaro se fue con Alvarito, serio como una tranca.

Ahora era invierno y Alvarito había vuelto a la facultad hacía meses, pero como nadie le había dicho nada al contrario, la prohibición persistía. Por eso no nombró a la crucera.

Unos días atrás había sido la vaca pampa. Apareció muerta a unos pasos de la manguera. Los peones la revisaron antes de cuerearla.

-Fue víbora, clavado-, opinó el capataz, y los otros estuvieron de acuerdo. Entonces ella habló de la crucera, pero nadie le hizo mucho caso.

Aquella mañana la vio de nuevo. Llevaba la ropa de cama para lavar en la represa y oyó gritar a una rana. Se detuvo con el atado. La rana dejó de gritar. La crucera pasó zigzagueando, lejos de ella pero bien visible, y se perdió entre las piedras de la manguera, en el mismo sitio donde la había encontrado la otra vez. Ella conocía bien el lugar, aunque nunca había vuelto a acercarse después del primer susto. Era en la base, donde las piedras estaban un poco desencajadas, a unos pasos de unos duraznos silvestres que crecían por el lado de adentro de la cerca.

Pensó en decirle al capataz, para que la matara, pero de repente no quiso; el bicho no se acercaría a la casa, la señora hacía poner creolina en todas partes. Martina había oído decir que el olor de la creolina mantenía alejada a las víboras.

Dejó en paz a la crucera, tenía otras cosas en que pensar. Cosas lindas. Alvarito había llegado la noche anterior, en sus vacaciones de invierno. Ella lo miró desde la cocina, mientras él cenaba en el comedor con los padres. Alvarito con su acento montevideano y sus remeras con palabras en inglés. Alvarito de championes y vaqueros, con los libros que llevaba para estudiar y que nunca tocaba. Alvarito que era Alvarito para diferenciarlo del viejo Álvaro, porque ya tenía sus buenos veinte años. Alvarito llenando el universo de Martina.

Aquella mañana no lo había visto, no había salido para nada del cuarto, estaría durmiendo. Los señores almorzaron solos. La señora probó apenas la comida. Cuando trajinaba sin ser vista en la despensa, contigua al comedor, oyó los sollozos de la señora.

-...la carrera cortada así, pobrecito, como pudo dejarse engañar...

-Cortada no-era la voz de Don Álvaro-.Va a trabajar y estudiar, como tantos. Si hace falta se le ayuda, pero se va a responsabilizar de lo que hizo.

-¡El único hijo, Álvaro! Un muchacho brillante, y por esa intrigante...

-¡Intrigante o no, si la puso en compromiso le va a cumplir!-el vozarrón de Don Álvaro se elevó más de lo conveniente y bajó después frente al siseo de advertencia de su mujer, para preguntar:

-¿Y cuál es, que no la ubico?...yo a las hijas de García Valles las conozco todas, pero después crecen...uno las pierde de vista...

-Ya te dije, María Inés, la mayor. Va a la misma facultad que Alvarito, empezó este año. ¡Una suelta!...pobre muchacho...

-Es mejor que pares con eso, Laura-el padre se había levantado, Martina escuchó el ruido de la silla arrastrada y el paso duro de la bota.-Él quiere casarse. No quiso ni oír hablar del otro arreglo.

Martina no supo cuanto tiempo se quedó allí, parada entre la fruta que debía llevar de postre y que nadie le reclamó.

Lo cuidó hasta verlo salir del cuarto, lo siguió hasta el galpón.

-Hola, Alvarito.

Él estaba pálido. La besó distraídamente, en la mejilla, como antes, como cuando ella solo era la criadita que ayudaba en la cocina. Martina no demostró advertir la diferencia.

-Tengo una cosa para vos. Te la guardé hace tiempo.

-Después, Tina. Después la veo.

-¡Pero te va a gustar! Es una piedra mora
[1] de las bien oscuras, con los picos así de grandes.

Y exagerando con instintiva astucia el aniñamiento, le insistió:

-Dale, no seas malo, te la tengo guardada hace tiempazo...

Él se conmovió. Era una niña después de todo. Aún después de las visitas al maizal.

-Bueno, vamos a ver...

Caminaron cuesta arriba, sin tocarse, ella con los ojos bajos, él como pensando en otra cosa. Hasta la manguera de piedra.

-Allí en ese hueco te la escondí... ¿ves, donde las piedras están flojas? Bien al fondo, para que nadie se la llevara.

Cuando lo vio agacharse y empezar a meter la mano, dio media vuelta y se echó a correr cuesta abajo.

El grito largo, desgarrado, agónico, la alcanzó al pie del cerro, se quedó colgado interminablemente en el aire.

Nota:

[1] Piedra mora: es el nombre que dan los lugareños a la amatista.
 

 

Elaine Mendina Mendina
emendina@adinet.com.uy

 

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