La primera vez que Martina vio a la crucera fue un mediodía que andaba
escapada mientras todos hacían la siesta.
Iba a buscar una sandía, en dirección al bajo, y al pasar por la
manguera de piedra oyó roncar como a una persona dormida. Pensó que era
una mulita.
Martina sabía que las mulitas roncan cuando duermen, igual que la gente.
Se arrimó a la cueva con la pollera remangada, buscando la cueva y oyó
otra vez el ronquido, clarito. Retiró despacio las piedras flojas de la
viejísima cerca, pero no encontró nada.
Ya se iba a ir, cuando volvió a oír el ronquido. Sacó, no sin esfuerzo,
una piedra grande, alargada, y allí estaba la crucera. Durmiendo,
estirada, no arrollada como ella pensaba que dormían las víboras.
Era un bicho inmenso, gris con rombos negros. Debía medir más de un
metro.
Por cierto que Martina no se paró a medirla: helada, no supo como puso
la piedra en el suelo, atinando a no dejarla caer para no despertar al
animal. No bien se libró de la piedra, dio media vuelta y corrió sin
parar hasta su cuarto, donde se trancó con el corazón golpeando en la
garganta, del terror y de la carrera.
No dijo nada después, ni siquiera a la vieja Elisa, porque tenía
prohibido salir en las horas de siesta. Se lo había prohibido la señora,
desde aquel día que la pescó volviendo del maizal en compañía de
Alvarito, las vacaciones pasadas.
Ella había cumplido esos días los catorce años, y en esas vacaciones
Alvarito había dejado de mirarla-o de ignorarla- como a un mueble de la
casa. Insistió en que le llevara ella el desayuno a su cuarto, en lugar
de la vieja Elisa. Ella se lo llevó pero la señora entró de atrás. La
mandó de vuelta a la cocina y se quedó hablando con Alvarito, no supo de
qué.
Dos días más tarde, mientras ella lavaba los platos, Alvarito pasó por
la cocina a tomar agua, y al salir le hizo seña de que la siguiera. La
señora y Don Álvaro habían ido al pueblo en la camioneta, así que ella
lo siguió.
Cuando volvían, los viejos venían entrando por la portera. La señora le
dijo unas cuantas cosas, unas que ella no entendió realmente y otras que
fingió no entender. Don Alvaro se fue con Alvarito, serio como una
tranca.
Ahora era invierno y Alvarito había vuelto a la facultad hacía meses,
pero como nadie le había dicho nada al contrario, la prohibición
persistía. Por eso no nombró a la crucera.
Unos días atrás había sido la vaca pampa. Apareció muerta a unos pasos
de la manguera. Los peones la revisaron antes de cuerearla.
-Fue víbora, clavado-, opinó el capataz, y los otros estuvieron de
acuerdo. Entonces ella habló de la crucera, pero nadie le hizo mucho
caso.
Aquella mañana la vio de nuevo. Llevaba la ropa de cama para lavar en la
represa y oyó gritar a una rana. Se detuvo con el atado. La rana dejó de
gritar. La crucera pasó zigzagueando, lejos de ella pero bien visible, y
se perdió entre las piedras de la manguera, en el mismo sitio donde la
había encontrado la otra vez. Ella conocía bien el lugar, aunque nunca
había vuelto a acercarse después del primer susto. Era en la base, donde
las piedras estaban un poco desencajadas, a unos pasos de unos duraznos
silvestres que crecían por el lado de adentro de la cerca.
Pensó en decirle al capataz, para que la matara, pero de repente no
quiso; el bicho no se acercaría a la casa, la señora hacía poner
creolina en todas partes. Martina había oído decir que el olor de la
creolina mantenía alejada a las víboras.
Dejó en paz a la crucera, tenía otras cosas en que pensar. Cosas lindas.
Alvarito había llegado la noche anterior, en sus vacaciones de invierno.
Ella lo miró desde la cocina, mientras él cenaba en el comedor con los
padres. Alvarito con su acento montevideano y sus remeras con palabras
en inglés. Alvarito de championes y vaqueros, con los libros que llevaba
para estudiar y que nunca tocaba. Alvarito que era Alvarito para
diferenciarlo del viejo Álvaro, porque ya tenía sus buenos veinte años.
Alvarito llenando el universo de Martina.
Aquella mañana no lo había visto, no había salido para nada del cuarto,
estaría durmiendo. Los señores almorzaron solos. La señora probó apenas
la comida. Cuando trajinaba sin ser vista en la despensa, contigua al
comedor, oyó los sollozos de la señora.
-...la carrera cortada así, pobrecito, como pudo dejarse engañar...
-Cortada no-era la voz de Don Álvaro-.Va a trabajar y estudiar, como
tantos. Si hace falta se le ayuda, pero se va a responsabilizar de lo
que hizo.
-¡El único hijo, Álvaro! Un muchacho brillante, y por esa intrigante...
-¡Intrigante o no, si la puso en compromiso le va a cumplir!-el vozarrón
de Don Álvaro se elevó más de lo conveniente y bajó después frente al
siseo de advertencia de su mujer, para preguntar:
-¿Y cuál es, que no la ubico?...yo a las hijas de García Valles las
conozco todas, pero después crecen...uno las pierde de vista...
-Ya te dije, María Inés, la mayor. Va a la misma facultad que Alvarito,
empezó este año. ¡Una suelta!...pobre muchacho...
-Es mejor que pares con eso, Laura-el padre se había levantado, Martina
escuchó el ruido de la silla arrastrada y el paso duro de la bota.-Él
quiere casarse. No quiso ni oír hablar del otro arreglo.
Martina no supo cuanto tiempo se quedó allí, parada entre la fruta que
debía llevar de postre y que nadie le reclamó.
Lo cuidó hasta verlo salir del cuarto, lo siguió hasta el galpón.
-Hola, Alvarito.
Él estaba pálido. La besó distraídamente, en la mejilla, como antes,
como cuando ella solo era la criadita que ayudaba en la cocina. Martina
no demostró advertir la diferencia.
-Tengo una cosa para vos. Te la guardé hace tiempo.
-Después, Tina. Después la veo.
-¡Pero te va a gustar! Es una piedra mora
de las bien oscuras, con los
picos así de grandes.
Y exagerando con instintiva astucia el aniñamiento, le insistió:
-Dale, no seas malo, te la tengo guardada hace tiempazo...
Él se conmovió. Era una niña después de todo. Aún después de las visitas
al maizal.
-Bueno, vamos a ver...
Caminaron cuesta arriba, sin tocarse, ella con los ojos bajos, él como
pensando en otra cosa. Hasta la manguera de piedra.
-Allí en ese hueco te la escondí... ¿ves, donde las piedras están
flojas? Bien al fondo, para que nadie se la llevara.
Cuando lo vio agacharse y empezar a meter la mano, dio media vuelta y se
echó a correr cuesta abajo.
El grito largo, desgarrado, agónico, la alcanzó al pie del cerro, se
quedó colgado interminablemente en el aire.
Nota:
Piedra mora: es el nombre que dan los lugareños a la amatista.
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