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Ginebra
(Cuento feminista, fantástico, realista, y tragicómico)

Elaine Mendina Mendina
emendina@adinet.com.uy

Ginebra Lange siempre había tenido problemas con los hombres. Al menos desde que se percató de su existencia como criaturas diferentes, y eso fue en su último año del kindergarten.

Ahora tenía cuarenta y dos. Años, no hombres.

Con Ginebra había ocurrido algo poco usual-más bien, un montón de cosas poco usuales-. Pero entre las más infrecuentes, es que había sido una niña casi fea, una liceal bastante bonita, una mujer ya hecha de treinta realmente hermosa; y a la edad en que las mujeres empiezan a llorar el deterioro de sus encantos, Ginebra estaba en el pleno esplendor de su belleza. Era en esto semejante a los hombres, que suelen ir ganando interés con los años, añejándose como los buenos vinos en lugar de estropearse. No todos, claro.

Era de piel clara; tenía el pelo renegrido sin otras canas que un mechón plateado sobre la sien. Los ojos enormes y almendrados de un imposible color gris, y una de esas figuras que uno no puede creer cuando las ve en la pasarela: un metro setenta y cinco y cincuenta kilos; piernas de un largo increíble, cintura de avispa, pechos y caderas lo bastante visibles como para no ser considerada flaca.

El rostro tenía algo de oriental, con los pómulos largos y marcados. La piel había sido siempre de una limpidez inmaculada; las manos- sin que le dedicara más atenciones que el aseo y recorte de las uñas-, eran angelicales, y el arco blanco y perfecto de la dentadura podría servir de modelo a un cartel de odontólogo o cosa así. Una de esas mujeres que se levantan por las mañanas con el pelo hecho una maraña, una bata simple-no era muy exigente con su ropa-, y pantuflas que ya podían tirarse, y era igualmente bella.

Obviamente, su problema no era el de otras, cómo enamorar a un sujeto: más bien tenía que esforzarse, y cada vez más a medida que había ido madurando, en sacárselos de encima. Había recibido toda clase de propuestas, las más serias con ramo de flores y anillo en el estuche, y las más viles, según el hombre.

En cuanto a piropos, podría haber escrito un diccionario de tres tomos con los escuchados. Desde los más trillados y estúpidos, esos que dan ganas de decir “¡pero cuánta originalidad! Ahora ponga la cabeza en agua fría, no sea que empiece a humear”, hasta uno que otro-los menos, por supuesto- lo bastante ingeniosos y gentiles como para merecer una mirada y un “gracias”, dicho habitualmente con modesto continente y sin coquetería.

El que fuera así de larga y fina, y perfectamente modelada, no era porque viviera para cuidar de su físico, sino un don de la naturaleza; pero eso no significaba que no tuviera rayas: las tenía y muchas.

Ya había perdido la cuenta de las relaciones amorosas que había tenido hasta la fecha.

No era en modo alguno una mala muchacha; ni una devoradora de hombres, ni una destructora de hogares, ni nada que pudiera parecerse a una prostituta-jamás sacara el menor partido de sus vínculos-. Nunca hizo daño intencionalmente a nadie, aunque la crisis depresivas de más de un adolescente perdidamente enamorado de su maestra terminó por hacerla desistir de su profesión-era profesora de idiomas-. Y más de uno sospechó que el suicidio de un caballero ya de cierta edad y muy buen ver se debió al hecho de su ruptura con ella tras una relación seria de un año, que el hombre insistía en convertir en matrimonio.

Es que Ginebra, sin percibirlo, no quería en realidad a los hombres: lo que disfrutaba al máximo era el tiempo de conquista. Dar-negar, mostrar-esconder, esperanzar-desanimar, hasta que el infeliz fulano estaba enredado como en la telaraña de una viuda negra. Cosa que sucedía casi invariablemente, porque la mujer añadía al físico privilegiado una inteligencia aguda y rápida, un sentido del humor lleno de ingenio, una vasta cultura general, y modales de perfecta dama.

Sabía ser oportunamente risueña o seria, hablar con erudición o hacerse la tonta, tratar con ternura o con aspereza, según el hombre y la situación. Habría sido una perfecta cortesana, pero no era una cortesana: deseaba en realidad, deseaba más que nada, que alguno la atrapara definitivamente, que una relación no empezara a desgastarse en el acostumbramiento hasta dejar aquel vacío aburrido que, por honestidad precisamente, la llevaba a cortarla.

A veces pensaba que nunca había querido a ningún hombre, y tal vez era verdad. Sin embargo no había en ello una causa que lo justificara: una homosexualidad no asumida, una frigidez que no pudiera vencer. Era así porque así había sido hecha, pensaba la mujer con sincera amargura cuando terminaba de desechar a una pareja. Pero cuando no mucho más de dos o tres semanas más tarde, alguna presa apetecible caía en su campo de visión, la amazona afilaba sus flechas, la gata sacaba a relucir sus garras, y el ciclo recomenzaba.

Por dos veces había intentado el matrimonio como posible cura para su inconstancia: el primero, cuando la empujó la ingenuidad más que otra cosa, lo había contraído al cumplir los dieciocho, y cuando no era aún tan hermosa como en la actualidad. Duró dos años. El matrimonio, porque el entusiasmo no pasó de los primeros seis o siete meses. Cuando empezó a sentir que lo que fuera una relación al menos amigable, ya que no apasionada, se estaba convirtiendo en una seguidilla de peleas y reproches mutuos y llevaba camino de transformarse en odio recíproco, se levantó calladita una mañana y pidió el divorcio, sin causal justificado, por su sola voluntad.

Varios años después, ya próxima a los treinta, volvió a intentarlo y con verdadero entusiasmo: el elegido esta vez era un sujeto que parecía hecho a mano, tales eran sus cualidades. Casi veinte años mayor, corrido, con mucho mundo, hombre “con mostrador”, muy apuesto, de una inteligencia notable y vastos estudios que sus títulos avalaban, añadía a esto una saludable posición económica, modales de los que ya no se encuentran en los hombres de esta época, una cabeza abierta y liberal sin rastro de machismo, una conversación ingeniosa pero nunca pedante, y una salud de hierro.

Pero lo más atrayente- para ella-, fue la dificultad en conquistarlo. El sujeto no era presa fácil. Podía tener las damas que quisiera, y en más de una ocasión, siendo la relación completamente libre para ambos, salió con otras muchachas.

De hecho, estaba enamorado de Ginebra hasta las suelas de los zapatos. Pero era lo bastante inteligente como para no atosigarla con un exceso de atenciones sin dejar por ello de ser absolutamente cumplido; para aceptar con una sonrisa complaciente cada vez que ella se negaba a algún requerimiento suyo, y no agobiarla con llamados constantes y continuos juramentos de amor eterno. Ya había percibido que la palabra “eterno” era de las cosas que más asustaban a su pretendida.

Pasaba a veces un par de días- nunca más que eso- sin llamar ni dar noticias, y aunque le llevaba flores y cortesías, nunca la sepultó en una montaña de regalos. La escuchaba con sincero interés cuando ella hablaba de sus cosas, y no sólo no ponía un pero a sus proyectos, cualesquiera que fuesen, sino que la animaba a ellos, lo discutían juntos. Si alguna vez ella desistió de algo fue siguiendo su propio criterio.

Al parecer, la matrera había encontrado la horma de su zapato: un tipo tan dotado físicamente como ella, de su mismo nivel intelectual y cultural pero con más mundo, más viajado, de buena situación, impecable crianza, y encima, nada posesivo. No era real, se decía ella.

Se casó contenta y convencida.

Pero Ginebra ya debía saber que-sobre todo en materia de varones-, cuando la promesa es grande hasta el santo desconfía. Si es un santo inteligente.

A los tres meses de casados las ocasionales negativas de la esposa-ya fuera en el dormitorio o en la vida social- empezaron a producir en el marido largo silencios cada vez más ceñudos. Al mes siguiente, la falta absoluta de dotes domésticas de la mujer empezó a molestarlo, aunque dos criadas se encargaban de todo lo necesario; es que hecho por manos extrañas no es lo mismo, no hay muestra de cariño, pensaba primero, y luego, decía él.

Los dos eran buenas personas. Ninguno se tomaba el matrimonio a la ligera. Hicieron lo posible, desde terapia de pareja hasta tomar vacaciones al mismo tiempo pero en lugares diferentes, idea interesante.

Pero no hubo más remedio que aceptar que el hombre, por muchas cualidades que tenga, es hombre a la manera en que se hace a los hombres. Y lo que en el fondo desean es una mujer que hable lo menos posible,-salvo que él tenga algo que decir y espere una respuesta-, que zurza medias y cocine ravioles, -que nunca serán tan buenos como los de su mamá-, y que no se ponga delante del televisor si él está mirando el fútbol.

Claro que jamás se lo confesarían ni a si mismo, es más: muchos ni siquiera lo perciben. Hasta que se casan con una mujer transgresora. El componente de Homero Simpson presente inevitablemente en todo hombre apareció por fin, el verso prenupcial fue cambiado como ocurre siempre, y seis meses más tarde la pareja, amistosa y cordialmente, se divorciaba por común acuerdo.

Ella no obtuvo la menor ventaja económica, aunque él caballerosamente insistiera en pensionarla con generosidad. La mujer no aceptó, convencida, y tal vez con razón, de que no lo merecía. No tuvo hijos de ninguno de sus matrimonios, y eso a veces la entristecía y otras-más frecuentes-, agradecía al cielo el hecho.

Pero el caso es que volvió a estar sola, estado que le desagradaba, y ya tenía cierto recelo, no de lograr presas casaderas sino de no saber qué hacer con ellas después.

La verdad es que la culpa no fue toda del hombre, nunca es culpa de uno solo: ella, cuando lo tuvo comiendo de su mano, perdió paulatinamente el interés y la historia se acabó.

Ginebra tuvo que admitir que era incapaz de amar. Podía admirar, entusiasmarse, desear, sentir afinidades; pero aquella criatura que parecía perfecta exteriormente por alguna razón había nacido con una falla definitiva: llegaba a enamorarse, pero no podía amar.

Pero eso no significaba que no pudiera querer: Ginebra quería entrañablemente a un amigo de la infancia con el que se habían criado juntos. El muchacho, de su misma edad, era de los que la bella no habría mirado nunca con ojos de mujer; por ella, habría dado lo mismo que fuera gay, marciano, o hecho de plástico. Era inventor fracasado, porque inventaba cosas tan ingeniosas como inservibles: un aparato para calentar los pies que consistía en un tubo que se ponía en la nariz y boca del durmiente y del otro lado tenía una especie de bolsa que llevaba el aire caliente hasta abajo. El calor de la respiración entibiaba los pies. Además de molestar tanto al usuario que era preferible el frío. Sólo después de terminar su invento se acordó de que ya se habían inventado las bolsas de agua, las mantas eléctricas. Invento como ése le ocupaban todo el tiempo, salvo el que dedicaba a charlar con la amiga cada vez que ella lo buscaba.

Se llamaba Jesús, pero todos lo conocían como Giro Sintornillos. Vivía en una especie de galpón caótico, lleno de alambres, rueditas, tuercas, llaves, arandelas, que había que andar esquivando. Tenía una casa pequeña, tan desordenada y poco convencional como su taller, pero apenas la usaba para dormir y a veces ni eso, dormía al lado de algún invento terminado a medias por si se le ocurría otra idea durante el sueño.

Era un flaquito ligeramente bizco, bastante menos alto que Ginebra. Estaba calvo por delante, pero el círculo de cabello que aún tenía alrededor de la cabeza era muy largo, y lo ataba en una trenza ya gris. No por elección estética, sino porque no tenía tiempo ni ganas de peinarse y menos de ir al peluquero. Una nariz judía un poco torcida hacia la izquierda y una leve renguera consecuencia de cierto desdichado invento que se le cayera en el pie completaban la poco agraciada figura. Quería con todo su corazón a la amiga, pero nunca le había pasado por la cabeza enamorarse, ni de ella ni de nadie: estaba demasiado ocupado inventando inutilidades ingeniosas.

En una mañana de bajón, Ginebra fue a visitarlo.

Por supuesto lo encontró olvidado del mundo. Estaba creando un lavaplatos que además de lavar la vajilla la ordenara en el armario. Como el invento no estaba perfeccionado, ya no le quedaba ningún plato sano en la casa y hacía dos días que comía-cuando se acordaba de hacerlo-, en la tapa dada vuelta de una olla.

La amiga lo invitó a comer, y el inventor, que interrumpía lo que fuera por atenderla, aceptó y la siguió, luego de sacudirse las tuercas y alambres que tenía encima.

Ginebra le habló de sus penas. Él la escuchó en atento silencio, y al terminar el almuerzo le apretó cariñosamente un hombro: se le acababa de ocurrir la solución perfecta para la cosa.

Bastante sorprendida y en ocasiones un poco preocupada, ella pasó más de tres meses sin verlo; él no salía de su taller salvo en rápidas escapadas a buscar sabe dios qué materiales, pero lo veía en estas ocasiones y parecía feliz y pletórico de entusiasmo, así que se tranquilizaba.

Casi cuatro meses más tarde, Giro llamó a su puerta: parecía un niño que va a dar una sorpresa feliz a su mamá.

Sin hablarle nada, la llevó con él a su taller. Las expectativas de la mujer se cayeron al piso: no había nada nuevo en el caos creador de su amigo. Lo único que la sorprendió fue la presencia de un extraño sentado en una especie de banquito en el que solía sentarse Giro, que jamás recibía otra visita que la de Ginebra.

Miró con interés al desconocido: un hombre que andaría por los cuarenta y tantos, de piel aceitunada y aire agitanado en general, cuerpo largo y bien modelado, sin ese desagradable exceso de musculatura que, vaya a saber por qué, es el sueño de muchos varones, y unos ojos negros de esos frecuentes en la raza hindú, enormes, misteriosos. Unos discretos mechones grises destacaba sobre las sienes entre el cabello oscuro. Cuando se levantó para saludarla le gustó aún más: gentil pero no meloso, y una voz bronca y varonil que parecía arrancar de los talones pero que evidentemente no era impostada.

De todos modos se sintió decepcionada: ¿Un amigo para presentarle? Ella era perfectamente capaz de cazar sus propios hombres, el problema no era ese, y le sorprendía que su amigo no lo hubiera comprendido. Pero él empezó a explicarle mientras daba saltitos de entusiasmo alrededor de la mesa de trabajo y bizqueaba más que nunca los ojos, como solía hacer cuando estaba inspirado.

-Te presento a García-.

Ella estrechó la mano de García y se quedó esperando a ver qué pasaba. Giro leyó el desencanto en los ojos de la mujer, porque enseguida empezó a explicarle:

-Es perfecto para ti-, le dijo convencido. Y cuando ella se sonrojó ligeramente por el hecho de que hablara del hombre como si no estuviera presente, él se empezó a reír.

-No te preocupes, no se ofenderá. García es un robot. Mi obra maestra-.

Interesada, empezó a escucharlo: García tenía todas y cada una de las posibles funciones humanas, incluso, desde luego, las capacidades amatorias programadas en perfecto acuerdo con los gustos de Ginebra, que no tenía pelos en la lengua cuando charlaba con Giro. Sólo no podía engendrar, cosa que más bien era una ventaja. Su cerebro cibernético acumulaba seis idiomas, una verdadera biblioteca de literatura, historia, mitologías de todos lados, además del uso de las más diversas reglas de comportamiento, desde las maneras domésticas hasta los modales para una cena de gala. Lavaba platos y ropa sin sentirse héroe ni víctima, y no había siquiera que alimentarlo sino a batería. Estaba perfectamente balanceado en sus expresiones de cariño y cortesía-nada de más, nada de menos- y tenía una ventaja extra, la decisiva:

-Cuando te aburra, lo desconectás-.

Y le mostró un chip que podía ponerse y sacarse fácilmente.

Encantada, ella se llevó a García a su casa.

Fue un éxito total: hace ya quince años que Ginebra está felizmente casada.

Con Giro.

García-con algunas pequeñas reformas-, cuida de la casa, conduce el auto, sirve el desayuno, riega el césped, y como a ninguno le gustan los perros, ladra por las noches si se acerca algún extraño.

 

Elaine Mendina Mendina
emendina@adinet.com.uy

 

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