Ginebra Lange siempre había tenido
problemas con los hombres. Al menos desde que se percató de su
existencia como criaturas diferentes, y eso fue en su último año del
kindergarten.
Ahora tenía cuarenta y dos. Años, no hombres.
Con Ginebra había ocurrido algo poco usual-más bien, un montón de cosas
poco usuales-. Pero entre las más infrecuentes, es que había sido una
niña casi fea, una liceal bastante bonita, una mujer ya hecha de treinta
realmente hermosa; y a la edad en que las mujeres empiezan a llorar el
deterioro de sus encantos, Ginebra estaba en el pleno esplendor de su
belleza. Era en esto semejante a los hombres, que suelen ir ganando
interés con los años, añejándose como los buenos vinos en lugar de
estropearse. No todos, claro.
Era de piel clara; tenía el pelo renegrido sin otras canas que un mechón
plateado sobre la sien. Los ojos enormes y almendrados de un imposible
color gris, y una de esas figuras que uno no puede creer cuando las ve
en la pasarela: un metro setenta y cinco y cincuenta kilos; piernas de
un largo increíble, cintura de avispa, pechos y caderas lo bastante
visibles como para no ser considerada flaca.
El rostro tenía algo de oriental, con los pómulos largos y marcados. La
piel había sido siempre de una limpidez inmaculada; las manos- sin que
le dedicara más atenciones que el aseo y recorte de las uñas-, eran
angelicales, y el arco blanco y perfecto de la dentadura podría servir
de modelo a un cartel de odontólogo o cosa así. Una de esas mujeres que
se levantan por las mañanas con el pelo hecho una maraña, una bata
simple-no era muy exigente con su ropa-, y pantuflas que ya podían
tirarse, y era igualmente bella.
Obviamente, su problema no era el de otras, cómo enamorar a un sujeto:
más bien tenía que esforzarse, y cada vez más a medida que había ido
madurando, en sacárselos de encima. Había recibido toda clase de
propuestas, las más serias con ramo de flores y anillo en el estuche, y
las más viles, según el hombre.
En cuanto a piropos, podría haber escrito un diccionario de tres tomos
con los escuchados. Desde los más trillados y estúpidos, esos que dan
ganas de decir “¡pero cuánta originalidad! Ahora ponga la cabeza en agua
fría, no sea que empiece a humear”, hasta uno que otro-los menos, por
supuesto- lo bastante ingeniosos y gentiles como para merecer una mirada
y un “gracias”, dicho habitualmente con modesto continente y sin
coquetería.
El que fuera así de larga y fina, y perfectamente modelada, no era
porque viviera para cuidar de su físico, sino un don de la naturaleza;
pero eso no significaba que no tuviera rayas: las tenía y muchas.
Ya había perdido la cuenta de las relaciones amorosas que había tenido
hasta la fecha.
No era en modo alguno una mala muchacha; ni una devoradora de hombres,
ni una destructora de hogares, ni nada que pudiera parecerse a una
prostituta-jamás sacara el menor partido de sus vínculos-. Nunca hizo
daño intencionalmente a nadie, aunque la crisis depresivas de más de un
adolescente perdidamente enamorado de su maestra terminó por hacerla
desistir de su profesión-era profesora de idiomas-. Y más de uno
sospechó que el suicidio de un caballero ya de cierta edad y muy buen
ver se debió al hecho de su ruptura con ella tras una relación seria de
un año, que el hombre insistía en convertir en matrimonio.
Es que Ginebra, sin percibirlo, no quería en realidad a los hombres: lo
que disfrutaba al máximo era el tiempo de conquista. Dar-negar,
mostrar-esconder, esperanzar-desanimar, hasta que el infeliz fulano
estaba enredado como en la telaraña de una viuda negra. Cosa que sucedía
casi invariablemente, porque la mujer añadía al físico privilegiado una
inteligencia aguda y rápida, un sentido del humor lleno de ingenio, una
vasta cultura general, y modales de perfecta dama.
Sabía ser oportunamente risueña o seria, hablar con erudición o hacerse
la tonta, tratar con ternura o con aspereza, según el hombre y la
situación. Habría sido una perfecta cortesana, pero no era una
cortesana: deseaba en realidad, deseaba más que nada, que alguno la
atrapara definitivamente, que una relación no empezara a desgastarse en
el acostumbramiento hasta dejar aquel vacío aburrido que, por honestidad
precisamente, la llevaba a cortarla.
A veces pensaba que nunca había querido a ningún hombre, y tal vez era
verdad. Sin embargo no había en ello una causa que lo justificara: una
homosexualidad no asumida, una frigidez que no pudiera vencer. Era así
porque así había sido hecha, pensaba la mujer con sincera amargura
cuando terminaba de desechar a una pareja. Pero cuando no mucho más de
dos o tres semanas más tarde, alguna presa apetecible caía en su campo
de visión, la amazona afilaba sus flechas, la gata sacaba a relucir sus
garras, y el ciclo recomenzaba.
Por dos veces había intentado el matrimonio como posible cura para su
inconstancia: el primero, cuando la empujó la ingenuidad más que otra
cosa, lo había contraído al cumplir los dieciocho, y cuando no era aún
tan hermosa como en la actualidad. Duró dos años. El matrimonio, porque
el entusiasmo no pasó de los primeros seis o siete meses. Cuando empezó
a sentir que lo que fuera una relación al menos amigable, ya que no
apasionada, se estaba convirtiendo en una seguidilla de peleas y
reproches mutuos y llevaba camino de transformarse en odio recíproco, se
levantó calladita una mañana y pidió el divorcio, sin causal
justificado, por su sola voluntad.
Varios años después, ya próxima a los treinta, volvió a intentarlo y con
verdadero entusiasmo: el elegido esta vez era un sujeto que parecía
hecho a mano, tales eran sus cualidades. Casi veinte años mayor,
corrido, con mucho mundo, hombre “con mostrador”, muy apuesto, de una
inteligencia notable y vastos estudios que sus títulos avalaban, añadía
a esto una saludable posición económica, modales de los que ya no se
encuentran en los hombres de esta época, una cabeza abierta y liberal
sin rastro de machismo, una conversación ingeniosa pero nunca pedante, y
una salud de hierro.
Pero lo más atrayente- para ella-, fue la dificultad en conquistarlo. El
sujeto no era presa fácil. Podía tener las damas que quisiera, y en más
de una ocasión, siendo la relación completamente libre para ambos, salió
con otras muchachas.
De hecho, estaba enamorado de Ginebra hasta las suelas de los zapatos.
Pero era lo bastante inteligente como para no atosigarla con un exceso
de atenciones sin dejar por ello de ser absolutamente cumplido; para
aceptar con una sonrisa complaciente cada vez que ella se negaba a algún
requerimiento suyo, y no agobiarla con llamados constantes y continuos
juramentos de amor eterno. Ya había percibido que la palabra “eterno”
era de las cosas que más asustaban a su pretendida.
Pasaba a veces un par de días- nunca más que eso- sin llamar ni dar
noticias, y aunque le llevaba flores y cortesías, nunca la sepultó en
una montaña de regalos. La escuchaba con sincero interés cuando ella
hablaba de sus cosas, y no sólo no ponía un pero a sus proyectos,
cualesquiera que fuesen, sino que la animaba a ellos, lo discutían
juntos. Si alguna vez ella desistió de algo fue siguiendo su propio
criterio.
Al parecer, la matrera había encontrado la horma de su zapato: un tipo
tan dotado físicamente como ella, de su mismo nivel intelectual y
cultural pero con más mundo, más viajado, de buena situación, impecable
crianza, y encima, nada posesivo. No era real, se decía ella.
Se casó contenta y convencida.
Pero Ginebra ya debía saber que-sobre todo en materia de varones-,
cuando la promesa es grande hasta el santo desconfía. Si es un santo
inteligente.
A los tres meses de casados las ocasionales negativas de la esposa-ya
fuera en el dormitorio o en la vida social- empezaron a producir en el
marido largo silencios cada vez más ceñudos. Al mes siguiente, la falta
absoluta de dotes domésticas de la mujer empezó a molestarlo, aunque dos
criadas se encargaban de todo lo necesario; es que hecho por manos
extrañas no es lo mismo, no hay muestra de cariño, pensaba primero, y
luego, decía él.
Los dos eran buenas personas. Ninguno se tomaba el matrimonio a la
ligera. Hicieron lo posible, desde terapia de pareja hasta tomar
vacaciones al mismo tiempo pero en lugares diferentes, idea interesante.
Pero no hubo más remedio que aceptar que el hombre, por muchas
cualidades que tenga, es hombre a la manera en que se hace a los
hombres. Y lo que en el fondo desean es una mujer que hable lo menos
posible,-salvo que él tenga algo que decir y espere una respuesta-, que
zurza medias y cocine ravioles, -que nunca serán tan buenos como los de
su mamá-, y que no se ponga delante del televisor si él está mirando el
fútbol.
Claro que jamás se lo confesarían ni a si mismo, es más: muchos ni
siquiera lo perciben. Hasta que se casan con una mujer transgresora. El
componente de Homero Simpson presente inevitablemente en todo hombre
apareció por fin, el verso prenupcial fue cambiado como ocurre siempre,
y seis meses más tarde la pareja, amistosa y cordialmente, se divorciaba
por común acuerdo.
Ella no obtuvo la menor ventaja económica, aunque él caballerosamente
insistiera en pensionarla con generosidad. La mujer no aceptó,
convencida, y tal vez con razón, de que no lo merecía. No tuvo hijos de
ninguno de sus matrimonios, y eso a veces la entristecía y otras-más
frecuentes-, agradecía al cielo el hecho.
Pero el caso es que volvió a estar sola, estado que le desagradaba, y ya
tenía cierto recelo, no de lograr presas casaderas sino de no saber qué
hacer con ellas después.
La verdad es que la culpa no fue toda del hombre, nunca es culpa de uno
solo: ella, cuando lo tuvo comiendo de su mano, perdió paulatinamente el
interés y la historia se acabó.
Ginebra tuvo que admitir que era incapaz de amar. Podía admirar,
entusiasmarse, desear, sentir afinidades; pero aquella criatura que
parecía perfecta exteriormente por alguna razón había nacido con una
falla definitiva: llegaba a enamorarse, pero no podía amar.
Pero eso no significaba que no pudiera querer: Ginebra quería
entrañablemente a un amigo de la infancia con el que se habían criado
juntos. El muchacho, de su misma edad, era de los que la bella no habría
mirado nunca con ojos de mujer; por ella, habría dado lo mismo que fuera
gay, marciano, o hecho de plástico. Era inventor fracasado, porque
inventaba cosas tan ingeniosas como inservibles: un aparato para
calentar los pies que consistía en un tubo que se ponía en la nariz y
boca del durmiente y del otro lado tenía una especie de bolsa que
llevaba el aire caliente hasta abajo. El calor de la respiración
entibiaba los pies. Además de molestar tanto al usuario que era
preferible el frío. Sólo después de terminar su invento se acordó de que
ya se habían inventado las bolsas de agua, las mantas eléctricas.
Invento como ése le ocupaban todo el tiempo, salvo el que dedicaba a
charlar con la amiga cada vez que ella lo buscaba.
Se llamaba Jesús, pero todos lo conocían como Giro Sintornillos. Vivía
en una especie de galpón caótico, lleno de alambres, rueditas, tuercas,
llaves, arandelas, que había que andar esquivando. Tenía una casa
pequeña, tan desordenada y poco convencional como su taller, pero apenas
la usaba para dormir y a veces ni eso, dormía al lado de algún invento
terminado a medias por si se le ocurría otra idea durante el sueño.
Era un flaquito ligeramente bizco, bastante menos alto que Ginebra.
Estaba calvo por delante, pero el círculo de cabello que aún tenía
alrededor de la cabeza era muy largo, y lo ataba en una trenza ya gris.
No por elección estética, sino porque no tenía tiempo ni ganas de
peinarse y menos de ir al peluquero. Una nariz judía un poco torcida
hacia la izquierda y una leve renguera consecuencia de cierto desdichado
invento que se le cayera en el pie completaban la poco agraciada figura.
Quería con todo su corazón a la amiga, pero nunca le había pasado por la
cabeza enamorarse, ni de ella ni de nadie: estaba demasiado ocupado
inventando inutilidades ingeniosas.
En una mañana de bajón, Ginebra fue a visitarlo.
Por supuesto lo encontró olvidado del mundo. Estaba creando un
lavaplatos que además de lavar la vajilla la ordenara en el armario.
Como el invento no estaba perfeccionado, ya no le quedaba ningún plato
sano en la casa y hacía dos días que comía-cuando se acordaba de
hacerlo-, en la tapa dada vuelta de una olla.
La amiga lo invitó a comer, y el inventor, que interrumpía lo que fuera
por atenderla, aceptó y la siguió, luego de sacudirse las tuercas y
alambres que tenía encima.
Ginebra le habló de sus penas. Él la escuchó en atento silencio, y al
terminar el almuerzo le apretó cariñosamente un hombro: se le acababa de
ocurrir la solución perfecta para la cosa.
Bastante sorprendida y en ocasiones un poco preocupada, ella pasó más de
tres meses sin verlo; él no salía de su taller salvo en rápidas
escapadas a buscar sabe dios qué materiales, pero lo veía en estas
ocasiones y parecía feliz y pletórico de entusiasmo, así que se
tranquilizaba.
Casi cuatro meses más tarde, Giro llamó a su puerta: parecía un niño que
va a dar una sorpresa feliz a su mamá.
Sin hablarle nada, la llevó con él a su taller. Las expectativas de la
mujer se cayeron al piso: no había nada nuevo en el caos creador de su
amigo. Lo único que la sorprendió fue la presencia de un extraño sentado
en una especie de banquito en el que solía sentarse Giro, que jamás
recibía otra visita que la de Ginebra.
Miró con interés al desconocido: un hombre que andaría por los cuarenta
y tantos, de piel aceitunada y aire agitanado en general, cuerpo largo y
bien modelado, sin ese desagradable exceso de musculatura que, vaya a
saber por qué, es el sueño de muchos varones, y unos ojos negros de esos
frecuentes en la raza hindú, enormes, misteriosos. Unos discretos
mechones grises destacaba sobre las sienes entre el cabello oscuro.
Cuando se levantó para saludarla le gustó aún más: gentil pero no
meloso, y una voz bronca y varonil que parecía arrancar de los talones
pero que evidentemente no era impostada.
De todos modos se sintió decepcionada: ¿Un amigo para presentarle? Ella
era perfectamente capaz de cazar sus propios hombres, el problema no era
ese, y le sorprendía que su amigo no lo hubiera comprendido. Pero él
empezó a explicarle mientras daba saltitos de entusiasmo alrededor de la
mesa de trabajo y bizqueaba más que nunca los ojos, como solía hacer
cuando estaba inspirado.
-Te presento a García-.
Ella estrechó la mano de García y se quedó esperando a ver qué pasaba.
Giro leyó el desencanto en los ojos de la mujer, porque enseguida empezó
a explicarle:
-Es perfecto para ti-, le dijo convencido. Y cuando ella se sonrojó
ligeramente por el hecho de que hablara del hombre como si no estuviera
presente, él se empezó a reír.
-No te preocupes, no se ofenderá. García es un robot. Mi obra maestra-.
Interesada, empezó a escucharlo: García tenía todas y cada una de las
posibles funciones humanas, incluso, desde luego, las capacidades
amatorias programadas en perfecto acuerdo con los gustos de Ginebra, que
no tenía pelos en la lengua cuando charlaba con Giro. Sólo no podía
engendrar, cosa que más bien era una ventaja. Su cerebro cibernético
acumulaba seis idiomas, una verdadera biblioteca de literatura,
historia, mitologías de todos lados, además del uso de las más diversas
reglas de comportamiento, desde las maneras domésticas hasta los modales
para una cena de gala. Lavaba platos y ropa sin sentirse héroe ni
víctima, y no había siquiera que alimentarlo sino a batería. Estaba
perfectamente balanceado en sus expresiones de cariño y cortesía-nada de
más, nada de menos- y tenía una ventaja extra, la decisiva:
-Cuando te aburra, lo desconectás-.
Y le mostró un chip que podía ponerse y sacarse fácilmente.
Encantada, ella se llevó a García a su casa.
Fue un éxito total: hace ya quince años que Ginebra está felizmente
casada.
Con Giro.
García-con algunas pequeñas reformas-, cuida de la casa, conduce el
auto, sirve el desayuno, riega el césped, y como a ninguno le gustan los
perros, ladra por las noches si se acerca algún extraño. |