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El cielo y el infierno de Marina Indarte

Elaine Mendina Mendina
emendina@adinet.com.uy

No reconocí la voz. Hacía ya un tiempo que no la oía, y solo la había escuchado en un apresurado saludo por los pasillos de la facultad, o en el sonsonete un poco monótono de profesor ya cansado dictando clases. Nunca fui su alumna, pero a veces anochecía en los pasillos oyéndolo desde fuera.

Sin embargo la dirección era inconfundible, y dio su nombre y ocupación, condiciones de vida, los datos que generalmente se dan cuando se pide doméstica: "Profesor Jorge Torrealba. Para ordenar la casa y atender la cocina. No, no tengo niños. La ropa grande se lava afuera. El horario lo convendríamos..."

Luego, el sueldo ofrecido, el teléfono. Reiteró la dirección. No me quedaron dudas de que fuese él.

Atendí de inmediato otro llamado que esperaba en línea, fingí ordenar papeles y fichas, y finalmente cuando llevé los pedidos a la encargada, me las había arreglado para escamotear el de Torrealba sin alterar el orden de los ficheros. Metí las hojas entre mis cosas y me la llevé a casa.

El martes pedí libre en la agencia y a las nueve en punto, sin un solo gesto que traicionara mi terror, llamaba al portero eléctrico. El edificio no estaba mal, aunque quedaba por las lomas del diablo, en dirección al aeropuerto, pasando el Euskalerría. Llevaba el nombre y las referencias de la persona de cuya ficha me apropiara: Marina Indarte. Me pregunté quién diablos sería. Tenía referencias de dos empleos anteriores. Cuando subía en el ascensor me concentré en un leve desconchado de la pared para no pensar.

Me recibió en vaqueros y camiseta. Pareció un poco cohibido, se echó rápidamente un abrigo ligero encima y me hizo pasar con modales algo incoherentes. Tenía un vaso de whisky en la mano. No dio la menor señal de haberme visto antes, pero eso no me sorprendió del todo. Hojeó apenas mis referencias.

No podría decir, aunque me mataran, de qué hablamos. Solo recuerdo que cuando me llamó "Señorita Indarte" mostré sorpresa, y creí que sospecharía el engaño, pero siguió hablando: que con los papeles no interviniera, él arreglaba personalmente su escritorio; las sábanas, cambiarlas día por medio...No sé más. Salí de allí veinte minutos más tarde, casi en colapso, contratada para comenzar el lunes siguiente.

No sé muy bien por qué lo hice. Cuando se me presentó la ocasión, creo que la vi como la única oportunidad de empezar la vida. Porque yo no tenía vida, salvo que pueda llamarse así al movimiento mecánico de despertar-desayunar-trabajar con almuerzo en el medio-volver a casa. Y, a veces, dormir. A veces. Otras, amanecer frente al televisor que no miraba o con un libro que no leía, reviviendo, reconstruyendo a aquel hombre, dándole consistencia con cada gesto recordado, con cada palabra y cada inflexión de voz, con cada cosa que de él sabía. Cosas que atesoraba con amor de coleccionista fanático: divorciado de muchos años, padre de cuatro hijos adultos, tres mujeres y un chico, el más joven. Alcohólico también de muchos años, profesor bienquerido de sus alumnos en la facultad, columnista brillante en varios periódicos y revistas, crítico respetado de literatura. Don Juan impenitente a pesar de cierta desdichada historia que terminara en un intento de suicidio a causa de una dama casada, hacía ya varios años.

Como se construye un rompecabezas, con el paciente y obsesionado amor de un escultor por su obra prima, yo lo construía con los retacitos de su vida que poseía, para tenerle un poco conmigo cada una de mis noches amargas. Tenía todos sus libros, fotografías suyas tomadas en los eventos culturales a los que asistía solo por verlo, sus artículos de diario recortados y encarpetados cuidadosamente. A todas partes me acompañaba su figura envejecida y bondadosa, su absurda melena larga y desaliñada que ya rozaba los hombros y empezaba a ralear por delante, sus bellas manos largas, el gesto habitual de calzar y sacarse los lentes mientras hablaba. Hasta había guardado una hojita de agenda donde estaban escritos nombres de algunos libros recomendados y dos o tres datos más sin importancia, de su puño y letra...aunque no lo había anotado para mí, sino para una compañera mía. Era enfermizo aquello y me daba cuenta, pero no conseguía vencerlo.

Cierto que a veces intentaba sinceramente terminar aquella locura. Salí con varios hombres: un antiguo compañero de facultad, otro cierto galancito callejero y ordinario al que di filo por puro tedio –o desesperación-; el encargado de sección de mi oficina, que me hizo pensar, cuando me invitó, "¡ese viejo...!" y enseguida recordé que Torrealba era por lo menos diez años más viejo que él.

La única memoria que guardo de esas citas son mi café enfriándose en la taza, mi intento de poner una expresión facial acorde a la charla que en realidad no oía y de la que sólo participaba con monosílabos. Alguna vez, un cuerpo junto al mío que no despertaba nada en mí y me dejaba solo un regusto casi de asco. Y siempre, todas las veces, la figura encanecida y dulce del profesor terminando por ocupar el lugar del hombre que tenía delante, y que invariablemente me devolvía a mi casa para no invitarme nunca más.

Entonces, aquel pedido de servicio doméstico; me acordé de Lord Byron, "El matrimonio es al amor lo que el vinagre al vino". Claro que aquello no sería un matrimonio, pero mejor aún: tendría de éste todo el tedio de la domesticidad, y ninguna de sus compensaciones. Porque yo no abrigaba la menor esperanza de seducir a Torrealba.

Por lo que sabía, el hombre no era excesivamente selectivo: más bien, no dejaba títere con cabeza. Pero justamente la mía no parecía ofrecerle el menor interés.

Yo quería apenas sorprender aquellas aristas suyas que lo desacralizaran, esas cuya existencia uno no ignora pero no puede ver. Quería verle recién levantado, con la cara abotargada de sueño y resaca, oírle toser y hacer ruidos bochornosos en el baño, ver como ensuciaba calzoncillos y medias igual que cualquier hijo de vecino. Soñaba con pescarle usando desagradablemente un mondadientes, poniendo los pies sobre el escritorio, cabeceando dormido sobre el diario –tal vez con un hilillo de saliva en las comisuras-, roncando. Verle rascarse las partes vergonzantes, enojarse por pequeñeces, sorber con ruido la sopa, ser malcriado y cascarrabias. Sorprender su humana miseria igual a la de todos, bajarle de cualquier modo del pedestal al que se había subido sin quererlo él ni yo, y desde el que dominaba dolorosamente mi vida entera.

Dios, fue peor la enmienda que el soneto.

Trabajé exactamente un mes. Le veía poco y nada y apenas hablábamos. Pero conocí sus alpargatas y sus tazas, el presupuesto de su cocina, la irregularidad de sus horarios. Me aterré de la velocidad con que bajaban sus botellas de licor. Y a veces, en su ausencia, cosí algún botón de su camisa, me senté a la orilla de su cama para zurcirle las medias, acaricié al guardarlas aquellas imposibles corbatas suyas que parecían regaladas por un enemigo. Hasta llegué-él era quien bebía y yo la que entraba en delirium tremens-, a recostarme en sus sábanas antes de tenderlas, buscando un rastro de su calor nocturno, a hundir la cara en la humedad de la toalla en que se había secado, a llevarme a la boca el vaso en el que había bebido. Amé su amabilidad distraída –si algún me presentase a trabajar vestida con una hoja de parra él no lo hubiera notado- , su saludo apurado sin siquiera mirarme. Y lloré de amor, de desesperado y compasivo amor, el día que le vi por la puerta entreabierta tratando de insertar su llave en la cerradura del departamento vecino, borracho como una cuba. Estaba tan enferma como él. No teníamos remedio.

Entonces lo hice. Desde días atrás llevaba conmigo cápsulas de un sedante que me recetaron y nunca usé. Quizás no hubiera sido necesario después de todo, el maldito bebía como un cosaco. De todos modos puse dos en su vaso. Bostezó varias veces entre sus papeles, se fue al cuarto y lo cerró. Un buen rato más tarde abrí la puerta despacio. Dormía vestido; el brazo colgando inerte hasta el piso me dio la seguridad de que su sueño era profundo.

Me resultó trabajoso desnudarlo. Era un hombre corpulento, y yo una mujer pequeña. No conseguí quitarle la camisa, así que traje unas tijeras y corté la tela donde hizo falta. Fue raro que pudiera deslizar el pantalón por debajo de sus nalgas; creo que me ayudó con un movimiento involuntario, pero no podría jurarlo. Cuando estuvo sin camisa y con los pantalones a la altura de los tobillos, puse llave a la puerta de calle y empecé mi largamente postergada consumación.

Lo descalcé rápidamente, le quité los pantalones, los tiré al suelo. Dejé el calzoncillo. Eso sería después, mucho después. Tenía tanto que hacer. Me desvestí, tomé una ducha, volví a su lado y me quedé mirándolo. Era largo y fuerte, aún hermoso a pesar de los cincuenta y tantos y del envejecimiento precoz de un alcoholismo antiguo y crónico. El largo cabello blanco se desordenaba sobre la almohada. Como un niño entre los dulces, de pronto no supe por dónde empezar. De chica siempre quise saber cómo se habrían sentido Hansel y Gretel frente a la casita de chocolate. Ahora lo sabía.

Le acaricié levemente la cara, repasé con la yema de los dedos el filo aguileño de la nariz, la piel algo flácida de los pómulos. Casi me sonreí al darme cuenta de que no conocía su boca, escondida tras el matorral de bigotes blancos. Los separé suavemente con los dedos, toqué los labios. Eran finos, y estaban ligeramente amoratados. Los besé muy despacio, y luego con más y más fuerza, hasta que mi respiración se puso tan agitada que tuve que parar. Se removió, murmuró algo incomprensible. Conté, repasándolos con la lengua, cada pliegue del cuello, las curvas de la oreja. Me entretuve largo rato en su pelo, lo peiné dulcemente, lo volví a desordenar; hundí la cara en él aspirando su olor impreciso hasta quedarme sin aire. Rocé los párpados cerrados. Al hacerlo, el dolor que latía debajo de aquella felicidad absurda asomó a la superficie, tiñéndolo todo. Él no abriría los ojos, no sabría que yo estaba allí.

Fue esa misma impotencia, la desesperante incapacidad de asirle el alma, lo que me afirmó en una determinación cruel, deliberada y última. De acuerdo, Jorge. Sólo tu cuerpo. No puedo apoderarme de otra cosa por la fuerza. Pero al menos eso lo voy a tener, larga, demorada, malignamente. Me lo voy a comer, profesor, como un animal de presa. Me comeré cada trocito de su carne.

Me asaltó la idea de que aquello era una violación, después pensé que las mujeres no pueden violar, y concluí en que me importaba un rábano. Centímetro a centímetro, fui explorando su desconocida geografía. El pecho era musculoso, con una ligera línea de vello plateado al centro y muchos lunarcitos esparcidos por el torso. Bajo la tetilla izquierda había uno más grande, saliente. Lo humedecí con la lengua. Descendí. La carne se aflojaba un poco en el vientre. Mordí despacio, presionando con los dientes sin lastimar, lo recorrí con los labios. Encontré el hueco del ombligo y me detuve a jugar allí. Tenía felpas azules del toallón; las retiré con la lengua. Sobre el costado derecho descubrí una señal perfectamente circular, que me tuvo un momento perpleja. Entonces recordé. La cicatriz de bala, la bala que se metió por otra, por alguna infeliz estúpida que no supo apreciar su buena estrella. Besé tantas veces la señal como si quisiera borrarla, pero por supuesto siguió allí. Y las huellas de la otra también seguirían allí. Yo no borraría nada, yo no existía. Estaba tan ausente de aquel sueño alcohólico y sedado como lo estaba de sus pensamientos concientes. Como lo estaba de su vida. Me puse a llorar. Descontrolada de dolor y fiebre, recorrí las largas piernas todavía musculosas. Tenía la piel de las pantorrillas ligeramente oscurecidas, y venas muy saliente; recordé haberle oído mencionar problemas circulatorios. Acaricié las rodillas, los tobillos. Llegué a los pies. Eran hermosos, blancos, bien modelados, con las uñas del pulgar excesivamente largas. Mordisqueé los pulgares, como un gato jugando peiné con la lengua los minúsculos mechoncitos de vello sobre cada dedo. Me introduje en los espacios interdigitales, recorrí las plantas y los empeines con la boca ardiendo, y emprendí el camino hacia arriba. Cuando me hundí entre sus muslos él suspiró y ronroneó algo. Había placer en su suspiro. Gocé hasta el último eco del murmullo, y cuando ya no hubo sonido, proseguí mi afiebrada exploración del paraíso invadido. Retiré el calzoncillo. Una masculinidad semidormida pero bien dotada se presentó frente a mis ojos. Este no es, ni de lejos, mi primer hombre, pero me doy cuenta de que nunca me detuve a mirar de verdad a ninguno. Nunca había percibido que en un pene semidormido puede haber la misma desamparada ternura que en la cara bienamada cuando despierta por las mañanas. Yo jamás lo vería despertar por las mañanas. Así que tomé lo que tenía, aquella ciega respuesta del cuerpo a un estímulo sin nombre y sin rostro.

Lloraba sin poder evitarlo mientras lo montaba, mientras me apoderaba de él. Porque no era de él. Era su piel apenas, su reacción mecánica, su carne siguiéndome como a un lazarillo sin saber quién era yo. Estaba sola. Sola cabalgaba la amplitud de su vientre, sola recorría los adorados vericuetos de sus ingles. Yo sola, descendía sus oquedades, me anidaba en las tibias cuevas gemelas de sus axilas, entraba a sus valles más íntimos, trepaba beso a beso sus promontorios. Él no estaba allí, nunca estaría. Mojándolo con la humedad de mi lengua y de mis lágrimas, exploré la cara interna del pubis. Nunca había sabido si un hombre canoso tiene también blanco el vello de los genitales. No, no los tiene. Era oscuro y encrespado. Acaricié con dedos como mariposas su dormida virilidad, tomé en el hueco de mis manos sus testículos como a pichones sin emplumar, eso me parecieron. Su criatura se irguió levemente y mi boca se apoderó de ella con infinito cuidado.

Está bien, mi amor. Solo tu cuerpo. Pero es mío, y si no me lo das, te lo quito.

El chorro de semen me golpeó la cara como una protesta. Habría sido menos sorprendente verle sacar de pronto un ramo de flores de bajo la almohada y pedirme en casamiento, que aquello. No me había dado cuenta que su cuerpo me seguía el juego hasta ese punto. Me erguí y lo miré. ¡Sería posible...!

Pero no. Tenía los ojos cerrados. No estaba, no estaba allí. Ciega de dolor, de amor, de rabia impotente, salté al piso y atravesé el pasillo hasta la cocina. Dejé abiertas todas las hornallas de gas. Mi bolso estaba aún sobre la mesada. Tragué sin agua varias cápsulas y regresé, dejando el dormitorio abierto. Me acosté a su lado y mientras nos arropaba a los dos con la sábana, se lo empecé a explicar, despacito, al oído.

-Fue culpa tuya, amor mío, de nadie más que tuya. ¿Por qué tenías que hacerte querer así? Dejaste crecer el fuego, no hiciste nada...Ya ves, amor, ahora te consume a vos también. No ves, amor, ya no queda nada por quemar en mí, ya no hay más sangre ni más vida para calcinar, no más lágrimas para atemperar el dolor y la humillación, lloré las últimas ahora, sobre tu sueño, sobre tus ojos cerrados, y el fuego sigue...Cómo no te diste cuenta, amor mío, tan inteligente y tan mayor, tan Don Juan y tan hombre de mundo, cómo no pudiste prever que pasaría...

Ya se siente el olor nauseabundo del gas, pero ya empieza también el mareo de las cápsulas. Me aprieto contra él, me hago rodear por sus brazos inertes. No quiero irme sola. Tengo miedo, tengo frío, papacito. Quiero irme agarrada a vos, escondida en tu falda, entibiada en tu calor. Te vas conmigo. No te dejo para otra. Te vas conmigo. Vámonos, amor mío. No voy a dejarte, desgraciado bastardo hijo de puta, alma mía, mi amor.

 

Elaine Mendina Mendina
emendina@adinet.com.uy

 

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