Serapio me contó esta historia frente a testigos, en ronda de fogón bajo
una garúa de vino, suave pero constante,a orillas del rió Queguay Chico.
Me juró por su honor, por la amistad y por el mismísimo elixir pagano
dedicado al dios Baco, que esta semblanza popular de tierra adentro es
patrimonio cultural de su familia.
Éranse dos compadres con hijos bautizados y apadrinados en forma
cruzada, a quienes una de las tantas revoluciones que poco y mal se
enseñan en este país, coloca en bandos opuestos por cuestión de divisas,
ya que no de intereses propios.
Ambos eran gentes sencillas, ora peones, ora contrabandistas, ora
matreros perseguidos, dependiendo del color de la justicia vigente.
Pero ante todo eran compadres y amigos.
Atrapados que se vieron en medio de una de aquellas degollinas
democráticas donde no se discriminaba a naides, intentan frenéticamente
mantenerse alejados el uno del otro.
Finalizada la escaramuza, uno, trota al lado del jefe victorioso.
Pasan revista a vencidos y vencedores.
Enardecido por las cuantiosas bajas sufridas, el caudillo ordena el
inmediato pase a degüelle de los vencidos.
Estos yacen boca abajo con las manos atadas a la espalda, resignados a
la suerte del perdedor.
Uno, a voz en cuello, solicita la bolada y al serle concedida la gracia
se apea del zaino y arranca a ejecutar por la punta izquierda.
Otro, boca abajo, espera en silencio, sin lamentos ni rezos.
Al llegarle el turno y encontrarse cara a cara con el verdugo, su fiera
expresión de dignidad y rebeldía sé troca en espantoso asombro..
Sin mediar palabra alguna, uno, el verdugo, le corta al otro la garganta
de un solo y certero tajo.
Limpio.
Otro siente brotar su sangre, y se deja ir en su doble condición de
moribundo y traicionado.
“El muy hijueputas me cortó con el lomo”, me cuenta Serapio que le contó
su bisabuelo, entre caña brasilera, mate amargo y tortas fritas, una
animadísima tarde de domingo en la que el pueblo soberano elegía
presidente, senadores y diputados.
Serapio lo recuerda de eterno pañuelo blanco al cuello. Bastaban dos
cañas para que lo desanudara y mostrara con orgullo a todo aquel que se
animara a ver, el regalo más grande que le hubo hecho su compadre.
Campos del Queguay Chico, principios del siglo 20
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