Mauricio se despide con una cosa atragantada acá.
No hay beso, abrazo ni palmadita en el hombro.
Sólo palabras graves.
De pie, cabeza gacha, recibe las últimas recomendaciones por parte de su
señor padre.
-”Debería estar agradecido como sus otros hermanos de que lo reciban en
la estancia. Sabe que la cosa es brava y no alcanza pa´ todos. Además...
le va ´ venir bien andar lejos de las polleras de su mamá, pa´ ver si se
hace hombre de una buena vez. Y por ahí quién le diga hasta capaz le
quitan lo retobao”-.
Mauricio de diez hermanos es el número seis, y no le entra en la cabeza
como habiendo tanto campo y tanto bicho en la vuelta por más ajenos que
sean, haya que pasársela a maíz, moñato y mate cocido.
Tiene nueve años y se levanta oficialmente a las cuatro de la madrugada
para ir a buscar las vacas.
Pata al suelo en pleno julio, con una escarcha gruesa como un dedo, va
de alpargatas en los bolsillos cosa de no estropearlas.
En realidad el muy pillo se levanta a las tres, para en complicidad con
un viejo peón que lo ha adoptado, sustraer y saborear jugosos churrascos
de la cocina del patrón.
Él “carnea” y el viejo asa.
-¡A la salú del ogro platudo, y por el retobao chico!- brindan los
audaces abigeos.
Retobao sí, pero de vuelo corto como la perdiz, corrige la vida.
Y cual castigo divino y merecido por ladrón, le cae una hidatidosis de
hígado, que los despachará, solitos a él y su alma a un hospital.
Las múltiples vesículas hidàticas que padece, guiarán a su madre por
entre el intrincado bosque capitalino hasta hallarlo tiempo después,
adoptado esta vez por “el PADRE DE LOS POBRES”.
Allí, abrazándola fuertemente como a un rencor, pedirá perdón por los
churrascos mal habidos y se confesará: - no ha pasado una noche sin que
la llore bajito Mama, tapado por la almohada pa´ no molestar- a pesar de
ser ya un hombre de nueve años con bruto tajo en la panza.
Novena sección de Lavalleja, década del 30
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