A pesar de contar con un ilustre y difícil de pronunciar apellido
gringo, al papá de Hansel y Gretel no le pagan un peso de más por el
metro de leña arrancada a los montes en interminables jornadas de luna a
luna.
Conoce mejor el vasto monte indígena que su ranchito de dos piezas.
La mamá en tanto, reparte su tiempo entre la crianza de la numerosa
prole y el lavado para afuera.
No hay con que darle a la diaria manutención de esas panzas insondables
que chiflan todo el tiempo.
Y como manera de agrandar los ingresos no hubiere, la familia achicarse
debiere.
A los más pequeños los dan.
A Hansel y Gretel ya mayorcitos, a falta de un bosque desconocido y
terrible donde perderlos, los embarcan en un tren.
“Deme dos hasta donde alcance”-solicita el padre en la estación.
Gretel sin moverse siquiera una vez de su asiento logrará arribar a-
“Central la próoossssimaaaaa”-.
De ahí en más la vida le deparará un orfanato estatal, empleo, un
matrimonio decoroso sin hijos, y una tristísima aversión por los trenes.
De Hansel no sabrá nunca más, a partir del mismo momento en que le diera
licencia para ir al baño.
Pero quién sabe... .
Ella no pierde las esperanzas.
Quién le diga que un día cualquiera, en la calle o en el almacén, se
tope con un rechoncho señor desconocido que la apriete en un largo y
efusivo abrazo.
Porque las brujas malvadas terminan siempre en la hoguera. ¿O no?
Hansel tenía siete años y Gretel diez.
Rivera—Montevideo, década del 30.
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