Isolina tumbada boca arriba conversa calladamente con su cómplice la
luna, mientras el agua fresca de la cañada cala su espalda cual
bendición.
Pero su vestido hecho de bolsa de azúcar niégase tercamente a despegarse
de su espalda lacerada.
Un séquito lastimero de ranas y grillos vistosamente entrajados en
plata, le hacen el aguante.
Observan y esperan ocultos entre los camalotes por el milagro de la
medianoche.
-Esta vez si que se le fue la mano al patroncito, ¿eh lunita?- suspira
Isolina, los ojos abrillantados y fijos en su hada madrina. Cuenta
entonces como la maldita serpiente de lonja, restallando en el aire,
había ido en busca de su cara. Los primeros feroces mordiscos de fuego
le rajaron la palma de la mano y le partieron el labio superior
intentando atajarla. Después ella resignada le dio la espalda que
aguanta más.
-No me pude escapar lunita pa´l monte - se lamenta.
La ira del señor la arrinconó y hasta que la mano no se le aburrió no
paró de castigarle el lomo. Isolina no sabe quienes fueron sus padres le
cuenta, ni como vino a dar a las casas, ni quien la dio. A ella le gusta
soñar con que es la hija perdida de un estanciero que un buen día
aparecerá en la tranquera golpeando las manos, montado en un hermoso
tordillo con aperos en oro y plata y la llevará con él. Lo cierto es que
le toca pagarse la casa y la comida ayudando en todas las tareas
domésticas y cuidando al bebé. Por las noches se acuesta a los pies de
la cama de los señores, en el suelo sobre un montón de trapos. Su tarea
nocturna consiste en evitar que el bebé llore y altere el sacrosanto
descanso de los papás. El pequeño duerme en una primorosa cunita que
algún inteligente ha colgado de uno de los robustos maderos que
atraviesan el techo, por si las víboras, por si las ratas, por si las
arañas. Isolina no tiene más de seis años, pero ya su ingenio artero le
ha permitido agenciarse, en secreto, de una piola que ata a la cuna
toditas las noches, y que toditas las madrugadas desata. Haragana como
pocas, puede así mecer al bebé sin tener que levantarse ni destaparse.
Desgraciadamente se quedó dormida otra vez en el trabajo y el señorito
la denunció berreando a gusto, hasta que el rebenque fue más rápido que
la piola.
El frescor del agua corriente mitiga el ardor y el milagro por fin se
produce. Su vestido consiente en ir despegándose despacito de su pellejo
en carne viva. Tirándole un beso a su hada madrina a modo de despedida
remata:
- No importa lunita, es pa' que aprenda, y unque me dejen mañana una
semana sin comer, seguro viá tener vestido nuevo.
Tacuarembó 1920
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