A Celia, seis años recién cumplidos, la mandan diariamente a buscar la
leche al expendio municipal.
Para ello debe tan solo/a caminar unas pocas cuadras por la obrera y
combativa barriada del Cerro.
Es guapa, pero igual tiene miedo, porque a esa hora tan temprana hasta
los frigoríficos aún duermen, al igual que las personas grandes de su
casa.
Las calles están vacías y lo que se ven son solamente caballos flacos y
perros sueltos que parecen lobos.
Su hogar consiste en una pieza de tres por tres donde viven como piojo
en costura, según dicen por ahí, por lo que su mamá y su futuro papá
deben mudarse donde una futura tía.
Por desgracia, el futuro primo odia a Celia de antemano, y no perderá
oportunidad para hostigarla y castigarla.
Ahora tiene ya siete años.
Para protegerla de tal desamor filial, será reenviada periódicamente a
la piojera, a la muchedumbre de tíos maternos, quienes siempre recibirán
jubilosos y solidarios a la sobrinita mayor.
Cuando Celia extraña a la mamá, los tíos la colocan en el tranvía.
Le piden al motorman que la baje en Grecia y Carlos María Ramírez, desde
donde se allegará a campo traviesa hasta las proximidades del cuartel de
La Paloma.
Para defenderse de los perros-lobos sus tíos le han fabricado una honda
con goma doble de cámara de bicicleta.
Contra leñadores abusivos podrá usar un grueso cable trenzado de cobre,
a modo de cachiporra, de no más de medio metro de largo,(separado
especialmente del requeche metálico destinado a las guerras de la vieja
Europa recogido en las canteras de La Teja)que le ha dado su flamante
papá.
Y un consejo:
morder con hambre, rajar como de la policía y si cuadra patada a los
güevos. El bosque es el bosque. Siempre ha sido así.
A Celia no le importa ser nómada.
No ve nada malo en que la manden al comedor público, van tantos
niños.... .
O en que no vaya a la escuela todavía, a pesar de haber cumplido los
nueve; alguien tiene que hacerse cargo de los hermanos menores, que ya
son cuatro y para eso ella es la mayor.
Pero lo que realmente odia y le duele literalmente, es que la peinen
para mandarla a pedir fiado y mentir su bonita sonrisa.
De ahí que un buen día, tartamuda y de cachetes colorados, con la
libreta del almacén hecha un rollito en una mano y cien gramos de yerba
en la otra, descubre y se jura, sobre su temprana vergüenza, que sus
hijos jamás pedirán fiado, o tendrán miedo a los perros-lobos.
Nunca.
Aunque tenga que yirar.
Montevideo 1940.
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