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María entre tinieblas
Alberto Mediza

 
 

Como un cangrejo que baja por la vida, yo

registro las huellas de tu nombre.

 

Nuevamente,

como culpable de un delito

ejerzo este oficio

de tragalaberintos sin salida.

Ya te he dicho, María, que tristes son las herramientas

del recuerdo: una luz enferma en que deambulan

besos, palabras, gestos que un día extraje

violentamente de tu cuerpo.

 

          Retazos de memoria, olvidos, mordeduras

lloran sobre la inmensidad de mi cabeza, preguntan

por tus piernas, extrañan los ardores de tu piel,

la geografía del amor que juntos descubrimos,

para luego saber

            que detrás de la carne no se hallaba

                     nada que fuera perdurable.

 

Por entonces el sol

calentaba los días con un fuego distinto.

La casa era un lugar donde el reposo siempre

                                                                  escondía

              una caricia.

Los árboles aliento que poblaban el aire

con un idioma extraño

               como de suaves lenguas,

y el pan de harina fresca y las manos buscando

                a lo largo y a lo ancho

                 la tierna consistencia de tus senos.

 

También el cielo incorporando su realidad hecha de espacio,

su inmensidad hecha de miedo,

su todo estar sobre los hombres, su todo andar

sobre las bestias,

bajaba a descansar junto a las horas,

cuando tu remontabas palomas de tristeza,

y contabas historias y emprendías

                    viajes imaginarios

                    hacia el país de la felicidad completa.

La habitación entonces era un enorme barco

                    remontado en el tiempo,

y en él se hallaban

—además de tu vientre y de mis huesos—

un cuadro de Van Gogh

                      con sus cipreses alucinados,

                    soles desesperados y furiosas tormentas.

Los floreros vacíos, los libros de Vallejo.

Pero pronto, María,

                     muy pronto,

                    tuvimos que descender sobre la tierra,

volver a tu silencio,

                      golpear en los metales

                    que se volvieron puertas.

 

Yo aferré tu sexo a mi cintura, tus mapas imposibles,

los hijos que no fueron

—los que quedaron mudos en tu vientre,

         los que en mi sangre se volvieron viejos—,

y con ellos

he salido a caminar por este mundo           

                  —tal vez a tu reencuentro—.

 

Tarde llegué a saber

que tan sólo el amor nos separaba.

                    Y el amor es un verbo.

Alberto Mediza

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