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María entre tinieblas |
Como
un cangrejo que baja por la vida, yo registro
las huellas de tu nombre. Nuevamente, como
culpable de un delito ejerzo
este oficio de
tragalaberintos sin salida. Ya
te he dicho, María, que tristes son las herramientas del
recuerdo: una luz enferma en que deambulan besos,
palabras, gestos que un día extraje violentamente
de tu cuerpo.
Retazos de memoria, olvidos, mordeduras lloran
sobre la inmensidad de mi cabeza, preguntan por
tus piernas, extrañan los ardores de tu piel, la
geografía del amor que juntos descubrimos, para
luego saber
que detrás de la carne no
se hallaba
nada que fuera perdurable. Por
entonces el sol calentaba
los días con un fuego distinto. La
casa era un lugar donde el reposo siempre
escondía
una caricia. Los
árboles aliento que poblaban el aire con
un idioma extraño
como de suaves lenguas, y
el pan de harina fresca y las manos buscando
a lo largo y a lo ancho
la tierna consistencia de tus senos. También
el cielo incorporando su realidad hecha de espacio, su
inmensidad hecha de miedo, su
todo estar sobre los hombres, su todo andar sobre
las bestias, bajaba
a descansar junto a las horas, cuando
tu remontabas palomas de tristeza, y
contabas historias y emprendías
viajes imaginarios
hacia el país de la felicidad completa. La
habitación entonces era un enorme barco
remontado en el tiempo, y
en él se hallaban —además
de tu vientre y de mis huesos— un
cuadro de Van Gogh
con sus cipreses alucinados,
soles desesperados y furiosas tormentas. Los
floreros vacíos, los libros de Vallejo. Pero
pronto, María,
muy pronto,
tuvimos que descender sobre la tierra, volver
a tu silencio,
golpear en los metales
que se volvieron puertas. Yo
aferré tu sexo a mi cintura, tus mapas imposibles, los
hijos que no fueron —los
que quedaron mudos en tu vientre,
los que en mi sangre se volvieron viejos—, y
con ellos he
salido a caminar por este mundo
—tal vez a tu reencuentro—. Tarde
llegué a saber que
tan sólo el amor nos separaba. Y el amor es un verbo. |
Alberto Mediza
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