La señora electa

poema de Jorge Medina Vidal

Cuantos senos y la imprevista boca esbozando

       sonrisas en todas partes, como fantasmas

       que cruzan de tumba en tumba

       y de súbito, en ningún sitio, de ninguna

       garganta, el alarido que recorre tu cuerpo.

Y tú reposas, matrona de siglos, cansada como

       la mujer de un alcoholista, convencida de

       que eres césped que cortará la luna. Y si

       algún día llegaras al reposo, si tantas veces

       lo leímos en tus lápidas y en tus libros, si

       allí golpeamos, un poderoso eco nos responde,

       igual a la columna de fuego avanzando

       por el desierto.
       Y todo lo que iluminas es desviado hacia la duda.

El eco de tus tumbas apaga el rumor de la antigua semilla

       y desembocamos en tus manos como el

       dulce estuario en la mar.

Mis gestos de cuadrantaria —dices— me nacen

       de la tierra y del colgante viento, que un día no serán más.

       Flores estériles, una danza de negros en el trópico,

       la medida del odio.
       Mis únicos placeres son los santos, a los que

       estrujo y abro como niños exóticos en las

       mesas de disección. jPero a la noche siempre

       me perfumo y rastree la pista de los poderosos,

       inmensamente torvos, reliquias del Edén,

       para que hundan su puño entre mis tetas

       y el semen pegoteado en los caireles de mis cabellos recios.
Miro el mundo en silencio, ayudo al que no

       necesita de mis soles, y entre afanes yo

       Le preparo al trono.