Prólogo al libro de Horacio Mayer |
Los
montevideanos que pasan todos los días frente al bar situado en la calle
Rivera y Simón Bolívar, han visto quizá sentado durante años detrás
del mismo ventanal a un encorvado, canoso y esquelético señor que atisba
por entre los oscuros reflejos del vidrio algo más que el agitado fragor
de la calle. Quienes ingresan al lugar advierten que el hombre de piel pálida y gestos temblorosos tiene rostro de muchacho, y que sus ojos –fijos sin ser desorbitados, serenos a pesar de la angustia- miran de modo extraño, como si pudiesen traspasar lo mirado para hundirse en su núcleo sombrío o luminoso, en su trasfondo. Hace veinte años que Horacio Mayer ofrenda la mayor parte de su vida visible a ese bar. Su vida invisible, en cambio, palpita en la dimensión que exploran algunos poetas metafísicos, zona en que confluyen voces y sustancias que esos creadores prefieren a las fórmulas y a las formas. Quien
habla con Mayer escucha una voz ríspida y gangosa, poco pulida por falta
de ejercicio, emitida con dificultad como consecuencia de las
interminables horas de silencio en que suele sumirse. Para él, que sólo
puede expresarse con imágenes, hablar es ingresar a la parcela más inútil
del mundo. Tres
años atrás, cuando murió su madre, fue sin anunciarse al teatro en el
que se representaba mi obra “Pecados mínimos”. Llegó dos
horas antes de la función enfundado en su eterno sobretodo negro y se
sentó en un sillón a esperarme. Cuando entré al vestíbulo del teatro
alguien me dijo en voz baja: “Está esperándote un ser de
otro mundo”. Era Mayer. Al verme me abrazó
y exclamó: “¡Al fin vine, Ricardo! ¡Siempre quise ver
representada una obra tuya! Esta es la primera vez en veinticinco años
que salgo de casa durante la noche”. Después de la función lo invité a cenar. Estaba eufórico, hablaba de manera agitada y evocaba con lucidez las personas y los acontecimientos del pasado, sobre todo los vinculados a los años de juventud compartidos con los poetas Alejandro Michelena, Judith Almasi y Roberto Mascaró. Advertí que era indiferente al paso del tiempo y que las intensas búsquedas poéticas de la década de los sesentas de que fuimos protagonistas casi anónimos eran más importantes para él que las penurias del presente: la demencia y muerte de su madre, la soledad, las carencias económicas, la penosa enfermedad que lo afligía, el caos que se había instaurado en su casa. Sólo la poesía le importaba y sólo por ella deseaba seguir viviendo. El resto ( nuestras vidas tristes y anodinas que se deslíen en la vejez y en la muerte sin que hayamos podido comprender casi nada) le parecía un asunto absurdo, inútil y desdeñable que contemplaba de manera impávida detrás del vidrio oscuro del bar. Pocos
poetas uruguayos han vivido de una manera tan ascética en y para la poesía.
Sólo Concepción Silva Bélinzon podría equiparársele quizás, aunque a
diferencia de ésta Mayer
nunca buscó reconocimiento, y podría irse de este mundo sin lamentarse
por no haber publicado un libro. Cuando tortuosos allegados tiraron a la
basura cientos de poemas que había elaborado
durante décadas, se limitó a exclamar con pena: “¿Qué puedo
decirles? Ya lo hicieron”. Algunos poemas se salvaron del exterminio, sin embargo. Y aquí están. Michelena y yo hemos espigado los amarillentos papeles y seleccionado y ordenado el material. Lo hicimos con afecto y admiración, seguros de que Mayer jamás lo habría intentado y de que lo poco que resta de su obra se habría perdido de manera definitiva. Este libro financiado por la Asociación de Funcionarios del Centro de Asistencia del Sindicato Médico del Uruguay, no producirá quizá ningún cambio en la vida de Horacio Mayer. No se lo enviará a nadie. No pedirá entrevistas ni aguardará criticas. Ni siquiera sabemos si lo leerá con emoción. Él seguirá sentado en el bar de la calle Rivera ajeno a alabanzas o rechazos, ejemplificando con su insondable prescindencia las sabias palabras budistas: “Cuando las Diez Mil Cosas se ven en su unidad, volvemos al Origen y nos quedamos donde estuvimos siempre”. |
Ricardo Prieto - 1999
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