El escalón de la oficina Cuento de Isidro Más de Ayala Suplemento dominical del Diario El Día Año XVI Nº 775 Montevideo, 23 de noviembre de 1947
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Cuando terminé de subir la escalera de la Oficina de Catastro y llegué al rellano final, la señora que tejía tricota en la mesa del teléfono, levantó los ojos de su trabajo y sacándose los lentes me miró sorprendida, casi estupefacta. Su expresión era de alarma, de incomprensión; lo que estaba en verdad justificado por que había ocurrido un hecho inusitado: yo no había tropezado y caído al final de la escalera como de hábito lo hacen todos los que por allí ascienden. La señora doña Cora hace diez años que trabaja junto a la misma mesa y ha visto caer mucha gente. Sabe así que cada bio-tipo tiene su manera especial de caer, de acuerdo con sus caracteres morfológicos, volumen, talla, peso. Cuando una persona llega rodando sin lastimarse hasta la mesa del teléfono, doña Cora, sin levantar los ojos de la costura, piensa: —“Zas! Un gordo". Y, como esto es de rutina, prosigue su tejido sin cambiar de actitud. En cambio, sabe que los flacos caen mal. No ruedan como los obesos, sino que pegan con su esqueleto mal recubierto contra el piso, con un ruido particular que es fácil identificar. También es reconocible con un poco de experiencia el modo de caer de las personas tranquilas: tropiezan y se dejan caer allí mismo sobre el escalón subsiguiente. Los nerviosos, en cambio, tropiezan, parece que van a caer, dan en el aíre dos o tres pasos inseguros y así trastabillando, caen recién a seis o siete metros del sitio donde han tropezado. Todo esto lo sabe doña Cora y al cabo de diez años de servicios está su oído tan habituado al ruido del tropezón del pie sobre el borde del penúltimo escalón y la caída que le sigue, que se ha acostumbrado a ello. Es ya un fenómeno tan repetido que no le hace interrumpir la costura. Sólo se sorprende cuando, oyendo que alguien asciende por esa escalera, lo ve después de pie junto a su mesa. Este escamoteo de la caída le resulta tan inusitado como si en una báscula donde debemos poner una moneda, la manecilla se moviera al subimos en su plataforma sin aquella condición previa.
¿Por qué cae tanta gente en la escalera
de esta oficina? Porque allí hay escalones con dignidad, que no quieren dejarse
pisar impunemente. Tan habituadas están al las gentes a la humildad de las
escaleras, de los perros domésticos y de los leones de circo, que se indignan
cuando uno de estos seres animados resuelven demostrar que tienen carácter. En
todo tiempo, desde la escalera por la que Adán bajó del paraíso hasta nuestros
días, todo el mundo pisotea las escaleras, las humilla, demostrando que sólo les
llegan a la suela de los zapatos. Tan reiterado es este hábito que hasta cuando
para evitar ese pisoteo se le han puesto a las gentes escaleras rodantes — en la
que sin caminar se asciende — aun en estos casos las gentes caminan mientras
suben, en su afán de pisotear los escalones. Y así como un día un perro
doméstico muerde a su dueño o el león del circo clava sus dientes en la silla
con que lo azuza el domador, algunos escalones, ofendidos por el pisoteo,
empiezan a dar porrazos a quienes los humillan. Esta que es la explicación real,
es tergiversada por !as explicaciones mecanicistas, placadas siempre del mismo
error mecanicista. En el caso del escalón de la Oficina los técnicos dicen así: Automatismo de movimiento, ritmo isométrico: qué pena da ver cómo los hombres emplear vacíos nombres inexpresivos para intentar explicar lo que les resulta misterioso y que, sin embargo, es tan claro y sencillo. Pero, ¿por qué el Ministerio que tiene su Sección de Estabilidad y su Instituto Estática, y cuenta entre sus empleados a 115 agrimensores, 225 arquitectos y 309 ingenieros, no arregla de una vez esta diferencia de altura de ese peldaño? Las caídas son diarias, y todo visitante puede ver en el mármol vertical que precede al escalón mágico las huellas de las punteras de los zapatos que han lanzado en vano un manotón de náufrago. También aquí hay una explicación oficial: se ha hecho un expediente y éste sigue su marcha normal. Los impacientes, que nunca faltan, creen que ya era tiempo de resolverlo pero deben recordar que se inició hace recién diez años. Pero, en este punto también, la explicación real, no oficial, es otra; y la voy a decir en secreto como me la dijeron. Aquí, como en todas las oficinas públicas, viene mucha gente a protestar. Propietarios a quienes se ha expropiado su predio y no están conformes con la tasación. Otros llegan hasta con un abogado, pensando reclamar daños y perjuicios por una medición equivocada. Vecino damnificado y abogado se han reunido en el café de la esquina. Hacen el último ensayo sobre lo que van a decir. Han rearmado su y sus exigencias, y así suben. Si abordaran en ese estado de espirita al Jefe, se produciría un incidente seguro. Pero, ahí entra en funciones el escalón mágico. ¡Zas! y ¡Zas!: los dos reclamantes tropiezan y caen. En su caída, el vecino pierde los planos y la cólera. El abogado, los lentes y los argumentos. Y cuando el Jefe los hace pasar, sus ánimos están predispuestos para recibir con decoro una solución ecléctica. Doña Cora ha visto así deshacerse a sus pies muchos enojos, desmenuzarse muchas petulancias, claudicar a infinidad de intolerantes, clavar las rodillas muchas frentes impertinentes, sonar muchos huesos ilustres... Los golpes, que son el mejor maestro, le han enseñado tanta sabiduría como la vida y la filosofía al viejo sabio del Eclesiastés. Y hasta ha llegado a formular leves, que doña Cora enuncia así: —Cuanto más enojados vienen, se caen más fácilmente. Los estirados son los que más te desplanchan. Dime lo que quieres y te diré cómo vas a caer. Los nerviosos se calman recogiendo los mil chirimbolos que han desparramado en su caída. Loa tímidos. .. Los tímidos no caen. Por eso yo no caí. Cuando un tímido entra en una oficina, lo hace con cautela, abriendo bien los ojos en el temor de pisar al gato del conserje o los pies del Jefe. Tacta con todos los sentidos y todos sus miembros. Las plantas de sus pies tienen yemas táctiles, y camina lentamente. Y si es una escalera la que suben, no hay para ellos ritmo automático, ni paso habitual: pisan cada escalón como si fuera el primero de una escalera distinta. Hasta llegamos a poner los dos pies en cada peldaño antes de pasar al siguiente. Por eso para mí no hubo escalón de dimensión diferente, pues para el tímido todos los peldaños son de diversa dimensión. Tenemos el automatismo de lo no automático, el hábito de lo inhabitual, nuestra isometría es lo disimétrico. Por eso los tímidos suben sin tropiezos la escalera que conduce a la Oficina de Tasación y Expropiaciones. Pero en esta Oficina todo está previsto. Cuando sin tropezar llegué hasta la mesa de la telefonista, ésta levantó la vista y me miró, primero con sorpresa, después con alarma, finalmente con cólera. Se sacó los lentes, dejó la costura y me espetó: —¿Quién diablos es usted que no ha tropezado? Y allí no pude dejar de tropezar. Doña Cora es el último escalón, de reserva, camuflado, de la escalera de esa Oficina. |
Cuento de Isidro Más de Ayala
Publicado, originalmente, en: Suplemento dominical de El Día Año XVI Nº 775 Montevideo, 23 de noviembre de 1947
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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Isidro Más de Ayala en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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