Algunos se refugian en la fantasía de una vida después de la muerte. No
es mi caso, pues lo único que me ayuda a soportar la conciencia de tan
amargo destino, es simular su inexistencia.
Esto hacía que procurara mantenerme alejado de los cementerios, pero en
esta oportunidad, mi cercanía con el muerto de turno no me dejó más
alternativa que concurrir a su entierro.
Por tal motivo, me encontraba transitando por una ruta que ya había
conocido cuando el paso de los años comenzó a cobrar sus víctimas entre
amigos y parientes.
Conducía mi automóvil absorto en mis pensamientos. De pronto, un suceso
imprevisto me obligó a detenerme. Los vehículos formaban delante del mío
una larga cadena inmovilizada, sin que nadie pareciera saber lo que
sucedía.
Dada mi necesidad de llegar a tiempo al cementerio, intenté salvar el
obstáculo tomando por un camino lateral. Confiaba en que luego de un
cierto trecho, se me habilitaría alguna vía para retornar a la ruta.
Pero el camino me mostraba toda su terquedad, extendiéndose sin límite
alguno.
Cuando ya conservaba escasas esperanzas de llegar al destino previsto,
el camino se detuvo ante una gran explanada que rodeaba una antigua casa
de corte señorial. La solemnidad del edificio tenía cierto parentesco
con la que se suele asociar a la idea de la muerte, lo que me hizo
concluir que me hallaba frente al atrio de acceso al cementerio.
Entré a la vieja casona, donde una multitud de seres se ocupaba de
diversos menesteres. Al acercarse un sujeto elegantemente vestido y
dotado de expresión afable, le pregunté por el sendero que me conduciría
hasta las tumbas. El hombre permaneció en silencio durante un tiempo que
me pareció excesivo, y luego, haciendo caso omiso de mi pregunta, se
limitó a decir:
-¿Gusta tomar un cafecito?
Acepté su invitación, advirtiéndole que disponía de poco tiempo.
Mientras bebía el café, el hombre me siguió observando en silencio.
Había algo irritante en su actitud, pero mi urgencia por llegar al
entierro, me hizo volver a preguntarle por el camino que me llevaría
hasta las tumbas.
La reacción del hombre no se hizo esperar. Su expresión se transformó
brutalmente, y su voz, engrosada por la ira, se disparó como un
latigazo:
-¡Tengo varios amigos castrados! ¿Por qué no les pregunta a ellos?
Aturdido por esta respuesta, pensé que el lugar estaría regido por
códigos que no conocía. Ignoraba el sentido de sus dichos, pero era
evidente que la situación no me auguraba momentos felices. Mi corazón
golpeaba con fuerza, casi a punto de estallar, y escapé de allí,
atravesando cuanto espacio vacío se abría a mi paso.
Corrí sin certeza alguna del lugar hacia el que me estaba dirigiendo,
hasta quedar exhausto, y caer sobre una tierra que había sido
recientemente removida. Este húmedo contacto encendió una débil luz en
mi mente. Un sutil relámpago de lucidez me permitió intuir lo que estaba
sucediendo. Pero de nada sirvió. Las pesadas paladas de tierra que
cayeron sobre mí, me terminaron hundiendo en la oscuridad más absoluta. |