El pescador y su gran pez
Carmen Maruri

Aunque estaba de vacaciones no podía evitar despertarme temprano; es la fuerza de la costumbre. Me quedé quieta probando volver a dormirme y como no resultó,  pensé que debía aprovechar ése tiempo para comenzar con las caminatas que recomendó mi médico y que siempre pospongo.

Había amanecido soleado y frío por lo que me abrigué y bajé a la playa. Éste año he debido tomar mis vacaciones en otoño. De todos modos, abril me parece hermoso con sus noches estrelladas, las más lindas del año; sus días tibios permiten tomar sol sin las incomodidades del calor veraniego. A ésa hora tan temprana estaba  muy calmo. Cerré la puerta con llave, la escondí bajo una piedra y atravesé el largo jardín, mojando mis botas con las gotas de rocío que pendían de los pastos, luminosas y brillantes.

La playa estaba solitaria como me gusta; hasta donde alcanzaba mi vista, no había  nadie, ni hacia un lado ni hacia el otro. Las dunas  no tenían las formas del día anterior, se habían trasladado por el viento o la marea y al camino de entrada, desdibujado, aún no lo marcaba  las pisadas de algún  pescador tempranero.

Sobre las pocas olas y a lo largo de la orilla,  una niebla difusa borraba los contornos; se extendía desde la punta rocosa de un extremo hasta muy lejos en el otro.  Los penachos humedecidos, no lucían con el esplendor plateado del mediodía, cuando ya secos son agitados por el viento.

Haciendo un gran meandro, la desembocadura de la pequeña cañada interrumpía el paso. No tenía gran caudal, hacía bastante que no llovía, de modo que pude atravesarla sin dificultad agitando sus aguas quietas; el único movimiento eran los círculos concéntricos que dejaba algún insecto en su contacto con la superficie. Pronto el sol calentaría más y desaparecería el velo brumoso.

Disfruto la caminata en la soledad de ésta playa. Soledad relativa, porque me acompaña mi perra; una boxer inquieta que persigue la sombra que las gaviotas proyectan en la arena; sobrevuelan la orilla y ella repite como en espejo los movimientos, entrando en el agua y saliendo, tratando de atraparlas inútilmente.  Luego cansada y llena de arena, trotará displicente siguiendo algún olor nauseabundo de pescado muerto y comprobará  si  todavía es comestible.

Generalmente no me cruzo con nadie; los lugareños hacen su vida cotidiana y los visitantes de verano ya hace mucho que se fueron.  Ése día divisé a lo lejos, una figura apenas delineada que avanzaba hacia mí. Al principio sólo una forma, pero a medida que se acercaba, fui descubriendo que se trataba de un hombre que cargaba algo en sus brazos. ¡ Qué molestia! pensé, ¿por qué se le habrá ocurrido a alguien venir a la misma hora que yo?. Encontrar a una persona en ésas soledades y enfrentarse inevitablemente en el mismo metro cuadrado, tenía algo de promiscuo o al menos de entremetimiento en mi intimidad. 

Cuando se acercó lo suficiente, pude ver que se trataba de un hombre de edad indefinida; muy curtido por el sol, con el color y las arrugas que da el haber estado expuesto, no a un sol de temporada sino a uno de temporales. No muy alto, flaco y fibroso. Del  brazo  derecho,  colgaban lo que después vi eran dos baldes, uno dentro del otro y en su mano izquierda, la caña con reel,  asida de una manera que le permitía llevarla en perfecto equilibrio. Su aspecto mostraba que no era un pescador ocasional, se integraba al paisaje sin agredirlo, era parte de él, allí debía haber estado siempre.

Estábamos muy próximos.  ¡Qué incomodidad! ¿Para dónde miro? ¿Al mar? ¿Recojo un caracol o llamo a la perra? ¿Lo miro a la cara?.

Él parecía ignorarme, cuando estuvimos a metro y medio, me miró a los ojos y me dijo: ¡buen día!- Siguió su camino y yo el mío en sentido contrario, alejándonos en el espacio y en el tiempo así como nos habíamos acercado.

En los días que siguieron volví a cruzarme con él, a veces más acá y a veces más allá del recorrido que ambos hacíamos. Cuando nos encontrábamos  frente a frente, nos saludábamos con el -¡buenos días!- impersonal pero comunicativo. Ya no me molestaba, era parte del paseo. Mi perra no le ladraba cuando lo divisaba; salía corriendo para alcanzarlo; él la acariciaba y ella emprendía de nuevo la carrera hacia mí  mientras acortábamos la distancia que nos separaba.

Llegó el fin de semana y aprovechando un tiempo que seguía siendo soleado, llegaron los ocasionales visitantes del balneario.  Fui hasta la playa sólo el sábado y no caminé. Llevé un libro, mi silla baja de tijera y me acomodé cerca de la orilla. Avanzada la mañana aparecieron algunas personas. En ésta estación el sol mantiene aún el agua con buena temperatura. Me atreví a entrar en ella junto a otros bañistas que primero probaban tímidamente, en puntas de pie,  irse mojando, para luego en medio de gritos y risas, darse la zambullida. Yo soy bastante valiente, apenas entro al mar,  me lanzo; siempre prefiero pasar los malos ratos  lo más  pronto posible.

A ésa hora no estuvo el pescador. Habría bajado más temprano.

Pasaron algunas mañanas que no fui a la playa; tal vez por lluvia o por algo que tuve que hacer o tal vez porque cuando se deja una rutina, retomarla cuesta más. Lo cierto es que a la semana siguiente volví; algo más perezosa, caminé menos distancia y me entretuve en la búsqueda de cosas interesantes que puede traer el agua. En verano es difícil hallar algo, siempre son muchos los buscadores de tesoros. Pero en otoño o invierno y sobre todo después de temporales, he hecho mis mejores hallazgos; caracoles de muchas formas y colores; me gustan sobre todo algunos desgastados por las olas al entrechocarse con las piedras en estruendo de espuma; como si se les hubiera hecho un corte transversal se ven en  su  interior las vueltas de espiral.

No faltan en mi colección, las piedras de colores atractivos o trozos de raíces de formas extravagantes, además de las consabidas plomadas rescatadas de los enredos de tanza entre las rocas. Como todos los buscadores de  cosas en la arena después de los temporales y las mareas, tengo la fantasía de encontrar algo valioso que me regale algún barco naufragado.

Estaba por terminar mi recorrido sin haberme cruzado con él. No dejó de llamarme la atención pero como puede hacerlo de pronto un árbol que no esta más en el lugar que lo hemos visto siempre. Cuando ya cruzaba la cañadita para regresarme, lo divisé; a lo lejos, en las rocas, con su caña en alto y rodeado de otros enseres; parecía un poste en el horizonte.

No habíamos pasado más allá de los buenos días, pero sentí la necesidad de acercarme  con quien había compartido por un corto  tiempo, mi soledad.

Había algo sugestivo en ése hombre que me impulsaba a conocerlo pero por otro lado, tenía miedo de ir y recibir un gruñido de rechazo. Dudé por un instante pero me resolví y volví sobre mis pasos.

Mucho antes de llegar a él, mi perra ya me había anunciado con su carrera desbocada  y el pescador distrajo su mirada de la caña, sorprendido por mi presencia sin explicarse el motivo.

¡Hola!, pensé que hoy no habría venido a pescar- comencé la conversación tímidamente.

-No, ¡de ninguna manera!, dijo serio aunque sin parecer molesto por mi intromisión.-¡No hay un solo día que deje de venir! Es parte de mi vida, no lo puedo evitar.

Tenía un gran equipo de pesca. La valija grande; con varias reparticiones de tamaños diferentes para los distintos anzuelos y plomadas: redondas, puntiagudas, alargadas, más chicas, más grandes; un pie de hierro con una bandeja en el extremo superior, donde descansaba el cuchillo de pescador y la carnada a medio cortar; un tubo clavado en la arena donde tenía insertada  una caña mientras preparaba la otra.  Algunos peces en el balde, me mostraron que debía hacer varias horas que se encontraba allí. Parada a su lado, miraba lo que hacía tan  concentrado y absorto, como hipnotizada no atinaba a irme ni a continuar la conversación.

Siempre me ha llamado la atención las manos de las personas; me hablan de ellas, son las ventanas del alma. Hay manos tiernas, manos atrevidas, manos sensibles y seguras, manos de trabajadores, de intelectuales, hay manos de gente honrada y otras de estafadores. Las manos del pescador no correspondían a su cuerpo flaco. Eran gruesas, con dedos anchos y cortos y podría pensarse que sólo servían para trabajos rudos y toscos. Sin embargo las usaba con tanta habilidad y fineza, que un artista, no hubiera podido atar los anzuelos con el hilo de seda y enganchar los pequeños plásticos separadores y las plomadas, con la precisión que él lo hacía.

Estaba tan ensimismado haciendo éste trabajo, con los lentes, que siempre llevaba colgados sobre su pecho, puestos en la punta de la nariz, que me armé de coraje y me atreví a continuar.

-Hoy vino muy equipado ¿ piensa pescar algo grande?

-Toda mi vida he pensado en pescar un gran pez.- Y entonces dejando de lado su parquedad, con la verborrea de un libro técnico, me explicó las mejores formas de pescar. Me contó que había sido marino mercante, siempre en barcos de pesca.

Mientras me hablaba, miraba la caña clavada en la arena, observando si se movía,  sin dejar de revolver dentro de su cajón, buscando los enseres adecuados para preparar la otra.

-Nunca navegué con grandes barcos, como balleneros, por ejemplo, sí comandé algunos de mediano porte, pero pescábamos en conjunto, cada uno desde su puesto. Ahora intento pescar sólo, quiero mi gran pez, mi pez individual.

-Y¿ cómo vive la soledad el marino en alta mar, por  meses y meses sin volver al país, sin estar con la familia y los amigos?, pregunté mientras mirábamos a lo lejos un carguero que quebraba el horizonte.

-Y... cada tanto, amarrábamos en algún puerto que nos permitía la ilusión de un hogar.

-Se dice que los marinos tienen un amor en cada puerto, ¿es verdad?, me atreví con la confianza que la charla me iba dando.

-Hubieron mujeres en los distintos puertos, sí. Algunas me divirtieron y hasta se confundieron un poco pensando  que me quedaría a vivir allí, por lo que tuve que irme rápidamente. Alguna otra me entusiasmó lo suficiente para quedarme más tiempo que el  habitual. Pero siempre regresé al puerto de origen, donde estaba mi hogar. Intenté alguna vez dejar mi obsesión de pescar, estar más con mi familia, alejarme del mar; me esforcé en otros trabajos comunes, los que hace la gente en general, pero no me adapté. Busqué otras formas de olvidar la pesca, hasta pretendí afincarme, compré un terreno y construí una casa, algo que me ligara a la tierra; pero concluí que no era lo mío. Y acá estoy ahora, otra vez  en la orilla, con la familia más lejos.

-Y porque tal vez lo suyo fue sólo pescar, andar detrás de peces difíciles o imposibles y no dejar que nada le impidiera desarrollar su afición.

-Es que verdaderamente no sé si ésa fue mi decisión o me dejé llevar por las circunstancias de la vida.

-Es cierto, ahora que lo dice, me hace pensar que en cada decisión que uno toma, no está sólo la meditación calculadora, muchas veces nos conduce el azar y las oportunidades que se presentan contribuyen otro tanto. Fíjese que a mí me hubiera gustado ser bailarina. Ponía música clásica en la radio, corría las sillas del comedor y estoy segura que bailaba lindísimo. Pero mi padre pensó que muchas niñas harían lo mismo y eso no significaba que tuvieran talento y probablemente perdería el tiempo.

Se quedó mirando hacia el mar y me pareció que era el momento de despedirme ya no había más nada para decir.

-Me tengo que despedir porque debo regresar a la ciudad. Mi licencia se termina y ya no nos veremos más en la playa como todas éstas mañanas. Tal vez el año entrante nos encontremos nuevamente.

-Ah! no sé, porque si no pesco mi gran pez aquí  lo seguiré buscando en otro lado, pero alguna vez la recordaré.

Me tendió la mano y luego se encaminó hacia el mar con su caña alzada en posición  de tiro con la ilusión de su pesca trascendental. Caminé algunos metros, poniendo distancia entre nosotros y me volví  una vez con la curiosidad de saber cuán lejos llegaba la plomada.

Carmen Maruri

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