El pescador y su gran pez |
Aunque
estaba de vacaciones no podía evitar despertarme temprano; es la fuerza
de la costumbre. Me quedé quieta probando volver a dormirme y como no
resultó, pensé que debía
aprovechar ése tiempo para comenzar con las caminatas que recomendó mi médico
y que siempre pospongo. Había
amanecido soleado y frío por lo que me abrigué y bajé a la playa. Éste
año he debido tomar mis vacaciones en otoño. De todos modos, abril me
parece hermoso con sus noches estrelladas, las más lindas del año; sus días
tibios permiten tomar sol sin las incomodidades del calor veraniego. A ésa
hora tan temprana estaba muy
calmo. Cerré la puerta con llave, la escondí bajo una piedra y atravesé
el largo jardín, mojando mis botas con las gotas de rocío que pendían
de los pastos, luminosas y brillantes. La
playa estaba solitaria como me gusta; hasta donde alcanzaba mi vista, no
había nadie, ni hacia un
lado ni hacia el otro. Las dunas no
tenían las formas del día anterior, se habían trasladado por el viento
o la marea y al camino de entrada, desdibujado, aún no lo marcaba
las pisadas de algún pescador
tempranero. Sobre
las pocas olas y a lo largo de la orilla,
una niebla difusa borraba los contornos; se extendía desde la
punta rocosa de un extremo hasta muy lejos en el otro. Los penachos humedecidos, no lucían con el esplendor
plateado del mediodía, cuando ya secos son agitados por el viento. Haciendo
un gran meandro, la desembocadura de la pequeña cañada interrumpía el
paso. No tenía gran caudal, hacía bastante que no llovía, de modo que
pude atravesarla sin dificultad agitando sus aguas quietas; el único
movimiento eran los círculos concéntricos que dejaba algún insecto en
su contacto con la superficie. Pronto el sol calentaría más y
desaparecería el velo brumoso. Disfruto
la caminata en la soledad de ésta playa. Soledad relativa, porque me
acompaña mi perra; una boxer inquieta que persigue la sombra que las
gaviotas proyectan en la arena; sobrevuelan la orilla y ella repite como
en espejo los movimientos, entrando en el agua y saliendo, tratando de
atraparlas inútilmente. Luego
cansada y llena de arena, trotará displicente siguiendo algún olor
nauseabundo de pescado muerto y comprobará
si todavía es
comestible. Generalmente
no me cruzo con nadie; los lugareños hacen su vida cotidiana y los
visitantes de verano ya hace mucho que se fueron.
Ése día divisé a lo lejos, una figura apenas delineada que
avanzaba hacia mí. Al principio sólo una forma, pero a medida que se
acercaba, fui descubriendo que se trataba de un hombre que cargaba algo en
sus brazos. ¡ Qué molestia! pensé, ¿por qué se le habrá ocurrido a
alguien venir a la misma hora que yo?. Encontrar a una persona en ésas
soledades y enfrentarse inevitablemente en el mismo metro cuadrado, tenía
algo de promiscuo o al menos de entremetimiento en mi intimidad.
Cuando
se acercó lo suficiente, pude ver que se trataba de un hombre de edad
indefinida; muy curtido por el sol, con el color y las arrugas que da el
haber estado expuesto, no a un sol de temporada sino a uno de temporales.
No muy alto, flaco y fibroso. Del brazo
derecho, colgaban lo
que después vi eran dos baldes, uno dentro del otro y en su mano
izquierda, la caña con reel, asida
de una manera que le permitía llevarla en perfecto equilibrio. Su aspecto
mostraba que no era un pescador ocasional, se integraba al paisaje sin
agredirlo, era parte de él, allí debía haber estado siempre. Estábamos
muy próximos. ¡Qué
incomodidad! ¿Para dónde miro? ¿Al mar? ¿Recojo un caracol o llamo a
la perra? ¿Lo miro a la cara?. Él
parecía ignorarme, cuando estuvimos a metro y medio, me miró a los ojos
y me dijo: ¡buen día!- Siguió su camino y yo el mío en sentido
contrario, alejándonos en el espacio y en el tiempo así como nos habíamos
acercado. En
los días que siguieron volví a cruzarme con él, a veces más acá y a
veces más allá del recorrido que ambos hacíamos. Cuando nos encontrábamos
frente a frente, nos saludábamos
con el -¡buenos días!- impersonal pero comunicativo. Ya no me molestaba,
era parte del paseo. Mi perra no le ladraba cuando lo divisaba; salía
corriendo para alcanzarlo; él la acariciaba y ella emprendía de nuevo la
carrera hacia mí mientras
acortábamos la distancia que nos separaba. Llegó
el fin de semana y aprovechando un tiempo que seguía siendo soleado,
llegaron los ocasionales visitantes del balneario.
Fui hasta la playa sólo el sábado y no caminé. Llevé un libro,
mi silla baja de tijera y me acomodé cerca de la orilla. Avanzada la mañana
aparecieron algunas personas. En ésta estación el sol mantiene aún el
agua con buena temperatura. Me atreví a entrar en ella junto a otros bañistas
que primero probaban tímidamente, en puntas de pie,
irse mojando, para luego en medio de gritos y risas, darse la
zambullida. Yo soy bastante valiente, apenas entro al mar,
me lanzo; siempre prefiero pasar los malos ratos
lo más pronto
posible. A
ésa hora no estuvo el pescador. Habría bajado más temprano. Pasaron
algunas mañanas que no fui a la playa; tal vez por lluvia o por algo que
tuve que hacer o tal vez porque cuando se deja una rutina, retomarla
cuesta más. Lo cierto es que a la semana siguiente volví; algo más
perezosa, caminé menos distancia y me entretuve en la búsqueda de cosas
interesantes que puede traer el agua. En verano es difícil hallar algo,
siempre son muchos los buscadores de tesoros. Pero en otoño o invierno y
sobre todo después de temporales, he hecho mis mejores hallazgos;
caracoles de muchas formas y colores; me gustan sobre todo algunos
desgastados por las olas al entrechocarse con las piedras en estruendo de
espuma; como si se les hubiera hecho un corte transversal se ven en
su interior las
vueltas de espiral. No
faltan en mi colección, las piedras de colores atractivos o trozos de raíces
de formas extravagantes, además de las consabidas plomadas rescatadas de
los enredos de tanza entre las rocas. Como todos los buscadores de
cosas en la arena después de los temporales y las mareas, tengo la
fantasía de encontrar algo valioso que me regale algún barco naufragado. Estaba
por terminar mi recorrido sin haberme cruzado con él. No dejó de
llamarme la atención pero como puede hacerlo de pronto un árbol que no
esta más en el lugar que lo hemos visto siempre. Cuando ya cruzaba la cañadita
para regresarme, lo divisé; a lo lejos, en las rocas, con su caña en
alto y rodeado de otros enseres; parecía un poste en el horizonte. No
habíamos pasado más allá de los buenos días, pero sentí la necesidad
de acercarme con quien había
compartido por un corto tiempo,
mi soledad. Había
algo sugestivo en ése hombre que me impulsaba a conocerlo pero por otro
lado, tenía miedo de ir y recibir un gruñido de rechazo. Dudé por un
instante pero me resolví y volví sobre mis pasos. Mucho
antes de llegar a él, mi perra ya me había anunciado con su carrera
desbocada y el pescador
distrajo su mirada de la caña, sorprendido por mi presencia sin
explicarse el motivo. ¡Hola!,
pensé que hoy no habría venido a pescar- comencé la conversación tímidamente. -No,
¡de ninguna manera!, dijo serio aunque sin parecer molesto por mi
intromisión.-¡No hay un solo día que deje de venir! Es parte de mi
vida, no lo puedo evitar. Tenía
un gran equipo de pesca. La valija grande; con varias reparticiones de
tamaños diferentes para los distintos anzuelos y plomadas: redondas,
puntiagudas, alargadas, más chicas, más grandes; un pie de hierro con
una bandeja en el extremo superior, donde descansaba el cuchillo de
pescador y la carnada a medio cortar; un tubo clavado en la arena donde
tenía insertada una caña
mientras preparaba la otra. Algunos
peces en el balde, me mostraron que debía hacer varias horas que se
encontraba allí. Parada a su lado, miraba lo que hacía tan
concentrado y absorto, como hipnotizada no atinaba a irme ni a
continuar la conversación. Siempre
me ha llamado la atención las manos de las personas; me hablan de ellas,
son las ventanas del alma. Hay manos tiernas, manos atrevidas, manos
sensibles y seguras, manos de trabajadores, de intelectuales, hay manos de
gente honrada y otras de estafadores. Las manos del pescador no correspondían
a su cuerpo flaco. Eran gruesas, con dedos anchos y cortos y podría
pensarse que sólo servían para trabajos rudos y toscos. Sin embargo las
usaba con tanta habilidad y fineza, que un artista, no hubiera podido atar
los anzuelos con el hilo de seda y enganchar los pequeños plásticos
separadores y las plomadas, con la precisión que él lo hacía. Estaba
tan ensimismado haciendo éste trabajo, con los lentes, que siempre
llevaba colgados sobre su pecho, puestos en la punta de la nariz, que me
armé de coraje y me atreví a continuar. -Hoy
vino muy equipado ¿ piensa pescar algo grande? -Toda
mi vida he pensado en pescar un gran pez.- Y entonces dejando de lado su
parquedad, con la verborrea de un libro técnico, me explicó las mejores
formas de pescar. Me contó que había sido marino mercante, siempre en
barcos de pesca. Mientras
me hablaba, miraba la caña clavada en la arena, observando si se movía, sin dejar de revolver dentro de su cajón, buscando los
enseres adecuados para preparar la otra. -Nunca
navegué con grandes barcos, como balleneros, por ejemplo, sí comandé
algunos de mediano porte, pero pescábamos en conjunto, cada uno desde su
puesto. Ahora intento pescar sólo, quiero mi gran pez, mi pez individual.
-Y¿
cómo vive la soledad el marino en alta mar, por
meses y meses sin volver al país, sin estar con la familia y los
amigos?, pregunté mientras mirábamos a lo lejos un carguero que quebraba
el horizonte. -Y...
cada tanto, amarrábamos en algún puerto que nos permitía la ilusión de
un hogar. -Se
dice que los marinos tienen un amor en cada puerto, ¿es verdad?, me atreví
con la confianza que la charla me iba dando. -Hubieron
mujeres en los distintos puertos, sí. Algunas me divirtieron y hasta se
confundieron un poco pensando que
me quedaría a vivir allí, por lo que tuve que irme rápidamente. Alguna
otra me entusiasmó lo suficiente para quedarme más tiempo que el
habitual. Pero siempre regresé al puerto de origen, donde estaba
mi hogar. Intenté alguna vez dejar mi obsesión de pescar, estar más con
mi familia, alejarme del mar; me esforcé en otros trabajos comunes, los
que hace la gente en general, pero no me adapté. Busqué otras formas de
olvidar la pesca, hasta pretendí afincarme, compré un terreno y construí
una casa, algo que me ligara a la tierra; pero concluí que no era lo mío.
Y acá estoy ahora, otra vez en
la orilla, con la familia más lejos. -Y
porque tal vez lo suyo fue sólo pescar, andar detrás de peces difíciles
o imposibles y no dejar que nada le impidiera desarrollar su afición. -Es
que verdaderamente no sé si ésa fue mi decisión o me dejé llevar por
las circunstancias de la vida. -Es cierto, ahora que lo dice, me hace pensar que en cada decisión que uno toma, no está sólo la meditación calculadora, muchas veces nos conduce el azar y las oportunidades que se presentan contribuyen otro tanto. Fíjese que a mí me hubiera gustado ser bailarina. Ponía música clásica en la radio, corría las sillas del comedor y estoy segura que bailaba lindísimo. Pero mi padre pensó que muchas niñas harían lo mismo y eso no significaba que tuvieran talento y probablemente perdería el tiempo. Se
quedó mirando hacia el mar y me pareció que era el momento de despedirme
ya no había más nada para decir. -Me
tengo que despedir porque debo regresar a la ciudad. Mi licencia se
termina y ya no nos veremos más en la playa como todas éstas mañanas.
Tal vez el año entrante nos encontremos nuevamente. -Ah!
no sé, porque si no pesco mi gran pez aquí
lo seguiré buscando en otro lado, pero alguna vez la recordaré. Me tendió la mano y luego se encaminó hacia el mar con su caña alzada en posición de tiro con la ilusión de su pesca trascendental. Caminé algunos metros, poniendo distancia entre nosotros y me volví una vez con la curiosidad de saber cuán lejos llegaba la plomada. |
Carmen Maruri
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