En el comienzo del verano había llegado a aquel alejado y agreste lugar en la costa atlántica, para acondicionar la casa.
Después del largo invierno sin habitar y sin ser ventilada, la sencilla morada de madera, encerraba toda la humedad acumulada de los vendavales costeros y todo el misterio de la soledad. Muy cerca del mar, detrás de unas dunas, había enfrentado con dignidad los embates tormentosos. Se mostraba su lucha en el evidente deterioro.
brió las ventanas de par en par permitiendo que la brisa la atravesara, llevándose consigo el olor a moho, removiendo el polvo acumulado sobre la superficie de los
pocos muebles. Después, sacó insectos muertos; mariposas transparentes, arañas rígidas atrapadas en cortinas sutiles. Lavó vidrios opacos y clavó tablones flojos.
Al día siguiente, sin apuro, se ocupó de barnizar las paredes exteriores. Acondicionó el destartalado bote abandonado debajo de la pasiva, al frente del rancho y preparó lo necesario para pescar cuando llegaran las corvinas a desovar.
Iban pasando los días. Al atardecer se arrimaba a la orilla, se sentaba en la arena y contemplaba el mar. Esperaba la bajada del sol. En ésa atmósfera subyugante pensaba que similares crepúsculos habrían contemplado los aventureros que se atrevieron a enfrentarlo. Le hubiera gustado ser uno de ellos. Navegar por los mares, en una vida apasionante y arriesgada.
Ya extinguido el día, a la luz de un viejo farol, preparaba una cena frugal, con morosidad, sintiendo el placer de la austeridad. Luego se dirigía al porche a descansar.
Entonces, como nos suele suceder, sus pensamientos se encadenaban, fluían, y lo llevaban por terrenos conocidos y llanos pero también por pantanos movedizos o charcas pestilentes.
Cuando llegaba a las preguntas de: “¿quién soy?”, “¿ qué quiero?” o “¿ a dónde voy?” se dormía invariablemente.
Al quinto día amaneció tormentoso. El cielo era todo nubes oscuras. Comenzó a llover a cántaros. El viento empujaba el agua contra los vidrios haciéndolos temblar.
Caía en torrentes. Los granos de arena, arremolinados, se depositaban acumulándose contra los tablones del subsuelo. Se paró frente a la ventana y extasiado miró el mar encrespado de olas gigantes. Recordó que debía aprovechar la oportunidad para recoger agua dulce y salió por la puerta del fondo donde el viento no oponía tanta resistencia. Destapó el tanque y esparció por el corredor todos los recipientes que encontró.
Cerca del mediodía la lluvia fue perdiendo la fuerza. Salió el sol y el mar retrocedió dejando sus secretos. En la orilla quedaron camalotes, ramas y frutos del Paraná, caracoles, cangrejos, alimañas, pescados muertos y restos de civilización quién sabe de qué lejano lugar. En la tarde limpió todo lo que pudo los alrededores, evitando los malos olores.
Esa noche, cansado, colgó la hamaca en el porche. Tomó una botella de vino añejo y dejándose caer laxo, con una pierna apoyada en el piso, balanceándose, se la bebió. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que percibió un sonido extraño, una vibración que lo sobresaltó.
Cada lugar tiene sonidos que le son propios. Se puede estar en un sitio con ruidos intensos pero si son acordes al lugar donde nos encontramos, no nos sorprenden. Éste sonido lo hizo ponerse en pie rápidamente y recorrer la distancia que lo separaba de la orilla.
Tenía la sensación de no estar solo por lo que buscaba cerciorarse, lo más pronto posible, de que todo estaba bien en el lugar. Caminó los doscientos metros hasta llegar al pesquero rocoso.
La vio. Allí estaba una mujer recostada sobre la roca. A plena luz de la luna en un cielo sin nubes, la noche tenía la apariencia de un escenario teatral.
¿Qué hacía allí esa mujer solitaria? Tal vez fuera del cercano pueblo de pescadores. Estaba llorando. ¿La molestaría? Quizás sólo necesitaba estar sola. En todo eso pensó rápidamente mientras se iba acercando cada vez más. El agua resbalaba por ella, se escurría por sus senos blanquísimos, iluminados con el fulgor de las noctilucas. El brillo de neón recorría como rayos las olas rompientes de rumor leve. Llegaban a la orilla, rítmicas, unas tras otras sin parar.
Cuando estuvo a su lado, ella no se sorprendió. Le pareció que lo estaba esperando. Torció algo su cabeza para mirarlo mientras el agua movía sus largos cabellos. Se sentó a su lado y no pudo evitar extender la mano para tocarlos y enredar los dedos en aquella suavidad de algas.
Voluptuosamente, con movimientos instintivos y envolventes, estiró sus brazos para enroscarse en él, absorbiéndolo como sólo puede hacerlo una mujer solitaria.
Lo sedujo aquella boca carnosa y sensual que comenzó a besar. Bajó por su cuello grácil. El brillo de la arena le iluminaba aún mas la piel resplandeciente. Ella lo besó también en aquella noche mágica. Lo recorrió, lo acarició. Bajó por su espalda, la sintió por su columna, vértebra por vértebra. Calladamente. No había necesidad de palabras, sólo era amar. Una pasión silenciosa y ardiente. Un juego natural.
-Vamos a mi casa- dijo- está muy cerca
-No puedo, contestó ella en un suspiro final, la tormenta me arrastró y debo estar acá cuando suba la marea. Me esperan en lo profundo del mar.
Despertó sobresaltado por el ruido de la botella estallando contra el piso. Con la resaca del vino y la bruma espesa de la madrugada, su confusión se prolongaba yendo y viniendo del ensueño a la realidad.
Aún sentía el agua resbalándole por el pecho, demorándose la espuma entre las piernas, por su sexo, y aquellos besos ávidos, bebiéndose mutuamente las gotas saladas, saciándose todas las sedes. |