Tomados de la mano caminan despacio esquivando las baldosas desparejas de la vereda. El sol los ilumina cálidamente en la mañana sonrosada. A plena luz del día hasta los sonidos brillan. Él es alto y delgado, ella algo más baja. Ajenos al ruido de la calle, cada tanto se miran sonrientes. Se dirigen algunas palabras y vacilantes, apoyándose uno en el otro, continúan su camino.
Se detienen frente al semáforo. A ella se le desliza lentamente la larga bufanda que a modo de chal lleva sobre los hombros. Él, amorosamente, abrigándola, le envuelve el
cuello blanquísimo, atrapando unas hebras claras que se escapan del cabello recogido con un broche. Son apenas unas sedosas pelusas agitadas por la brisa primaveral.
La abraza con un ademán protector. Olvidados del mundo circundante, comienzan a cruzar la calle con paso demorado. Van tan distraídos que los conductores nerviosos y expectantes detrás de los volantes de sus vehículos, deben esperar, con la luz que ya les permite continuar, a que la pareja, absorta, alcance la acera de enfrente, a salvo.
Llegan al quiosco colorido. Ella, displicente, ojea una revista y pide una golosina. Él rebusca una moneda en sus bolsillos. Con la frescura de una niña lo mira atenta y preocupada creyendo tal vez que no la encontrará. Piensa que se quedará sin su dulce. Cuando regresa con los caramelos, se lo agradece con una sonrisa inocente y se empeña torpemente en retirar la cinta de celofán que abrirá el envoltorio. La mira hacer sin intervenir, esperando paciente que lo consiga para poder llegar a la oficina de cobranzas que está en la esquina de la plaza. Hace varios días esperan ansiosos el momento de cobrar la jubilación. |