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Miguel de Cervantes Saavedra en Letras Uruguay El campo en el Quijote Crónica de Eduardo Martínez Rovira Dibujos de Gustavo Doré (Especial para EL DIA) Suplemento dominical del Diario El Día Año XXXIX Nº 2004 (Montevideo, 5 de diciembre de 1971) .pdf
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El Siglo XVI fue un siglo maravilloso. En el nace precisamente lo nuestro, la Hispanidad, en un parto de medidas colosales que abarca medio mundo. Y nace —no disfracemos el orgullo— traspasado de heroísmo, esa augusta cualidad que la trascendencia, como un signo insoslayable exige para realizarse. Espada y cruz, pluma y derecho, elevaron el tono de la historia hacia alturas insuperadas e insuperables, haciendo que el futuro devenir histórico aparezca muchas veces disminuido al confrontarlo. Hombres y empresas tejen a lo largo de esa centuria, en un ámbito donde no se ponía el sol, un tapiz abigarrado, macizo de hechos heroicos y geniales, sin tregua y a ritmo violento, como imbuidos por el afán de ganarle al tiempo su carrera. No es casual que Miguel de Cervantes, hombre de su tiempo, luego de vivir una vida timbrada por el heroísmo —vida heroica en la acción, en el pensamiento, en la pobreza— resucitara en los primeros años del siglo XVII, los fueros de la andante caballería, cuando ya el recuerdo de los grandes capitanes —Cortés, Gonzalo de Córdova, Orellana, Balboa, Alvarado, de Soto, Pizarro, Ponce de León, Alvar Núñez, Almagro, Ojeda, Valdivia...— empezaba a ser sólo eso, recuerdo, y no presencia viva y ejemplarizante. Aparece, pues, el Quijote inaugurando el siglo XVII, hijo de un padre muy siglo XVI, y cuya gestación —el embarazo consciente o no del autor— pertenece también a la segunda mitad de esa pasada centuria. Claro es que se trata de una exaltación muy medioeval de la caballería la que encarna el ilustre manchego, pero no hay duda de que en el anacronismo de ese contraste va implícita la nostalgia de épocas más recientes, por ejemplo la de la niñez y juventud del propio Cervantes. La historia de España del siglo XVI —la historia hispanoamericana— es una historia abierta, una historia al aire libre, con más acciones que cabildeos, con más campo y mar y ríos y bosques y montañas que recámaras palaciegas, que tejemanejes burocráticos. que política de enclaustramiento; es la época donde la acción se antepone al discurso —donde la ley se estrena con el hecho— y donde el verbo hacer, en un mundo de pronto multiplicado —la gran aventura americana— se posa como una vocación en todas las conciencias. Esa sensación de cielo abierto, de aventura al aire libre, que posee como atributo particular la historia española del siglo XVI, se percibe también en la literatura de la época, a través de cuyas obras —prosa, teatro, verso — la naturaleza y el espacio se perpetúan en síntesis definitiva. Al Quijote lo ilumina un sol campesino y mañanero, clásico; un color que no se sabe si proviene de la atmósfera —eso que no se pinta y que pintaba tan bien Velázquez— trasunto de la forma y el fondo de la creación literaria. Diáfano, transparente, son adjetivos que intentan apresar y definir el aire que sobrevuela por todas sus páginas: así como Hamlet se piensa en gris, en el Quijote prevalecen los tonos cálidos de una naturaleza iluminada, los antiguos colores de la madera y del ladrillo —ya Azorín habló de los ocres castellanos—, de la espiga madura y del pardo sayal; de la corteza castaña y aperdigada del tronco de los árboles, y de los verdes que contrastan con el cielo, la piedra, la tierra y el polvo del camino. El campo en el Quijote es el color, el espacio y, más que nada, la contingencia, la posibilidad de la aventura: por la puerta falsa del corral de su casa sale directamente al campo don Quijote. Los pueblos de la Mancha —Argamasilla, Alcázar de San Juan, Puerto Lápice. El Toboso, Infantes, Criptana, Valdepeñas...— son pueblos campesinos —lo siguen siendo ahora— vinculados natural y vocacionalmente al campo; pueblos sin arrabales ni suburbios; pueblos que terminan donde empieza el campo mismo. En los tiempos de Cervantes, con menos tierra cultivada, con menos caminos y divisiones, el campo era más campo, y los hombres —los hombres de esos pueblos— es muy probable que mintiesen el paisaje —el horizonte, la lontananza como un albur, no ya como el lugar donde pueden ocurrir tales o cuales sucesos y aventuras, sino como la aventura misma. Mientras se recuerda a Alvar Núñez y a otros capitanes caminándose de arriba a abajo media América, las gentes lugareñas apenas si salen de las lindes de lo suyo; de ahí que don Quijote se sienta de hoz y coz metido en el mundo desconocido de la aventura en cuanto se aleja, al tranco resignado de Rocinante, unas pocas millas de su casa. La relación del hombre con el paisaje depende, como es natural, de un sinnúmero de factores, uno de los cuales, y tal vez uno de los más importantes, es el de la forma que el viajero emplea para trasladarse. La velocidad conspira siempre contra el conocimiento — el sentimiento— integral del paisaje, no se pueden comparar las impresiones de un viajero a pie, a caballo, en carro o en carreta, con las del hombre que a cien kilómetros contempla a través de un vidrio, cinematográficamente, los accidentes de un paisaje que devora y del cual no participa. Las impresiones do don Quijote son, pues, las del actor y no las del simple espectador de la naturaleza: centro desnudo de un horizonte infinito que lo circunda, en el yermo tablero de la Mancha; furtivamente intimo en los intrincados pasos de Sierra Morena. |
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El papel protagónico del campo es en el Quijote por demás evidente; en él discurre la mayor parte de la obra y es el camino libre entre pueblo y pueblo, entre venta o posada y alquería o casa de labor. Solo el recuerdo de la Santa Hermandad pone unas como puertas psicológicas a la vastedad del campo, al conjuro de cuyo nombre se hacen cruces los salteadores y se serena el andar del caminante solitario, del caminante con la conciencia en orden. Las otras puertas casi no existen o acotan predios pequeños: de las bardas del corral, al campo, que es el camino, la tierra roturada, el olivo, la vid; que es el hato y el pastor, la brazada de leña y la madera, la caza y la bellota, la recua y el molino, la luna y el sol: es el campo que casi siempre es égloga y a veces también campo de batalla, paramera, áspero espaldar de piedra, tierra de secano donde no se pinta nunca el verde color de la abundancia. Por aquí y por allá, quijotizando el paisaje de un tercio de España —de Sierra Morena a Barcelona—, es la figura ecuestre de Don Quijote — que el andar a caballo a unos hace caballeros; a otros caballarizos— la representación exagerada de la verticalidad trascendente, del hombre que haciendo profesión absoluta de la caballería elige el campo como una de las pocas constantes de la libertad, de la contingencia y del individualismo. Sea la hora del alba —la del alba seria... — o la de las estrellas; sea la hora del sol —la hora del rubicundo Apolo — o la de la sombra en la fresca floresta florida; sea en Castilla o en Aragón o en Cataluña, el campo es el escenario material donde se mueven y actúan casi todo el tiempo los personajes de la obra, y es, principalmente, el escenario espiritual creado por el color y la elipsis y el ritmo literario, en cuanto a la forma, y por la originalidad y profundidad del tema, en cuanto al fondo del relato. Con arte inigualable, Cervantes entroniza el campo y mantiene su hegemonía protagónica más allá de las particularidades que puedan corresponderá, merced a esa atmósfera tan peculiar que señaláramos, a ese clima o aire ingrávido y transparente, mañanero, que se respira y se siente, como un perfume, y hasta se ve, como a veces, se ve también el alma en los ojos que nos miran. Sea en las bodas de Camacho. o en las aventuras de los molinos, de los yangüeses, de los batanes, de los leones; sea ante la cuerda de presos que marcha a galeras, o ante los cabreros en la noche y el discurso memorables; sea en la cueva de Montesinos, o en las ventas ,o en la casa de los Duques, o en la de Diego de Miranda, o en la suya propia, el campo está presente siempre, como una verdad en la que no aue4*» repararse, como una realidad sin artificios, sobrentendida. El campo es. por tanto, lo clásico; y, por posee la cualidad de ser inagotable y de seguir aus-citando nuevas sensaciones y asociaciones, según la personalidad y la actitud de quien se aproxima a descubrirlo. |
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Sea la hora del alba —la del alba seria... — o la de las estrellas; sea la hora del sol —la hora del rubicundo Apolo — o la de la sombra en la fresca floresta florida; sea en Castilla o en Aragón o en Cataluña, el campo es el escenario material donde se mueven y actúan casi todo el tiempo los personajes de la obra, y es, principalmente, el escenario espiritual creado por el color y la elipsis, y el ritmo literario, en cuanto a la forma, y por la originalidad y profundidad del tema, en cuanto al fondo del relato. Con arte inigualable, Cervantes entroniza el campo y mantiene su hegemonía protagónica más allá de las particularidades que puedan corresponderá, merced a esa atmósfera tan peculiar que señaláramos, a ese clima o aire ingrávido y transparente, mañanero, que se respira y se siente, como un perfume, y hasta se ve, como a veces se ve también el alma en los ojos que nos miran. Cervantes, hombre del siglo XVI, es decir, moderno, sabia de verdades y sabia de aristocracias; sabia que el campo es la suprema verdad, y sabia que cada cual —sin exclusiones de ninguna especie— es hijo de sus propias obras: la triple aristocracia del corazón, de la cabeza, de la mano. |
Crónica de Eduardo Martínez Rovira
Dibujos de Gustavo Doré
(Especial para EL DIA)
Suplemento dominical del Diario El Día
Año XXXIX Nº 2004 (Montevideo, 5 de diciembre de 1971)
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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