Juan Martín y Nicanor
en el Montevideo colonial

Raquel Martínez Silva

A la caída del sol se levantaban los puentes levadizos sobre los fosos que rodeaban a la Montevideo amurallada. La ciudad dormiría aislada, erizada de cañones y con vigilantes soldados apostados en  los torreones. No sería fácil para nadie atacar Montevideo.

 

Dentro de los muros, la humilde casa de Juan Martín era de las más acomodadas del vecindario: muros de piedra y barro, techo de tejas rojas, una sola planta. Estaba ubicada sobre la calle De la Cruz (hoy 25 de mayo).

 

Lo más lujoso de la casa era el comedor, donde ocupaba el lugar de honor un reloj de péndulo que anunciaba las horas que pasaban sin apuro. En el piso, un  cuero de [1]yaguareté daba fe de las habilidades cazadoras del padre de Juan Martín, un próspero comerciante al que todos llamaban Don Ignacio.

 

A la hora del almuerzo toda la familia se reunía en la gran habitación, donde, sentados alrededor de la mesa de jacarandá,  cubierta por un fino mantel de lino blanco, comían alegremente la sencilla comida preparada y servida por las esclavas de la casa.

 

Juan Martín ya tenía siete años, por lo tanto podía responder correctamente cuando alguien le preguntaba sobre el negocio de su papá, aunque era posible que se olvidara de alguno de los rubros ¡eran tantos! Porque Don Ignacio vendía a los vecinos de la ciudad toda clase de mercaderías importadas, legal o ilegalmente, de Europa: telas, platos, ollas, cuchillos, espuelas, frenos, [2]vino Carlón, harina, azúcar, sombreros, sal, aguardiente, pañuelos de seda, taburetes para piano, rapé, gorras de dormir, jamón, galletas, arroz, escobas de palma, ejes de carreta…más yerba, tabaco y alguna otra cosa que traían los barcos desde Cuba o Brasil. En fin, de todo. De todo tenía  para vender, menos máquinas, herramientas y materias primas ¿Para qué? Si no había ni una sola industria en la Banda Oriental.

 

Toda esta mercadería extranjera se pagaba sólo con cueros, sebos y crines (de vacas y caballos), y con el tasajo que se preparaba en los saladeros, entre ellos el de Don Ignacio.

 

¡Cómo le gustaba a Juan Martín ir al puerto a ver  llegar o partir los barcos a vela!

 Ya había aprendido a diferenciar [3]bergantines, [4]goletas[5], balandras y [6]fragatas. Y qué alboroto cuando, cuatro veces al año, llegaban los[7] paquebotes con la correspondencia desde La Coruña! Traían noticias frescas de esos abuelos que nunca conoció personalmente.

 

En uno de los tantos barcos que  llegaron al puerto, desembarcó, cuando él era muy pequeño, la “Tía Lucía”, negra[B1]  esclava que desempeñaba las tareas en su casa: lavaba, planchaba ( con una enorme plancha llena de carbones ardiendo), cocinaba (¡qué bien preparaba  la [8]mazamorra!), limpiaba pisos y cacerolas, mientras Doña Inés, la madre de Juan Martín, cosía, bordaba o tocaba el piano, cuando no salía a dar una vuelta por la Calle de las Tiendas con Rafaela, su hija mayor.

La Tía Lucía no vino sola de Angola, su hijo Nicanor aun tomaba pecho cuando los ofrecieron en subasta: “Negra joven y fuerte, regordeta y cara lisa, útil para todo trabajo y buena nodriza, irá con su hijo de catorce meses, sano, robusto. Un solo lote!”

 

Como Doña Inés tenía poca leche para Juan Martín, rogó a D. Ignacio  que adquiriera el lote, y, desde entonces hasta los dos años, Juan Martín mamó de los negros senos de la

Tía Lucía.

 

El trato a los esclavos era bastante familiar en casa de D. Ignacio, que no tenía mal corazón.  La esclavitud no le parecía justa ni injusta, simplemente era la costumbre de la época y nunca se detuvo a cuestionarla.

En su casa no se azotaba a los esclavos hasta hacerlos sangrar, ni se los paseaba por la calle con argolla al cuello y candado, ni se los hacía trabajar más horas de lo que podían resistir, conductas todas ellas bastante comunes en otros amos.

 

Nicanor y Juan Martín crecieron juntos. Juntos iban por las mañanas acompañando a la Tía Lucía a la Plaza de las Verduras, frente a la Iglesia Matriz. Allí los verduleros exponían su mercancía en el suelo, sobre lonas. Traían de  las chacras frutas y verduras en [9]arganas, a lomo de mulas, a las que guardaban en un corral cercano.

 

Dos veces por semana iban los tres a comprar carne a la Plazoleta de la Ciudadela, vendida sobre las mismas carretas que la transportaban desde campaña.

 

¿Qué divertido era en invierno chapotear en el lodazal de las plazas! ¡Cuántos rezongos de Doña Inés al llegar todos cubiertos de barro!

 

Los viernes, muy temprano, iban a la calle de los Pescadores, ya que ese día, religiosamente, Don Ignacio exigía pescado en su mesa.

 

Luego de las compras, los dos niños pasaban la mañana jugando en el patio de la casa, descansando sólo para correr a la puerta cada vez que escuchaban un pregón: “¡A  la buena leche gorda, marchante!”y allá iban los dos a pedir al lechero manteca de [10]“ñapa”.Y así con el panadero, el velero… El aguatero traía agua en la [11]pipa de su carreta, llenada muy temprano en los manantiales de la Aguada, cerquita de la Quinta de las Albahacas (Miguelete y Piedra Alta). Al llegar a la casa,  pasaba el agua de la pipa a la [12]caneca, que llevaba en la cabeza hasta el portón, donde la vertía en las [13]tinajas que la tía Lucía le alcanzaba. Cuatro canecas costaban medio real en buena época y un poco más si había sequía. Por eso Doña Inés se disgustaba tanto si los niños jugaban con agua o la derramaban al volcar de la jarra a la palangana de porcelana: era un tesoro  que no se podía derrochar.

 

A medida que fueron creciendo, la amistad de los niños se fue adaptando a las  pautas que la sociedad y la familia les imponían, se tenían afecto, pero  estaba claro entre ellos que Juan Martín era el amo y Nicanor el esclavo negro.

 

Juan Martín iba al Colegio de los Padres Franciscanos y estaba aprendiendo a leer, lo que asombraba y despertaba la admiración de Nicanor. Durante las tardes lluviosas de invierno, se escondían los niños en la pieza de los trastos, y Juan Martín trasmitía a Nicanor lo que había aprendido en la escuela, sobre todo aquellas cosas que, por difíciles, le habían costado varios [14]palmetazos en las manos. En esos casos  no se libraba  el esclavito de los  golpes que con una palmeta improvisada le  propinaba  el amo convertido en maestro.

 

Pero en época de vacaciones era Nicanor el que proponía las diversiones: durante el tiempo que le quedaba libre luego de cebar mate a sus amos, secar los platos lavados por su madre y cumplir los recados  de D. Ignacio, dejaba volar la imaginación inventando travesuras que luego llevaría a cabo con Juan Martín.

 

Un día de verano, luego de anunciar que irían a la iglesia a visitar al cura, se introdujeron a escondidas en una carreta que llevaba mercancías para campaña.

 

Totalmente hecha de madera, sin ejes de acero ni elásticos, tenía enormes ruedas de más de dos metros de alto y un eje de madera que se untaba diariamente con sebo para evitar el espantoso chirrido que producía. Conducida por bueyes uncidos a un yugo, tenía el techo de[15] cuero crudo  de toro y los costados de junco y mimbre.

 

Escondidos entre telas y tinajas, Juan Martín y Nicanor llegaron sin ser vistos hasta el primer descanso del carretero…¡ Qué susto cuando la carreta se meneaba, se hundía, se volvía a levantar bruscamente mientras el agua salpicaba sus flancos al vadear un arroyo!

 

El conductor, atento a los peligros del viaje y picaneando a los bueyes para llegar a destino antes de anochecer, no se percató que tenía pasajeros a bordo.

 

Se detuvo en un monte a descansar y a tomar mate, encendió fuego y el aroma del churrasco hizo emerger de la carreta dos cabecitas despeinadas y hambrientas.

¿Qué hacer ahora? ¿Cómo avisar a don Ignacio que su hijo estaba a salvo? Con mucho disgusto compartió el carretero su almuerzo y partieron hacia la [16]posta  más cercana, desde donde un jinete regresó en ancas los niños a su casa.

 

Don Ignacio, muy enfadado, decidió separar a los niños poniendo en venta a Nicanor, pero el llanto de Juan Martín y la Tía Lucía, así como la promesa firme de no reincidir, consiguieron hacerle desistir de la idea.

 

De todas formas, los niños estuvieron castigados hasta el fin de las vacaciones, con la prohibición de salir juntos, tanto solos como acompañados por un mayor.

 

Nicanor recibió doble castigo, porque Juan Martín  lo culpó de haber sido el gestor de la aventura, y se recluyó en su cuarto sin hablar para nada con su amigo esclavo.

Un domingo como tantos, toda la familia fue al Candombe, en la costa sur de la ciudad.

Los domingos los  esclavos tenían licencia de sus amos para divertirse en esta fiesta de su tradición africana y divertirlos a ellos, que no faltaban como espectadores.

 

Al son de la tambora, del tamboril, de la marimba y los platillos, los negros cantaban su “Colunga cangué…el llembiá ellumbá” acompañando con palmadas cadenciosas a los danzantes que movían caderas, piernas y brazos a compás. Los amos ponían unos vintenes en los platillos pasados por las muchachas y  los niños comían pastelillos, rosquitas y alfajores que vendían las negras viejas sentadas en el suelo, con su tablero cubierto por inmaculado mantel.

Luego todos, los amos por haber disfrutado un buen espectáculo, y los esclavos por haber olvidado por un rato su condición, regresaron contentos a su casa.

 

 

El retorno estuvo accidentado debido a las ratas que deambulaban entre la basura amontonada en las calles. Una de ellas se le enredó a Doña Inés en los pies, con la consiguiente alharaca de parte de ésta, que no cesó de gritar hasta que D. Ignacio le asestó un golpe mortal con la punta del bastón (A la rata, claro, no a Doña Inés).

 

Llegaron a casa cuando hacía ya rato que el farolero, subido a la escalera y con una gruesa estopa, prendiera los faroles que no se apagarían hasta las once.

 

La tía Lucía había bailado como nunca, con su vaporoso vestido rojo a lunares verdes y su turbante azul. Sin embargo, al sentarse a comer un pastelillo, sintió una puntada en el pecho y su cabeza comenzó a arder. Debió tomarse del brazo del tío Olegario para regresar, directamente a su cama, en un acceso de tos.

 

Doña Inés mandó a Olegario en busca del doctor, un español que vivía en la calle de la Matriz, y éste vino con una bolsa llena de sanguijuelas importadas, compradas en la calle de San Miguel a real cada una.

 

El doctor aplicó las sanguijuelas a tía Lucía para “sangrarla” y quitarle el mal, pero no obtuvo muy buenos resultados. La fiebre cedió un poco, pero tía Lucía fue empeorando día a día, hasta que el médico dijo que ya nada podía hacer. Al poco tiempo murió.

 

Mucho lloraron Nicanor y Juan Martín cuando por la noche llevaron su cuerpo al depósito de la Iglesia Matriz y celebraron la Misa.

 

Al día siguiente marcharon en el cortejo hasta el cementerio cercado de ladrillos, fuera de los muros de la ciudad. Por el camino enlodado, atravesando zanjones y cardales, Olegario y otros cinco esclavos llevaron el ataúd a pie.

 

A la vuelta del cementerio, el bueno de D. Ignacio hizo servir a todos chocolate con bizcochitos, como si la tía Lucía hubiera sido  miembro de la familia.

 

A partir de ese día Nicanor quedó al cuidado de la tía Eufrasia, la joven esclava que sustituyó a Lucía en sus tareas.

 

Nicanor lo aceptó sin rebeldía, guardando su dolor en el fondo de su corazón y sin derramar una lágrima.

 

Por unos meses siguieron los niños su vida de obligaciones y juegos, hasta que un día escucharon la noticia: ¡¡ LOS INGLESES ESTABAN EN BUENOS AIRES!!

Lo que pasó entonces lo veremos en otra historia.

NOTA:  La mayoría de los datos históricos y descripciones de época fueron tomados del libro “Las gentes y las cosas en el Uruguay de 1830” de Enrique Méndez Vives. (También el vocabulario de las notas al pie). R.M.S.

 

Referencias:

 

[1] Animal parecido al tigre, más pequeño y muy peligroso. Vive en América.

[2] Vino tinto producido en Sanlúcar de Barrameda (España).

[3] Velero de dos palos con velas cuadradas y otra llamada bergantina.

[4] Velero pequeño y ligero.

[5] Embarcación pequeña, con cubierta y un solo palo.

[6] Velero de guerra.

[7] Embarcación que lleva correspondencia y pasajeros.

[8] Maíz cocido que se come con leche y azúcar.

[9]  Gran saco utilizado para transportar frutas y verduras.

[10]  Yapa, lo que se da de regalo cuando se vende algo.

[11] Tonel para transportar líquidos (agua, vino etc.)

[12] Balde de madera.

[13] Vasija grande de barro cocido en esa forma.

[14] Golpe dado en la palma de la mano con una palmeta (tabla pequeña y redonda con agujeros y un mango)

[15] Cuero sin curtir.

[16] Conjunto de caballería apostado en los caminos a distancias variables para que correo y viajeros, cambiando de caballo, viajaran más rápido.

Raquel Martínez Silva

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