La muñeca |
Es
la hora del regreso. Avanza
el ómnibus desbordando risas y alboroto. Trae
a los niños de la escuela hacia sus casas. De
repente, en una loma, explotan en el aire los cantos y las risas, y todo
es muerte, y humo, y fuego, y confusión.
Los
trozos retorcidos del metal se enroscan con pedazos de miembros mutilados.
Toda la alegría, en un instante, se transforma en dolor. Suben
la cuesta las madres, corren, llegan, buscan, gritan, lloran. Sabían, temían,
sentían desde el inicio de la guerra, que este día iba a llegar. Una
de ellas encuentra en una zanja la muñeca querida de su hija, limpia,
entera, ilesa, pintada en el rostro la sonrisa. La
mujer es judía, o musulmana, o practica
el vudú o algún rito africano, o tal vez,
por qué no, sea cristiana o católica apostólica romana. Mucho
después, cuando han enterrado los despojos en una fosa común, cuando están
agotados los ayes y los gritos y las lágrimas, cuando llega la hora del
silencio, bajan las madres sorteando las piedras del sendero. Una,
lleva apretada la muñeca contra el pecho. El
camino es largo, duro, lento. Sea en Beyrut o en Tel Aviv, en el Congo o
en Haití, La
mujer llega a la casa vacía, sólo tenía una hija, el hombre
lucha en la guerra. Coloca la muñeca sobre la mesa y se deja caer en una
silla. Entonces
mira a la muñeca. La muñeca le sonríe. La mujer siente ahora un odio
incontenible, se levanta y toma las tijeras. Destroza la muñeca en mil
pedazos y los quema hasta reducirlos a cenizas. Sale y esparce las cenizas
en el fondo de la casa. Entra. Termina
el día. A lo lejos repica el bombardeo y la muerte prosigue su cosecha
hasta……¿cuándo? |
Raquel Martínez Silva
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