Juan Martín y Nicanor |
“Orientales,
la Patria peligra, reunidos
al Salto volad; ¡libertad!
entonad en la marcha, y al regreso decid:¡ libertad! |
A
las orillas del Salto Chico las canciones y los fuegos brotaban como
hongos después de la lluvia. Al
son de las guitarras subían al cielo los versos de Bartolomé Hidalgo,
enredados en las llamas del fogón. El
aire tibio se inundaba de olor a carne asada, y el mate viajaba
cansinamente de mano en mano. Juan
Martín buscó en su morral el calendario que le había regalado Fray
Gorgonio cuando iba al
Colegio, allá en Montevideo. Al
lado de cada fecha había un renglón donde anotaba lo más importante de
cada día. Junto
al 10 de diciembre anotó el número 41. ¡Cuarenta y un días de marcha!
Los agujeros de sus zapatos podían dar fe de ello. ¡Qué
lejos quedó aquella noche de junio, cuando, escondido tras las cortinas
de su ventana, vio pasar a sus profesores, los frailes de San Francisco,
llevados a punta de pistola por Bernardo Pompilio
hacia el Portón de San Pedro! Dos
noches después irrumpieron los soldados en su casa, arrinconaron a la
familia arrancada del calor de sus camas y dieron vuelta todo: tiraron la
ropa de los cajones, revisaron hoja por hoja los libros de Don Ignacio y
hasta hurgaron dentro del piano de Doña Inés. A
Rafaela le dio un ataque de nervios esa noche y no podía parar de llorar.
Es que el teniente español a cargo del operativo era aquel muchacho tan
buen mozo que la cortejara en el último baile. Don
Ignacio se salvó del calabozo porque no encontraron pruebas
de que perteneciera al grupo patriota que se reunía dentro de la
ciudad sitiada. Sin embargo, un mes después, los sacaron de la casa con
lo puesto. Un
esclavo, que se había escondido en la copa de una higuera del patio, pudo
rescatar una carreta. Alcanzó a la familia ya fuera de los muros, cuando
caminaban en el fango, temblando de frío y de miedo, entre el fuego de
sitiados y sitiadores. Así
llegaron al Cordón, donde acampaba Artigas con sus hombres. Al
otro día, y hasta el mes de octubre, se refugiaron en la estancia de la
familia, no lejos de Mercedes. Don
Ignacio era un tranquilo comerciante que apoyaba la revolución oriental,
pero no tenía pasta de guerrero. Permitió
incorporarse al ejército de Artigas a cuantos peones y esclavos lo
quisieron, y envió al sitio víveres y utensilios de su depósito de
mercaderías hasta que fue descubierto por Elío; luego mató reses de su
estancia para abastecer a los revolucionarios. Fray
Gorgonio fue a Mercedes con ellos, donde pasaron tres largos meses, los
hombres haciendo inventarios de ganados y caballadas, las mujeres bordando
y cosiendo banderas y estandartes y preparando vendas para los heridos. Las
noticias que llegaban sobre el avance portugués y el desarrollo del sitio
eran atrasadas, cuando no contradictorias. Por
las tardes D.Ignacio galopaba hasta la pulpería más cercana, y, mientras
jugaba al tute o a la taba con otros hacendados, intercambiaba información
sobre los acontecimientos de la guerra. -“¿Qué
espera Rondeau para entrar en Montevideo”? -“¿Hasta
dónde han avanzado los portugueses?” El
nerviosismo propio de la inseguridad e incertidumbre no le impedía
quedarse horas mateando y conversando. Pasaron
los grandes fríos, el campo se llenó de macachines y margaritas,
salieron los tatús de sus cuevas. Por
las tardes, Fray Gorgonio congregaba a los niños bajo la parra, donde,
además de confiarles los secretos de la ortografía y
la regla de tres, los alucinaba con la historia de España y
Bonaparte, del absolutismo de Fernando y la rebeldía de la Junta de Mayo.
Culminaba siempre con un fervoroso discurso
patriótico y exaltando la figura de Artigas. En
esas tibias tardes de primavera, Nicanor, deslumbrado, conoció lo más
parecido a una escuela, de la que tanto le hablara Juan Martín. Durante
los ratos libres los dos niños salían
a pescar al arroyo o jugaban a “Sitiados y sitiadores” con los
hijos de la peonada. Las piedras se convertían en balas, las ramas en
espadas, las camisas en banderas y no faltó algún herido de verdad que
tuviera que curarse a escondidas de doña Inés. En
el juego, los niños asumían las personalidades más conocidas, pero el
fraile tuvo que intervenir cuando se fueron a
las manos disputándose el rol de Artigas. -Artigas
no es ninguno y son todos, dijo el maestro. Su espíritu alienta en todos
ustedes y ninguno puede adjudicarse la exclusividad. El
24 de octubre Don Ignacio reunió a toda su gente. Su
gesto adusto no anunciaba alegrías. Les
contó lo que supo sobre las Asambleas Orientales, la de la Panadería de
Vidal y la de la Quinta de la Paraguaya, y cómo, a pesar de las
protestas, Buenos Aires firmó el armisticio. -¿Qué
es eso? Preguntó un gaucho que fumaba en un rincón. -Ni
más ni menos que la traición de Buenos Aires, intervino Fray Gorgonio. -Nos
entregan a Elío y dicen que así se van a ir los portugueses. -No
lo creo, acotó Isidoro, un gaucho viejo con cara de pocos amigos. Con los
destrozos que vienen haciendo… Esos cerdos no reculan hasta que estén
todos muertos… Atrás
de la rueda, en un rincón los niños y en otro los esclavos, escuchaban
sin voz ni voto. Doña Inés permanecía en silencio al lado de su esposo,
apoyando sus palabras con movimientos de cabeza. -Tengo
más novedades si hacen silencio,
acotó D.Ignacio. -Artigas
levantó el sitio y se fue con su gente a San José, y ahí decidieron
emigrar todos, soldados y pueblo en armas. Se
levantó un murmullo en todo el galpón. -¡¡Silencio!!
La voz grave y llena de autoridad selló las bocas. -Esta
es una decisión muy grave que debemos tomar. ¿Nos quedamos aquí, sin
hacer nada, esperando que portugueses o españoles maten o lleven nuestros
ganados, saqueen nuestras casas, roben nuestras mujeres, maltraten a
nuestros niños? Tal vez suceda, tal vez no suceda nada. -Si
nos vamos tras Artigas no sabemos si vamos a regresar, o cuándo. Será
penoso, pasaremos más necesidades que ahora, pero nuestro orgullo
oriental brillará bien alto. Quiero que ésta sea una decisión libre de
cada uno de ustedes. El que quiera quedarse que se quede. Yo parto con mi
familia pasado mañana, cuando salga el sol. -Y
nosotros, ¿En qué podemos ayudar? dijo Juan Martín. -
Hay trabajo para todos, grandes y chicos, por eso no deben preocuparse. Yo
les iré indicando las tareas a medida que sea necesario. -Los
que hayan decidido emigrar quédense, que tenemos que organizar la marcha.
Los demás pueden retirarse. Nadie
se movió. Un gauchito joven, al que una herida de facón que ya sanaba
había mantenido lejos del ejército sitiador, lanzó la consigna:
“TODOS CON ARTIGAS”, HASTA DONDE SEA Y HASTA CUANDO SEA!! -“¡¡TODOS
CON ARTIGAS!!”, respondieron a coro. Al
día siguiente estalló una actividad inusitada. Don
Ignacio daba órdenes a diestra y siniestra. Mujeres, hombres, niños y
esclavos guardaban objetos y víveres en cajas de madera, corrían
cargando las carretas, preparaban los caballos para el viaje. -¡Sólo
lo necesario! ¡Sólo lo necesario! – no se cansaba de repetir Don
Ignacio. -No,
no, ¿para qué esos vestidos elegantes? -¡Pocas
ollas, que pesan mucho! -Nicanor,
a meter las gallinas en la jaula. -Los
arrieros, ¡a juntar el ganado, que va con nosotros! Bullía
la estancia de trabajo y patriotismo. A
la noche, último fogón en los galpones y una arenga de D. Ignacio sobre
la conducta a seguir en la caravana. -Las
mujeres, no apartarse de las carretas. -No
cansar a los caballos. Si queremos apurarnos mucho no llegaremos a
incorporarnos a la “Redota”. -Los
niños se alternarán, unas horas a pie y otras en las carretas. Al
amanecer, todos en su puesto, se aprestaron a partir. Cuando
las tres carretas, los caballos y el ganado perdieron de vista las casas,
Don Ignacio y tres de sus hombres volvieron atrás al galope y prendieron
fuego a todo lo edificado y a -¡No
hay que dejarles nada a tiranos e invasores! Sin
grandes vicisitudes llegaron a Porongos, donde se reunieron con el grueso
de los emigrante Después
de varios días de marcha: -¡Mira,
Nicanor, allá, en lo alto de la colina! -Son
un grupo de indios que vienen a ofrecer su ayuda. Con
ellos, Guidaí, que pronto se hace amiga de Juan Martín y de Nicanor. La
niña charrúa debía su nombre a haber nacido una noche de luna llena. A
pesar de la rivalidad que su
presencia hacía germinar entre los varones, que competían entre sí
para despertar la admiración y
el amor de la indiecita , los
tres niños unidos no permanecían ajenos a ningún acontecimiento, y ¡vaya
si los hubo en el casi mes y medio de marcha! Cuando
nació el bebé de Rosalía, ellos atravesaron medio campamento en busca
de la comadrona. Cuando
la sobrina de Doña Inés se casó con el gaucho Ramiro, ellos asistieron
a Fray Gorgonio en la preparación y en el oficio de la ceremonia.¡Qué
linda estaba Elvirita con su mantilla de encaje! A la sombra de un algarrobo armaron un altar que adornaron con velas y flores
silvestres. Durante tres días juntaron
guijarros, lo más parejos posible en tamaño y color, para
preparar el sendero por el que caminaría
la novia hacia el altar, del
brazo de Don Antonio, su padre. Allí la esperaba Ramiro, sus botas
gastadas brillando de aceite y el pelo trenzado hacia atrás. Y
cuando Isabel, la hija de Clodomiro ardía de fiebre, pidieron a los niños
que consiguieran hojas de tártago. Decía
su abuela que poniendo una de estas hojas frescas sobre el vientre
de la niña, la hoja se secaría llevándose todo el mal. Juan
Martín y Nicanor no sabían por dónde buscar, y entonces fue Guidaí la
encargada de guiarlos. Doña
Inés les negó el permiso para ir. Acostumbrada a su casa, su piano y sus
bordados, tenía miedo de los peligros del campo. Rafaela
y Matilde, sus hijas, se habían
adaptado mejor que ella a las necesidades y privaciones de su nueva vida. Los
niños no obedecieron. Lo que importaba ahora era curar a Isabel y ellos
se sintieron responsables de la misión que se les encomendara. Subieron
la loma, vadearon un arroyo, Guidaí adelante, marcando el camino. -¡Despacito
y por las piedras! Descalzos,
sintieron la frescura del agua cristalina que les permitía ver sus pies a
medida que avanzaban. Gritaban
las cotorras en lo alto de los árboles, un colibrí permanecía
suspendido en el aire, inmóvil, mientras libaba el néctar de una flor,
las mariposas revoloteaban a su alrededor, pero ellos no se dejaban
distraer. Debían ir de prisa, Isabel los necesitaba. Caminaban
entre altos pastizales cuando -¡Ay! gritó Nicanor, -¿Qué es eso? -
Es una yara, dijo Guidaí, -¡Cuidado, no se muevan! Pero
la serpiente, en un rápido movimiento de cabeza clavó sus colmillos en
el tobillo de Nicanor. Guidaí
saltó al instante, y con una enorme piedra que aun no sabe cómo pudo
levantar, aplastó la cabeza de la yara. Juan
Martín quedó paralizado, sin saber qué hacer. Nicanor
yacía en el suelo, gritando de dolor. Guidaí,
con la serenidad característica de su raza, se agachó junto a Nicanor y
comenzó a sorber el veneno de la herida. Sorbía
y escupía Guidaí, y volvía a sorber y escupir, ante los ojos atónitos
de Juan Martín. Luego arrancó un jirón de la camisa de éste, lo mojó
en el arroyo, y lavó el tobillo de Nicanor. -Ahora
quédate recostado aquí, a la sombra del tala- dijo Guidaí,- Juan Martín
y yo iremos por el tártago y te recogeremos a la vuelta. Nicanor
no tenía idea que Guidaí acababa de salvarle la vida. Protestó que quería
ir con ellos, pero Guidaí, haciendo prevalecer su autoridad en el
terreno, fue intransigente. Dejaron
a Nicanor una bota de agua y continuaron su camino, Juan Martín dando
gracias a la yara que le daba
la oportunidad de estar solo con Guidaí. A pesar de ser el amo y por lo
tanto, tener el poder de librarse del esclavo sólo con pronunciar una
palabra, no quería poner en evidencia sus sentimientos. Cuando
atravesaban un montecito de espinillos, de pronto dijo Guidaí: -¡Rápido,
Juan Martín!, escóndete, súbete a la copa de este árbol, ¡rápido, rápido! Juan
Martín obedeció sin discutir, pensó que otra yara se cruzaba en su
camino. -Silencio-
susurró Guidaí con el índice sobre los labios. Al
cabo de pocos minutos, que a Juan Martín le parecieron horas, vieron
pasar bajo ellos los cascos empenachados de una patrulla portuguesa. -No
hay “ninguem” por estos pagos, ¿dónde estarán nuestros compañeros?-
dijo uno. -
Tal vez se hayan unido a Artigas,-bromeó el otro. -
Si por lo menos hubiera alguna vaca…pero todo se llevaron estos malditos
orientales. Cuando
los soldados se perdieron de vista, recién pudo hablar Juan Martín que
había quedado mudo del susto. -¿Cómo
supiste, Guidaí? -Lo
aprendí de mis mayores. Al
fin, recuperado Nicanor y con
las hojas frescas de tártago en el morral, volvieron al campamento los
tres niños. Don
Ignacio y Doña Inés estaban muy preocupados pero se tranquilizaron al
verlos sanos y salvos. Isabel
se recuperó pero continuó el viaje en la carreta de Don Ignacio; la de
sus padres había volcado. Roto el eje de madera de una de sus ruedas,
debieron abandonarla en el camino.
Todos
estos recuerdos afloraban para Juan Martín entre las páginas de su
calendario, aquella noche en el Salto Chico. Al
lado del 41 escribió con mano sollozante: “Adiós Guidaí. Al
día siguiente cruzarían el río Uruguay. Los charrúas no abandonarían
su territorio, permanecerían en la margen oriental. La
carne sólo había dado para una pequeña porción cada uno. Había
refrescado. Juan
Martín tenía hambre, la poca ropa que le quedaba no lo abrigaba y le dolía
el alma cuando pensaba en Guidaí. Nicanor
trataba de animarlo: -¡Va
a ser divertido! Los
mayores ya habían preparado las balsas y las pelotas de cuero cosidas en
las que cruzarían el río. Los niños no entendían el temor que la
aventura producía en Doña Inés y las muchachas. Un
grupo lejano entonaba: “¡Salve,
oh, Salto! mansión destinada a
los libres que el sol vio nacer justo
asilo de acción muy heroica ¡quién
sus timbres pudiera tener!!” Las lágrimas silenciosas de Guidaí brillaban bajo la luna llena: tal vez nunca volverá a ver a sus amigos. |
Raquel Martínez Silva
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