La última morada

Carlos Martínez Moreno

I

Había entrevisto ya, en la penumbra lechosa, el barandal que amurallaba el recodo de la escalera —dando un balcón al patio de damero— cuando tropezó y cayó, lanzando unos escalones más arriba los zapatos que llevaba en la mano. Se oyó un chistido, y una luz encendida de pronto dibujó los balaustres, antes informes y fantasmales. El chistido y la luz eran un ultraje a su infeliz y torpe cautela de borracho, la que lo había hecho descalzarse y subir en puntillas, tanteando la lisa superficie de las paredes y las oquedades de los rincones. Irritado entonces, se enderezó pesadamente, tomó un zapato y lo arrojó hacia el jarrón que, en uno de los extremos del rellano, coronaba la escalera, igual a otros que, en espaciadas hornacinas, se enquistaban en los muros del patio. La tapa del jarrón saltó y se hizo añicos, con un ruido quebradizo que trajo instantáneamente el arrepentimiento y la pena (una pena agarrotada y tartajosa, balbuciente de últimos insultos) adonde acababa de existir la furia. El recuerdo de esa brutalidad embotada e inerme lo perseguía a lo largo de los años. “El que yo fui me espera / bajo mis pensamientos”. Bajo mis sentimientos, mejor. El ánfora sin tapa había quedado, decapitada y verdinosa, vigilando el retorno de todas sus noches, y había seguido allí luego de la muerte de la madre y hasta el remate de la casa. La madre había acudido al ruido (sin un olor de cenizas mojadas, porque estaba viva y despierta) y él había querido simular un accidente, había pretendido dar a entender que había embestido sin querer el jarrón, dejándolo sobre el pilar sin removerlo pero habiéndose llevado aquella suerte de labrada capucha que lo recubría. La madre nada le había reprochado, pero conocía aquellos desbordes, que repetían los del padre casi hasta sus últimos días.  Al oír su voz queda, que le interrogaba si no se había hecho daño, y ponía en la pregunta el desalentado samaritanismo y el ostensible don de martirio que ella prefería para su voz, como otro velo de su viudez, sintió a un tiempo la vergüenza y la tontería de haber caído de nuevo en las trampas de la bondad, del perdón y de las promesas. “Esta vez no le ofreceré enmendarme”, pensó. El papagayo, que no había emergido de la oscuridad al simple golpe de la tapa en el suelo, chirrió su repentina locuacidad al oír la voz del ama. Él lo odiaba ahora, anacrónicamente, porque era algo así como el tiempo embalsamado, y porque sus gárrulas y destempladas vociferaciones no habían respetado siquiera aquel día de la casa, cuando la madre estaba muerta y las criadas entraban a la cocina y salían de allí con una premura silenciosa y devoradora, trajinando tizanas y café, golpeteando los pocillos mellados para ahuyentar toda la lóbrega servidumbre de muerte que se había aposentado en patios, piezas y corredores, y simulando que un cuidado solícito por los vivos (por la vieja tía sofocada, por las crisis de llanto y puñetazos en las sienes con que él medía su soledad e impotencia, para la vida) podía distraerlas de todo.

Como en noches y días de interminables años, desde que el capricho del abuelo había grabado en él, precozmente, unas pocas jaculatorias, había gritado entonces —sobre el silencio cirial, contra la baja murmuración de los rezos— ¡Viva Cuestas, Viva la dictadura! Silbaba desagradablemente e insistía: ¡Cuestas, cueste lo que cueste! Lanzados estos petardos, consumidas estas pocas y arcaicas bengalas de su estilo, acababa pidiendo, con más calma, “las sopas de pan con vino”.

Aquella noche simplemente chilló, sin articular ninguna de sus consignas, chilló cuando la madre —pálida sobre los lechosos balaustres, desde la eminencia flotante de su camisón— le había preguntado si no se había hecho daño y había comenzado a descender, pasando tras el jarrón degollado e inclinándose sobre él, que jadeaba y maldecía tan estúpidamente como el papagayo, pero con una conciencia de culpa que el procaz animal nunca conocería.  Tal escena —la vuelta de la escalera, los fragmentos del jarrón, la deshecha cabellera de la madre, ese chirriar de bisagras enmohecidas que venía desde el segundo patio y, con un pulso firme que ordenaba todos aquellos incoherentes detalles, el reloj de pesas del comedor, dando las dos de la mañana— estaba destinada a sobrevivir y a presentársele, con una recurrencia que no mitigaban los años, como un reproche agotado pero inmortal. ¿Se conservaría en aquel quieto rincón de la casa el olor rancio que, al levantarse ayudado por ella, había sentido desprenderse entonces de sus propias vestiduras?

El hijo único. Evocaba el día en que había quedado solo —solo entre los amigos, solo ante las tazas de café y las ventrudas copas que ofrecían al fin de la noche su gota restante de cognac— solo con sus deberes y con su dinero, despojado y poderoso en la equívoca sensación de ese hecho. Aquella figura en camisón que se abismaba sobre sus años vividos, era la única que proveía por él, por sus holganzas, la única que le alcanzaba la ternura de no preguntar y la bondad de no saberlo; era la toalla mojada sobre la cara descompuesta, la ropa en la silla para las borracheras desplomadas.  Desde entonces ni siquiera los excesos pudieron existir, porque faltaban en el mundo, faltaban en el aire espeso de las noches la confortación y la impunidad. A partir de aquel día, la embriaguez había tenido un cauce demasiado inequívoco, un sentido infamatorio y retorsivo de la timidez sexual. Era el ludibrio que desaguaba en la tropelía nocturna, en el ingenio, en la risa, en la agresividad, a cambio de no poder consumarse —contra la repetida obsesión, y a pesar de las sugestiones y supersticiones de cada vez— en la mujer, la mujer que los amigos le agenciaban y cambiaban, la única que quedaba para la mano inservible, para el pellizco obsceno pagado como cópula. El craso ludibrio del craso físico. Era la misma impotencia adenoidal que, en los días de la infancia, lo hacía salir corriendo de la casilla de Pocitos hasta la orilla y volver corriendo desde allí, con el más pudoroso, largo y oscuro traje, con las nalgas vergonzantes intactas de arena pero abolladas y enormes.

-Estuvo en Toledo —había dicho Reyes. Pero no le gusta el Entierro del Conde de Orgasmo.

Y sin embargo —aliando distintas conveniencias— el matrimonio lo había arreglado todo. Esther, diez años menor que Bonel, no había conocido a la señora, como ella le llamaba con acre respeto. Prolongaba el uso de algunos de sus vestidos, de alguna de sus pieles; el único hijo no podía ponérselos, su adulto conservatismo no podía arrumbarlos, su piedad no podía subastarlos, como había subastado —entre penas, compungimientos, blandas consunciones sentimentales— la casa. (No la había rematado —pensaba ahora— por avidez de dinero, por sordidez, sino por un cobarde instinto de evacuación y de olvido, y acaso para exacerbar la pena quemando las naves, sin desalojar, en la rutina de los días por vivir, el prestigio y el incienso de aquella muerte, la sensación definitiva de clausura, el pío y ambiguo temor que lo hacía dudar por las oscuras y sucesivas habitaciones canceladas, que le hacía temblar los dedos sobre los picaportes. Si alguien lo empujaba entonces, si alguien se prestaba a aquel simulacro de la sensibilidad filial, subía en él una voluptuosidad triste y castrada, el regodeo emoliente de su invalidez para la vida y de la falta de motivos externos para vencerse y cambiar.)

Esther estaba fuera de ese santuario, fuera de las comparaciones desventajosas. Con la madre, él había recorrido Europa, de los dieciocho a los veinte años. Su experiencia de esos años se había reducido como las cabezas indias, se había apergaminado en dos o tres frases de instinto coloquial, para proponer al interlocutor (a Esther, a los hijos) una breve simpatía por lo desconocido, dejándolo distante. París era la Place Pigalle, las estampas pornográficas en el cajón con la llave pasada, y las recomendaciones para comer bien en algunos bodegones (los bistros, los deliciosos bistros de París decía como si todavía paladeara lo consumido en ellos) que tal vez se referían a sitios ya inexistentes. Italia era un saloncito de Nápoles, una “foto d’arte” donde le habían tomado, en un abanico plegadizo de postales, varias instantáneas que, pasadas en el golpe de la mano, recomponían la tosca y respetuosa parodia de un gran saludo, con el Borsalino claro traído por el brazo que avanzaba. El viaje era ese álbum, un caleidoscopio y algunas rarezas de feria popular (la tarjeta que se volcaba para que un querube rosado depusiera unos granos de arena). Las palabras “álbum” y “rarezas” eran los tics de tal exhibición, y jugaban en el discurso tan autoritariamente como las sentencias “El fascismo es una bicicleta, si se para se cae” o “Yo no sabré dónde está la última Cena, pero sé dónde se comen los mejores fetuccini de Roma”, que había escuchado a alguien y asumido como sus cifras de meditación y sensualidad italianas.  Esther, la hermana de Reyes, postulada para compartir la orfandad y el dinero, nada sabía de esas cosas, las escuchaba con el resentimiento que promueve en otras mujeres la noticia de una aventura anterior, la descompasada sensación de un adulterio pre-nupcial. Sin imaginación, sin vanidad, Bonel refrescaba siempre —porque el don de la repetición era su virtud conversacional más definida— esas penas injustas. Sin imaginación, sin vanidad, sus hijos se llamaron, como ellos dos, Ernesto y Esther, y nacieron para copiar esas caras y recoger esa limitada facundia del vivir.

II

—De todos modos —dijo Bonel— Mamá está en un nicho ajeno, y mi deber es rescatarla cuanto antes.

En el primer temor de la pobreza —que era el mero reflejo de la inquerida posesión del dinero, de la asunción de responsabilidades— la había hecho sepultar en el nicho de unos parientes, sin pompa alguna. "Como ella habría querido", se había dicho durante algún tiempo, repitiéndoselo para el auto-engaño. Pero sabía que no era así. De pie, con los ojos alzados hacia la jardinera en la que el viento del sur chamuscaba rápidamente las flores, esperando que un peón subiera a cambiarlas, había sentido muchas cosas —pensando en él y en ella— que aquella permanencia de prestado, que

aquel descanso intruso de su madre en la bóveda ajena definían su purgatorio filial. Sólo sacándola de allí podría ponerle término; rememoraba sus lecturas liceales, la Ciudad Antigua y los penates vagabundos, que pedían ser satisfechos. Y confundía sus recuerdos con sus temores: creía haber soñado que la madre aparecía en lo alto, en el recodo de la escalera o en aquella región inasible donde

él no podía mudar el agua del búcaro, para pedirle sin ternura ("Hazme una tumba" era la frase elegida) el santuario en que su amor de hijo la recogería a destiempo.

—No veo el apuro, después de tantos años, dijo Esther. Cuando el sentido de sus palabras era hostil, él despertaba de la indiferencia que mantenía hacia ella, para odiarla en bu vulgaridad. A pesar de la piel quemada de los veranos, de las cremas, de los escotes y de los pantalones ajustados, la treintena pasada empezaba a acentuar en ella, a escribir sobre sus rasgos la mezquindad esencial; la involución de la madurez ponía en sus facciones un sello de ininteligencia y rapacidad. Era imposible imaginarla unos años más allá, con los cabellos blancos y la sosegada nobleza de la vejez. Él no podía acceder, en cuanto a ella, a esa edad de la imaginación desde la cual el rostro de la madre ya no quería regresar, a aquel otoño en que lo amaba sin lágrimas.

—Ésa si que es una razón estúpida, dijo. Esther lo miró sin asombro, acostumbrada a esas elipsis del humor, en que él dejaba caer cualquier frase abrupta, más por desprendimiento de sus reflexiones que por el impulso simple de la conversación.

—Estúpida por no pensar que eres tú mismo el que se va acercando a esa morada que crees levantar para los otros. Usaba la palabra "morada" para añadir al proyecto de Bonel el toque empingorotado y ritual, un respeto cursi de  alocución fúnebre y también el énfasis neutral (higiene de la distancia para la muerte) que depositaba siempre, como la corona expeditivamente puesta para cumplir con un procer y ganarse una ciudad extraña, al pie de su reverencia por la señora.

Eso es verdad, pensó Bonel. Me voy acercando. Se vio ahora con los estrechos pantalones de pana —una pana azul donde corría el furtivo placer infantil de sus manos —caminando sobre el césped blando y mal cortado, o por el sendero de menudas guijas de color pizarra. Tía Emilia iba al lado, flameante junto a la cara la cola del sombrero, hollando la arenisca del borde del camino, de la que extraía un rumor apenas triste. Lo demás no lo era: el sol de media tarde, el zureo de las torcazas y, por encima de las tapias del fondo, el reflejo del río entre los pinos.

¿Era esto un cementerio, también en Montevideo sería así? Para indicarle que torciera, tomando por uno de los atajos que se perdía bajo la vegetación desprolija y creciente, ella le había puesto una mano en la cabeza, presionándole sin cariño los rulos amarillos que un rato antes le elogiara. No se atrevía a decirle su desilusión del lugar, no podía interrumpirla en sus pensamientos, en los abusados recuerdos dolientes de persona mayor. Unos metros más allá, blanco y musgoso, flanqueado por su angosta vereda de piedra, estaba el antiguo sepulcro. "Sepulcro" decían los más viejos, según había notado; los más nuevos, los de granito rosado o gris, solamente nombraban a la familia de alguien, o a Tal y su familia, como frívolas tarjetas de regalos. El pequeño cementerio del pueblo —le había explicado luego Emilia, con rancio orgullo— juntaba dos edades; la de los sepulcros y los templetes, que aludía a la Guerra Grande, al jefe de familia que campeaba, imponente y solo, en las lápidas, y la de los comerciantes y los profesionales, la era industriosa que alineaba sus panteones vacíos, flamantes e impersonales, construidos para la vanidad de los vivientes más que para el descanso de los difuntos.

—Aquí están también tus bisabuelos, había dicho Emilia, quitándose de la cara la cola del sombrero, entrecerrando los ojos para acostumbrarlos a la penumbra interior. El niño había mirado tras ella, por aquella suerte de escotilla, y había visto la escalera de mano que descendía a las profundidades de la bóveda blanqueada, húmeda y sombría. Había estantes de mármol cubiertos por senderos de hilo que remataban en profusas puntillas, y sobre esos ignotos altares resplandecían dos floreros azules, y más tenuemente una jardinera con inscripciones, fechas y frases, y una labrada cruz hacia un costado. El hombre había llegado con una jarra floreada en la mano, y había descendido rápidamente la escalerilla, con una destreza que, por silenciosa y liviana, no ofendía al sitio. Emilia había dado un par de indicaciones sobre la distribución de los cacharros y el acomodamiento de los mantelitos, y el hombre había emergido luego, la tez violácea y los cabellos canos al nivel de la abertura, y con ademán repentino había arrojado a un lado las flores resecas y a otro, en un envión que apenas retenía al florero, una bocanada de agua pútrida, abombada, ante la que el chico había retrocedido. Emilia había alcanzado entonces el ramo y, apoyándose en la lápida, había vuelto a dirigir el arreglo. Cuando el hombre hubo aceptado las monedas y desaparecido, ella —sin demostrar acordarse de la compañía que llevaba— se hincó al pie de la escotilla, la cola del sombrero pendiendo rectamente ante la cabeza depuesta, y rezó con un bisbiseo áspero, poco enternecido, por la siniestra bóveda y por sus grandes parientes. El olor del agua corrupta los envolvía siempre; era el licor que se vertía en tierra por aquellas ánimas.

—Todos nos vamos acercando, dijo con un tono que postulaba la tregua. Y recostó la cabeza en el alto respaldo del sillón, porque todo —hasta los pensamientos penosos— provocaba en él un instinto casi patético de comodidad.

—Nunca ha habido —dijo Reyes— una civilización a la que la idea de la muerte carnal haya dicho tanto como a la nuestra. Después de todo, ¿piensan en algo los burgueses como nosotros, más que en la salvación de sus cuerpos?

"Como nosotros" era un cumplido, una previa ficción de imparcialidad, tras la que se franqueaba el permiso de ser cruel. A Bonel le fastidiaban aquella inteligencia acerada y no obstante menor, aquellas falsas ventajas del fracaso personal, del desprejuicio y del auto-análisis. Pero esta vez se lo agradecía: el enrarecimiento del tema excluiría a Esther, iba a reducirla a silencio.

—El orden social en que vivimos —estaba diciendo ahora su cuñado— nos exige tener muertes y posteridades personales. Mi tumba es mi castillo.

—Y sin embargo, ésta es la edad de los panteones colectivos, dijo Bonel (que siempre los había mirado con terror). La Società Italiana entierra juntos a todos sus gringos, y la Española a todos sus gallegos.

—Si, es horrible —dijo Reyes. Pero es por otro defecto: por un defecto de imaginación, que es la forma peor, la más triste, de la mezquindad en la gente de las ciudades. Es la misma razón de las sociedades recreativas. Por eso hacen clubes para reunirse los domingos todos los bancarios, y se condenan a verse perpetuamente todos los empleados, aceptando que por trabajar uno al lado del otro tienen que ser amigos.

—No tienen tiempo de buscarse otros. Es —propuso Bonel, con el alivio de no padecerlo— la estupidez de un sistema que nos mecaniza en todas nuestras obligaciones.

—El servilismo mental al trabajo —sentenció Reyes— es una forma de esclavitud que no ha variado. Y además, esa pequeñez tan lamentable del tipo de la ciudad. Cualquier desgracia y cualquier enfermedad lo llevan al montón, para pedir auxilio a la ignorancia de los otros, para relevarse de pensar por su cuenta. Hace poco hubo un pic-nic de los defraudados por las sociedades fínanciadoras. ¿Y no has visto en los ómnibus los anuncios de los banquetes de diabéticos? ¿Hay algo más ridículo, más raído?

—Yo siempre he pensado —aventuró Bonel— que en Montevideo la gente es infeliz. Que está, ¿cómo podría decirte?, resignada a no ser nada que importe, a vegetar en sus facilidades, entre el vecino, el café y el estadio.

—Y la de afuera nos sigue por radio —dijo Reyes— y quiere venirse. Hay que poner distancias, añadió. Eso es lo que está bien en tu proyecto: nada de promiscuidades. Ni ahora ni en la hora de nuestra muerte.

—Nada de promiscuidades anacrónicas, corrigió Bonel, con un falsete de jovialidad. El tema no le gustaba, y le dolía plegarse —por una cobardía semejante a las que estaban criticando— a esa suerte de humor bastardo, con el que rendía los oblicuos honores que tácitamente estaba pidiendo la inteligencia de Reyes, una inteligencia que no le había ahorrado el parasitismo y la mediocridad externos, la desproporción entre sus pujos de escritor y sus miserias periodísticas.

—Eso es, las promiscuidades anacrónicas —aprobó el otro—, los perpetuos lechos humanos tendidos juntos, para gente que en vida se desconocía. Bonel recordaba las reflexiones de Reyes sobre aquella leyenda —"Perpetuos lechos humanos, 1823"— que habían leído una tarde los dos, en el portal del cementerio de Maldonado.

Ni perpetuos ni humanos, había dicho Reyes. ¿No están las urnas para abreviar espacio, ya que el tiempo del muerto no se encoge? Mil ochocientos veintitrés es lo único cierto, había agregado sonriendo.

—¿Te acuerdas, Ernesto, de los perpetuos lechos humanos?, preguntó, con el pecado, raro en él, de ser tan obvio.

—Y en eso —dijo Bonel sin responder— son avaras y arribistas hasta nuestras familias patricias. Están llenos de colados ilustres muchos panteones y nichos, por ahí. Y por supuesto, como están en casa ajena sus deudos son generosos con ellos, y llenan de souvenirs losas y paredes.

La palabra "souvenir" era sabrosamente imposible y a Reyes le gustó. A Bonel le hizo pensar en Europa.

—Es claro que siempre hay alguien más miserable que su semejante, como en el versito, propuso Reyes. Hay quien cobra pensión, un alquiler o cosa así, hasta el día de la reducción. A Elenita, un viejo le ofreció una vez matrimonio, diciéndole que contaba con una jubilación modesta y con un nicho que rendía bastante.

—Por eso, surgió Esther, lo mejor es la cremación, que es lo que se usa en los países civilizados. (Aludía a ellos con una reverencia misteriosa, como si viviera en el corazón de África.) Las cenizas se guardan en un sobrecito, y uno puede tener a sus muertos en el cajón de su escritorio. Ya le he dicho que es lo que quiero que hagas conmigo.

Bonel volvió a mirarla desapaciblemente. Era el descargo de todos sus compromisos espirituales lo que ella estaba prefiriendo; la hedionda comodidad de poder cumplirlos en casa o de olvidarlos sin averiguación. Por eso odia a Mamá, pensó como un niño, como el niño de lacrimales vacuos que era desde que la había conocido. Porque siente que yo la extorsiono con mis sentimientos, forzándola a un respeto y a una memoria que le repugnan, obligándola a mirar aunque no quiera, todas las noches, el retrato a la cabecera de la cama. Ella nunca ha tenido que poner en orden sus recuerdos, nunca ha demorado en dormirse por meditar en nadie, por imaginar que podría haber sido diferente lo que fue. ¡Oh Mamá!

Señora, dijo una voz desde la puerta. La cena está pronta.

—Caramba, dijo Reyes, qué aperitivo me han servido esta noche.

III

—"Que no olvides lo que te he dejado en la tierra", dijo Bonel. Ésas fueron sus palabras.

Sentado frente al Padre Morand, desbordaba el angosto sillón de envarillado mate y almohadones blancos. Detrás de él se erguía una palma de maceta, cuyas hojas le rozaban la nuca, fluyendo desde la boquilla de papel crespo, amarillo, que una invisible paciencia y un rumboso mal gusto femeninos habían plegado y abullonado prodigiosamente.

Apenas menos obeso que Bonel, pero más viejo, el Padre Morandi disfrutaba de su poltrona particular, ancha y desvencijada. Lo miraba con sus ojos azules, con aquella tolerancia que a pesar de los años no tenia nada de automatismo profesional. Cruzaba las pequeñas manos, entrelazando sobre el abdomen sus dedos romos y rollizos, que impartían la absolución y alcanzaban la hostia. Las yemas de los pulgares nerviosamente se rozaban, imprimiendo a las manos un movimiento casi  imperceptible, pero que al cabo del tiempo había raído la tela y oscurecido sordamente la alpaca en mitad de la sotana, como si el vientre inútil del vicario de Dios fuese su mancha.

—¿Y qué importancia atribuyes a ese sueño?, preguntó el Padre.

Inclinó hacia un lado la cabeza y Bonel pudo ver —sobre la pared del fondo— en un opaco marco dorado, el cuadro de Amelia Morand. Una garza se tenía en equilibrio, con una pata sumergida en el lago y la otra plegada sobre el flanco. Un tinte rosáceo indicaba el fervor muriente del crepúsculo en el plumón del ave. Y la misma luz latía en otros rincones del paisaje, en los nenúfares que se abrían sobre el haz de las aguas. Era una de las últimas pinturas de Amelia, muerta del corazón a los veinticinco años, "una verdadera naturaleza de artista", según creía el Padre. (Tenía el pudor de no encender otro cirio que ése a su memoria, de venerarla en privado y sin el énfasis de su ministerio.)

—No sé, pero me inquieta —repuso Bonel. Yo ni siquiera pude verla, pero era ella y escribía esa frase. Quería preguntarle eso mismo. Padre, qué importancia debo conceder a un sueño así. y cómo tengo que entenderlo.

No había sido un sueño, pero la clarividencia de Dios no estaba en los ojos de su pastor, no lo traspasaba desde allí.

El saloncito lucía un empapelado ocre, con grandes manojos lilas, desgarrado en las esquinas, donde la humedad había comenzado por despegarlo.

Estaban sentados en círculo, y Bonel tenia a su izquierda a Vanoni, que se había dejado pagar la comida a pretexto de instruirlo y llevarlo.

En el centro de la habitación, vestido de gris, el Maestro se mantenía de pie. Una banda de rubio ceniciento le nublaba la frente, atenuaba la marcada oscura de la sien. Tenía facciones serenas y agudas, pero era posible advertir en ellas una crispación contenida, un comienzo de exaltación ensoñadora y dolorosa. Miraba apenas a la mujer sentada tras la mesita, a la cara de labios exangües y tinte alimonado, a las manos sensibles y desnudas que emergían de la informe vestidura negra.

Los demás, presentados demasiado expeditivamente para que aquella fraternidad fuera cierta en otro nivel que el de la trémula suspensión en común, se perdían para Bonel en las orillas del campo visual. Apoplético, rojizo, él iba desde la aplomada y seráfica palidez del maestro a la tensa sumisión de la mujer. Las otras caras colgaban en la penumbra —como máscaras en una vidriera nocturna—, afloraban apenas a la luz miserable que restaba en la habitación. La falleba de una persiana chirriaba, acusando las rachas de viento a espaldas de Bonel, menos amigable que las hojas de palma en el refectorio del cura.

—Repitan Hermanos —dijo el maestro—: Arrojamos de nosotros los malos pensamientos y nos preparamos, limpios de cuerpo y de alma, para recibir a nuestros Hermanos del Más Allá.

Le obedecieron en atolondrado murmullo.

—Cadena y círculo, ordenó el maestro.

De ambos lados le tomaron las manos, que descansaban en los brazos labrados del sillón; la de Vanoni tenia un calor activo, redituaba las abundancias del vino. La otra, a la derecha, era una garra femenina, apergaminada, y trasmitía una opresión seca, inamistosa, cincuentona.

El maestro puso una mano en la mesita, donde la mujer había dejado las suyas.

—La máquina va a entrar en trance, susurró Vanoni, más próximo a él desde que el otro contacto lo rechazaba. 

—Hermano Pico, Hermano Pico, ¿estás ahí?, preguntó el maestro, con una voz solemne y trasparente.

—Pico de la Mirandola —había dicho Vanoni mientras comían, poniendo el acento tónico en la "o"— es el Hermano más elevado, el que trae a los otros. Es el Maestro de los Hermanos del Más Allá.

—Un Virgilio del espiritismo, había acotado Bonel, sin que su iniciador lo comprendiera. Y ahora, con dos golpes en la mesa, el Hermano Pico había dicho que estaba ahí.

Con esa levedad de los maquinistas de teatro, que ocupan las tinieblas de una mutación escénica para cambiar los trastos de lugar, o llevárselos en vilo dejando en las retinas del espectador la desvanecida estela del movimiento, un garabato apenas visible en la opacidad del decorado, el maestro había tomado la mesita y la había alzado en su ingravidez, para abandonarla en un rincón de la sala, más allá de las miradas y del servicio pasajero que ya había rendido.

Vuelto frente a la máquina, había extendido y ondulado las palmas de sus manos bien abiertas, con los largos dedos separados, ante la cara, los ojos y la frente de la mujer. Ella se había conmovido, echándose hacia atrás en un espasmo entero del cuerpo. El torso agarrotado parecía empujar el respaldo; el cuerpo enfundado en negro presionaba sobre ese punto y las asentaderas apenas equilibraban el tironeo, reteniendo el borde de la silla. El maestro la tomó entonces de las manos, "para trasmitirle su fluido", según la literatura de prospecto que Vanoni había anticipado.

Tras un par de escarceos convulsivos, que agitaron sus ropas y pendularon el pálido cuello, volcando la cabeza, la máquina se sometió. Bonel lo vio con familiaridad, porque le recordaba a las gallinas desnucadas, que esponjan el pescuezo y aletean mientras cuelgan del cordel, hasta que un hilo de sangre y agua turbia mana por su pico, y sus alas se pliegan a la muerte. Así, con una inercia comatosa y rígida, ella se entregó al maestro.

—Hay una sombra que no me gusta, dijo. Era su propia voz, pero distante y desafinada. Hay una sombra que no me gusta, repitió.

—No, cortó el maestro. Es un Hermano bueno. Cálmese y recíbalo.

—Veo una luz que se acerca —musitó temblorosamente. Ya es más clara. Es el Hermano de las Sandalias, añadió con un matiz apenas irritado, que ponderaba su desilusión.

—Hay un Hermano capuchino —había contado Vanoni— que viene a todas las sesiones, a buscar a alguien que no encuentra.

Anda errante, es un alma en pena. No dice nada, pero pasa siempre. Aquella noche también pasó, y el Hermano Pico volvió tras él.

—¿Estás ahí otra vez, Hermano?, preguntó el maestro. ¿Puedes entrar ahora?

Un súbito cambio de voz en la máquina lo anunció. Se presentó con una urbanidad reticente, la de quien llega a una rueda familiar en que se sabe esperado sin provecho.

—Él nos ha dado pruebas terminantes —había dicho Vanoni. Ha guiado al maestro con el pensamiento, han entrado juntos a una casa y se han acercado al enfermo. Entonces él ha dicho "aquí llegamos", y alguna vez ha revelado que un caso es fatal, y otra vez que el médico se equivoca pero la salvación todavía es posible.

—Quiero que traigas a la madre de este. Hermano nuevo —estaba diciéndole el maestro, y Bonel comprobó con terror que era el centro de esta sesión, la novedad en la rutina. Él quiere hablar con ella.

La mano de Vanoni parecía abandonarlo en aquel instante, se hacía ambiguamente incomunicativa, remota. Y la opresión de la otra mano, a la derecha, se había tornado malevolente, burlesca.

La médium, echando en golpes cortos la cabeza hacia atrás, comenzó a agitarse otra vez. Una oscuridad repentina se derramaba de sus órbitas, contagiaba todos los rasgos de su cara de un color terroso, de un gris ceniciento y ampollado; un pensamiento difícil barbotaba en sus facciones, luchaba y se exasperaba en los labios arcillosos. La condición misma de la materia parecía próxima a corromperse en aquel ser a quien la vida desamparaba, en ráfagas breves pero furiosas.

—¿Qué quieres preguntarle. Hermano?, inquirió el maestro.

—Es un asunto de arquitectura, repuso Bonel, conturbado por la futilidad de las palabras, por el inapresable respeto de su inquietud.

Los ojos del maestro miraron con la misma extrañeza que los de Vanoni un par de horas atrás, pero con un vigor condenatorio que antes no había existido, o había perdido rápidamente entidad, entre las actitudes masticatorias, el humo y el vino.

—¿De arquitectura?, rebotó sin creerlo, simulando no haber oído bien.

—De arquitectura funeraria —corrigió estropajosamente Bonel—, sobre el panteón que quiero hacer para ella.

Era el dilema de sus días y sus noches: a veces lo tentaba el túmulo de Carrara, con una anciana glacialmente dormida entre las borlas de su ataúd, el noble perfil yacente recortado sobre un fondo de cipreses; otras, pensaba en la continencia del gesto para la muerte, en lo privativo de su duelo, y entonces avanzaba hacia él un, panteón de mármol negro, tecleado por un solo nombre de cinco letras —Bonel— y atravesado por una delgada y tiesa cruz de bronce, que hacia la cuadricula severa de la gran piedra funeral. Era esa preferencia fluctuante la que quería que cuajase en él, consultándola.

—La máquina sufre mucho —dijo el maestro, desconceptuando esta ocasión del sufrimiento. Nuestra Hermana no puede llegar bien. Nunca ha sido llamada hasta hoy, y no está suficientemente elevada.

La frase hirió su pundonor resentido, resonó en su interior como un sarcasmo. Pensaba en la empinada jardinera con las argollas, donde se chamuscaban las flores. Recordaba ahora, como si le escociera la débil piel de una cicatriz olvidada con los años y rejuvenecida por un alfilerazo, la escena misma del penoso ascenso. En el silencio congelado de aquel minuto, junto a la pared y al claudicante esfuerzo del montacargas, el viejo edil de peluca roja —hoy también muerto— había dicho orgullosamente a su vecino: "Estos elevadores los hice instalar yo, la primera vez que estuve en la Junta."

Impulsado por tal recuerdo iba a renunciar, a aflojar las manos de sus Hermanos y a irse, cuando la máquina empezó a decir:

—Veo un fondo oscuro, rodeado por un aro de oro. Y allí se está escribiendo algo. "Que no olvides lo que te he dejado en la tierra", trasmitió lentamente, leyéndolo con dificultad. Que no te dejes envolver.

Hubo una pausa.

—Y ahora escribe que pidas, junto con estos Hermanos, elevación para ella.

—Los muertos sólo pueden exigirnos que los honremos cristianamente —decía el Padre Morand, arrellanándose en su sillón y apagando, con el balanceo de su cabeza, el crepúsculo de la garza. Que reverenciemos su memoria con nuestros actos y con nuestra devoción a Dios. Porque no hay un culto de los muertos fuera del culto de Dios.

Dios es el maestro y el Padre Morand la máquina, pensaba Bonel. Pero ésta era una sesión mucho más plácida, entre los almohadones, la palma, el cuadro de Amelia y el Cristo de marfil en el muro.

—Tú has sido un buen hijo —insistía el cura, recorriéndolo con sus ojos azules, que miraban sin penetración. La has respetado en vida, y año a año has hecho oficiar misas por su descanso eterno, desde que el Señor se la llevó. ¿Qué más puede pedirte ella en sus sueños, qué más puede pedirte Dios?

Y ahora el arrellanado era él: arrellanado en su bergère de tapiz de gobelinos y en la confortable tranquilidad de su solvencia ante el Cielo.

—Es tu fórmula de siempre —atacó Reyes. El cirujano y también la homeopatía para las amígdalas de los chicos; el cura y también el espiritismo para tus problemas. Golpeando al corazón y a la cabeza, como dicen.

Ya estaba arrepentido de habérselo contado. Presentía las generalizaciones de la inteligencia, los falsos contrastes dialécticos y un mismo amaneramiento de la razón para explicarlo todo. La gran elegía del burgués grosero —estaría pensando Reyes, que trasponía todas las observaciones a un plano sociológico, donde él mismo como ser pensante y los demás como sus objetos de experiencia funcionaban por tropismos, inmersos en su tiempo, llenos de limitaciones características y del drama (ése nunca faltaba), del drama de la época— la elegía del Gran Burgués grosero que se instala en la vida y toma el dinero para comprar su tranquilidad, para aniquilar sus malos recuerdos, para enderezar la memoria de sus torpezas más estúpidas. Y después los retruécanos, les mots cruels. Por si ya no era bastante insoportable la forma en que Esther satirizaba el proyecto,

llamándole la última morada, Reyes se había agenciado la abreviación distorsiva, su revulsivo lastimoso, propagando una enmienda. La U. Morada. Otra vez, aludiendo a la subasta de la casa materna, esa subasta que a Bonel le había quedado como un trauma, como un nudo del crecimiento, había dicho: "No hay mejor pañuelo para

esas lágrimas que una bandera de remate". ¿Por qué —pensaba ahora Bonel— se lo había perdonado tantas veces y por tanto tiempo? ¿Por qué y en nombre de quién?

Pero esta noche no parecía dispuesto a picotear en el carbunclo del buey, a cebarse en la mansedumbre ajena.

—Sin salir de tu casa, dijo, ésta es la solución de la cordura.

La encontré ayer y voy a leértela.

Tenía un libro de pasta española en la mano, y sólo lo dejaba de tanto en tanto, para volver a su vaso de whisky.

—"Buscar buen entierro y mala muerte —comenzó a recitar con una unción equívoca, que amonestaba el posible efecto culterano del recurso— muchos lo hacen y todos lo yerran; morir santamente importa, estar magníficamente enterrado no. Solicitar la comodidad aliñada de sus gusanos y hospedaje opulento para su corrupción o cenizas, locura prolija es, que pasa de la muerte; cuidar que el túmulo llegue al cielo y no al alma, más es descuido que cuidado. Cualquier tierra, ¡oh Lucillo!, es nuestra madre: ¿cuál regazo nos hará más cariñosa acogida? Ella nos cobra, pues nos debemos a ella. No defraudemos la agricultura de la muerte: semilla es nuestro cuerpo para la cosecha del postrero día; mejor cuenta da de la siembra la tierra que las piedras; más descubren nuestra vanidad las columnas y pirámides que cubren nuestros güesos; acábese con la vida la locura, que aun fuera bien no hubiera empezado en ella. No parezcamos aun después de muertos, incrédulos, los que ya no somos; ¿puede haber frenesí como pagarse un hombre de que de admiración la fábrica que guarda lo que da horror aun considerado? Enjoyar el desprecio, antes es despreciar las joyas que adornarle con ellas; morir dignos de que otros le fabriquen templos, no es pretensión, sino mérito; fabricársele a sí viviendo, sospecha de que se idolatra y no se conoce. Por mucha riqueza que gastemos en cubrir este polvo, siempre seremos el asco, y el edificio el precio; disfrazar en palacio la sepultura, engaño es, no confesión". Se detuvo de pronto.

No hay más que decir, exclamó con alborozo fingido. ¡Nobles y preciosísimas palabras! Y Bonel advirtió —por el tono de la voz— que citaba para elogiar otra cita, haciendo deliberadamente criptológicos el sentido de su admonición y la actitud con que la pronunciaba. Tomó el vaso de whisky e hizo una pausa, mientras miraba tenuemente a Bonel, con ojos maliciosos. Pero él se resistiría a preguntarle qué era, de quién era, por qué lo leía.

—"El negocio principal del hombre es vivir —reanudó sin anuncio—, y acabar de vivir de manera que la buena vida que tuvo y la buena memoria que deja le sean urna y epitafio. El acierto está en desnudarse bien de este cuerpo, no en cubrirle con la fanfarria de los jaspes ni la soberbia de las pirámides. De aquellas maravillas en

cuya fábrica se derramó el sudor de tantas provincias, sola ha quedado una maravilla, y es que ya no lo son, y borradas del tiempo, no saben de las cenizas para cuya guarda las levantaron".

Volvió a mirarlo, aunque comprendía que el juego ya estaba cerrado a las dos puntas, que ninguno de los dos arriesgaría un paso. Bonel apenas lo veía, desde la almohadilla del sillón en que reclinaba la cabeza, espesando de un insondable aburrimiento los ojos entornados.

Reyes dejó que flotara o se perdiera entre ellos lo leído. Botella al mar, pensó mientras vertía el resto del abollado fresco de color caramelo en un vaso nuevamente vacío. Lo estimó en el ademán de la mano, como si fuera a arrojarlo. También sopesó el libro en la otra, y Bonel admitió que era imposible descifrar el propósito, en aquella confluencia del truco mental ajeno y de su propia abotagada digestión.

El tapiz de gobelinos empezaba a trasmutarse lentamente, y Bonel no tardó en reconocer, sobre el flanco izquierdo del sillón, el antiguo y frecuentado paisaje. Las flores chamuscadas en lo alto, las dos argollas resplandecientes como aldabones, con un fulgor inútilmente presuntuoso, porque nadie las golpearía en el blanco recuadro que anunciaba a Ernesto Bonel, y Ernesto Bonel estaba consumadamente muerto. Lo veía al mismo tiempo, más allá del término en que el paisaje se curvaba en un cielo inflado, para seguir la vuelta del brazo del sillón. Lo veía, se veía durmiendo más atrás y fuera de escala, como ocurre a menudo en la desaforada lógica de los sueños, los sueños que incluyen y disciernen, bajo sus propios ojos caudales, al ser que los está secretando. Y ahora, por la arenisca del camino, tomados de la mano, avanzaban juntos el maestro y el Padre Morand. El Padre traía unas flores y las pasaba, con unas monedas, al hombrecillo de tez violácea y cabellos blancos, que subía a escape la escalera y las acomodaba en los jarrones. Se volvía de golpe, ya con los rasgos desvergonzados de Reyes, retándolos, desafiándolos, provocándolos en silencio. Aparecía en su mano el libro de pasta española, y luchando con el viento del sur que hacia flamear las hojas salmodiaba: Semilla es nuestro cuerpo para la cosecha del postrero día. Abría entonces la otra mano para dejarles llover sobre su asombro las monedas recibidas, pero sólo se desprendía del gesto arrebatado un viejo polvo gris, un errabundo polen gris que los inundaba impalpablemente, como cenizas.

IV

En un principio, Esther había rehusado tomarse el menor interés directo en el asunto. "Jamás iré", había dicho, volviendo a su manía de la cremación. Pero luego los dos habían firmado la promesa, ya que la cesión era —de todos modos— ganancial. Y él mismo la había empujado a que interviniese, por aquel temor recurrente que la hacía buscar en ella, en cuanto asomaban las responsabilidades, el sostén que antes había hallado en la madre, la sustitución averiada pero forzosa de aquel apoyo.

Así era como Esther, invasoramente, se había adueñado de la iniciativa, había elegido —entre recomendaciones igualmente vagas— a uno de los arquitectos, había manejado negociaciones, regateos y planos.

Hoy mismo, en el estudio de Horacio Mario Greco, entre diseños heliográficos, cortes transversales, detalles de columnas, cálculos de resistencia, sentados los tres en los taburetes, ante las tablas que estaqueaban el antiguo sueño, ella hablaba y disponía, echado sobre la nuca el redondo sombrero de castor, fumando —inopinadamente para Bonel— a instancias del arquitecto.

—Lo primero, por supuesto, es demoler la bóveda desfondada que hay ahora. Es un desecho inservible, pero ustedes ya sabían que sólo compraban el terreno, dijo Greco.

—Por lo menos —pensó Bonel— ése es un trabajo que ella no va a disputarme. La vieja cueva estaba parcialmente inundada, rajada de lado a lado, con su lápida desquiciada y hundida, como si le hubiesen bailado arriba.

Pero Greco si lo dispondría. Era la imagen de la suficiencia, de una suficiencia simple, saludable, deportiva. Alto, delgado, ancho de hombros y angosto de cintura, respiraba un vigor descuidado e indócil en cuanto hacía, en el menor movimiento de su cuerpo. Bonel lo veía inclinarse ahora sobre el plano, el cigarrillo en una de las comisuras, los ojos pardos fruncidos bajo la espiral del humo. Tenia un perfil acarnerado y una frente lobulosa, con la voluta de un cerquillo crespo y corto, que daba al rostro entero una condición cruel, ascética, monacal ("usa flequillo como los maricas o el David", había dicho Reyes, proponiendo una alternativa indiferente). Desde su inabandonable sentido del propio ridículo, Bonel no podía dejar de admirarlo, de profesarle la admiración suntuaria que puede sentirse por un lebrel o un caballo. Con el pañuelo de lunares

atado al cuello, el chaleco escocés con los colores de St. Andrew, el saco de tweed verdoso, de grandes bolsillos aplicados (y bastos pespuntes de cordón amarillo), con las medias de damero y los mocasines de hebilla, era increíble que no fuese un cretino, era increíble que no perdiera esa pujanza fundamental de la naturaleza y

de la juventud que alentaba en lodos sus actos. Era realmente "un tipo moderno", como decía Esther con un dejo de entusiasmo resentido, un acento en cuyo fondo se adivinaba la frustración, la impresentabilidad, la prematura vejez de obesidad a que se había apareado, todo eso que se llamaba —para ella— Ernesto Bonel.

Y el claro atélier lo inscribía sin violencia, lo apuntaba desde todos los ángulos. El piso era de caucho, de grandes panes jaspeados en gris y azul; junto a la pared opuesta a los ventanales y a los caballetes, un pequeño bar de cedro con tres bancos ochavaba un rincón. Por encima del mostrador, suspendidos de un cordaje marino, llameaban banderines de universidades y de clubes, del rojo al blanco y al verde. Detrás de éstos, en el bastidor de arpillera que enmarcaba el bar, tachonándolo en desorden, lucían abigarradamente las más dispares cajillas de fósforos, con leyendas de hoteles europeos, de termas, de transatlánticos. Sobre el mismo lado aunque en otro panel, separada del bar por la abertura sin puerta, por la simple cortina azul pesada que introducía al resto ignorado del apartamento, corría una estantería, excedida por cientos de libros colocados en profusión, que llenaban todos los intersticios. Y en la pared lateral que avanzaba hacia los vitrales del frente, colgaban "La mujer en blanco" de Picasso y "Los jugadores de cartas" de Cézanne, en dos reproducciones americanas.

—El proyecto me gusta mucho, estaba diciendo Esther. Pero hay algo que quiero proponerle. Los letreros. En vez de decir sólo "Bonel", al frente, creo que debe decir "Bonel" y "Reyes", un nombre a cada lado del pie de la cruz. Son cinco y cinco letras, queda bien.

—Yo sólo le había indicado que pusiese "Bonel", me parece bastante —dijo Bonel, con un disgusto apenas contenido.

—Bonel Reyes —repuso la mujer— se llaman nuestros hijos, y lo que nosotros hacemos hoy mañana será de ellos.

Como una oleada, sintió subir en él la eterna, la torpe impotencia. Cuando de niño le hacían unos anchos pantalones tubulares que le rozaban las corvas, para recatar las rodillas deformes, miraba con enconado repudio las rodillas desnudas de los demás. Ahora, cuando Esther extraía de la mezquindad esas razones irrefutables, asistía con la misma indefensión vergonzosa a la desvergüenza ajena, se rendía a la vieja indolencia culpable que sólo en un instante de estupidez había querido violar.

Veía ya aquellos dos nombres trazados a lo ancho del basamento, con cinco y cinco letras, y empezaba a comprender que su santuario estaba prostituido, que habían viciado el aura de sus mejores sentimientos, que en la cepa de cualquier ambición suya estaría siempre la cobardía, esa cobardía que lo hacía ceder aplastándose, como una gallina, al coito de las ambiciones de los demás.

"Los letreros". Los nombres, las tradiciones de familia, la cara restante de los difuntos eran para ella letreros; anuncios de la vanidad, banderas.

Pero Esther ya lo había suprimido y estaba en otro tema, del que Greco hablaba con una cortesía docente, con un sentido de patrocinio equívoco, casi cariñoso.

—¿No ha visto la cabra dibujada con tizas de colores, que publicaron en París Match? ¿Y la cabeza de mono hecha en bronce, que copia la careta, los faros y los guardabarros de un Dyna Panhard?

Picasso era grande, decía Esther. ¿Cuándo lo había sabido, de dónde había tomado esos nombres —Dalí, Klee, Rouault— que devolvía a la conversación para que el otro se le echase encima, y ella fuese ganando algo más que la desatinada memoria con que los mezclaba?

¿Para esto, para hablar de Picasso había llegado él, a través de tantos días y de tanta paciencia, hasta esta tarde y hasta aquí?

En el camino estaban los procuradores, el cohecho, los funcionarios municipales, las reducciones y el abogado. Cuando hubo concluido el negocio, y a cuenta de acreditarse la razón de lo que había pagado, se creyó en el caso de referir al abogado el plan de lo que pensaba hacer. El otro se demoraba escuchándolo, no tenia tal vez en toda la jornada otro cliente a quien venderle su tiempo.

—Cuidado con la elocuencia funeraria —le previno echándose atrás en su sillón giratorio, recostando en la pared la congestiva y calva cabeza, cuando Bonel hubo terminado con los últimos capiteles que no iba a erigir. Cuidado con la cargazón, con el prejuicio de lo sig-ni-fi-ca-ti-vo. En el Cementerio Central está la tumba de mi profesor de Romano; es un hermoso panteón de mármol negro (decía "un hermoso panteón de mármol negro" como hubiera podido decir "un espléndido jaguar", con la misma entonación vital, panteísta; acaso —se figuró Bonel— concebía a los panteones como lujosos róbanos de animales echados). Casi enteramente sobrio. Pero en una de las esquinas hay un libro de bronce, empinado y abierto, y en la hoja de la izquierda se lee "Suum quique tribuere", en una enorme letra cursiva. ¿Y sabe usted lo que quiere decir "Suum quique tribuere"? —agregaba, disfrutando previamente de la ignorancia que le daba la ocasión de explicarlo. Quiere decir que cada uno paga lo suyo, es un principio de los que él nos enseñaba. Lo he retenido siempre porque en la rueda del café lo decíamos, cuando cada uno pagaba lo que había consumido. El escultor, ¿le cantaba "Suum quique tribuere" al muerto en nombre de la Muerte o a los herederos en nombre de su trabajo?

Ella estaba "encantada", como solía vociferarlo. Greco había abierto ahora un álbum de tapas de lino, y la asediaba recitando frases sobre Gauguin, y el retorno a lo primitivo, a la tierra, a la naturaleza y al hombre.

—Durante cincuenta años los jardineros producen dalias dobles —decía—, hasta que un buen día vuelven a las dalias simples. Aquella conversación lo excluía, como lo excluían sus propios sueños y los sueños de los demás, como lo excluían su dinero y el recuerdo de su madre.

Se había acercado a la pared a mirar a Picasso, a ver cómo se chamuscaba en lo alto, en la confiada redondez de sus rasgos, la mujer de blanco.

Se dio vuelta y los vio, inclinados sobre el álbum: Greco estaba rezando, "Nade Nade Mahana", y el corto vellón rubio de su frente rozaba casi la mejilla de Esther. Bonel sintió que no tenía coraje para encarar aquella rápida comunión de los snobs, y tomó de la mesita que tenía a su lado un libro cualquiera. Lo abrió y leyó el trozo subrayado con lápiz rojo: "El artista segrega nostalgia alrededor de la vida, como los gusanos estucan sus túneles, las orugas tejen sus capullos o las golondrinas marinas mastican sus nidos". Y el cornudo segrega nostalgia alrededor del fracaso, pensó. Esa es mi fórmula.

El único recurso era volverse hacia atrás, como el monigote del buen tiempo en los días de lluvia, volverse a la matriz oscura de donde hemos salido, al ciego calor animal de los orígenes, cuando nada nos pedía que abriésemos los ojos, y estábamos dentro del ser que verdaderamente nos amaba.

V

Contra lo que Bonel creía, ella era capaz de imaginarse que podría haber sido diferente lo que fue. Tenía el libro sobre la falda y dentro de él iba escribiendo la carta. Un libro era el mejor sitio para esconder algo que se temiera que pudiese llegar a manos de él.

"Señor —puso— estoy casada hace diez años con un hombre a quien nunca quise".

Ciomario no podía aprobar la solución del consultorio sentimental, era la baja estirpe de cursilería que lo habría escandalizado. Pero él mismo le había enseñado que cada uno puede extraer un sabor de intimidad de sus inconsecuencias, así fuera la de tener una cama de bronce con perillas y el "Sí" de Rudyard Kipling a la cabecera, como él tenia. Cual si acariciase el pomo de una espada antes de empuñarla para lo que importara, él oprimía y hacía girar esas perillas, mientras le preguntaba sin aplomo;

—¿Qué te parece?

No había sabido qué contestarle de pronto, porque la pesada cortina de felpa azul separaba dos mundos distintos, y en este otro el mismo Horacio cambiaba de nombre y vestimenta, llevaba puesto un viejo saco de alamares, color habano, levemente raído en los codos, que le desarmaba los hombros y le daba un aire trémulo e inconstante, una apariencia de convaleciente que era aun más provocativa que la imagen de su salud.

—Me parece muy bien, había dicho por fin, con una sencillez inafectada.

La mesa de luz era también anacrónica, con su repisa de mármol veteado y las asas labradas brillando sordamente en la caoba. Encima de ella, un tríptico con guarniciones de pana azul encerraba tres poemas impresos en letra muy menuda, en forma de ojivas.

—¿Qué es esto?, había preguntado Esther.

—Tres poemas de I fioretti, de San Francisco. Il Poverello, había añadido, como si el solo apodo difundiera la conmiseración; pero ella no había podido comprenderlo, y tampoco se había animado a insistir.

En la otra mesa de luz, más distante de la cama, se apilaban revueltamente más libros, y en el angosto pretil que ellos dejaban convivían tres pipas y una navaja. Sobre ese desorden se abría un recuadro negro, rígido, sobrenadado por una mancha lechosa, de incertidumbre fantasmal.

—¿Y aquello?, dijo apuntando con el dedo.

—Mi radiografía de cráneo, dijo Ciomario, sin desear la sorpresa. Cuando me estrellé con la moto, la calavera se me agrietó, y la tuve enyesada por un tiempo. Al sacarme el yeso, me tomaron esa placa de perfil. Iba a tirarla cuando me la dieron, pero pensé que ése es nuestro retrato de futuro, el que nos llama a ser humildes hasta en la hora de la locura, y la colgué ahí. Si te molesta la bajo.

Ella se rió, negándolo. Pero la mancha flotó también sobre la hora de su locura, sobre la desguarnecida hora del adulterio. Él era un triste, después de todo, y acaso todos los hombres lo eran. ¿Es forzoso que devuelvan una oquedad reseca a quien se lanza sobre ellos para exprimirse, para exprimirlos, para exprimir en ambos la ocasión? Lo veía yacer en el empañado fulgor de las perillas de bronce, devastado bajo ese palio sucio. Ya no era el tipo moderno ni el David ni nadie; pero lo amaba porque era él y porque la había ayudado a rejuvenecerse.

Oyó las pisadas de Bonel y cerró el libro. Él entró deshaciéndose la corbata, todavía con el sombrero puesto.

—Me encontré con Elenita en la calle, dijo. Está ofendida contigo, porque parece que la semana pasada, en el aniversario de tus padres, le dijiste una grosería, para no dejarla intervenir en el arreglo del panteón. Dice que le gritaste por teléfono que si los padres eran de las dos, el panteón era sólo tuyo, y que tú lo arreglabas. No tuviste razón.

—¿Y qué querías que le dijese? —repuso, con la acritud de haber sido interrumpida- ¡Preferirías que la hubiera dejado que fuese a llenar de gladiolos y cartuchos las letras de los nombres y las argollas, como hizo la última vez?

Él estaba por acreditarle un principio de despojado buen gusto, cuando agregó:

—¡Cómo se ve que no es ella la que tiene que ir después a fregar los bronces!

La recordaba el día en que fue al cementerio vestida de pantalones, para poder bajar a la bóveda y disponer a un lado a sus parientes y al otro a los de Bonel, de modo que las "promiscuidades anacrónicas" fueran materialmente más suaves. Así creía ella que arreglaba el problema, los perpetuos lechos humanos, la eternidad desapacible de aquellas "dos alas". Tampoco iba a rezar a aquel

sitio, cuando se le veía inclinada sobre la lápida. Tenía un tarrito de emulsión en la mano y fregaba los bronces, los bronces que le daban ese derecho de expropiar a sus muertos.

—¿Puedo bañarme?, cortó, porque era inútil discutirle. ¿No te importa que el baño ya esté repasado?

"Señor" —releyó cuando él hubo desaparecido. Estoy casada hace diez años con un hombre a quien nunca quise".

Pensó en suprimir la palabra "señor", aquella invocación excesiva al encargado del consultorio, que daba a todo el periodo el acento de una plegaria, de una yerma plegaria por nuestras infelicidades confesadas. ¿Qué pondría en su sitio?

Corrió el papel y leyó en el libro el fragmento que tantas veces sus ojos habían recorrido. "De esa manera apartó a su madre, saltando, bailando y triscando fantásticamente entre los túmulos del cementerio, como quien nada tiene de común con la generación desaparecida y enterrada, ni se siente emparentada con ella. Parecía un ser hecho con elementos nuevos y a quien todo debiera serle permitido, que quisiera vivir su propia vida y constituir su propia ley, sin que sus excentricidades pudiesen ser consideradas faltas".

¿Por qué —pensó— Ciomario había insistido en que leyera este libro tan cruel, en que la adúltera lleva la letra que anuncia su infamia, bordada sobre sus vestiduras? No podía pensar en el mero sadismo, pero si en el cansancio. La imagen de la A en el pecho de la mujer, le dio la clave de la otra letra. Era la teoría de Ciomario, su teoría del amorequis.

—Las lineas que marcan la pasión del hombre y de la mujer por poseerse uno al otro, son líneas cruzadas, había dicho él. Trazan una equis. Cuando se acuestan por primera vez, ya la línea del hombre viene cayendo, con relación a un deseo más intenso que tuvo la semana anterior, en un momento cualquiera de un día en que aun era imposible. La linea de la mujer, en cambio, recién va subiendo; y se entrega para seguir subiendo. Ésa es la intersección. Con el tiempo, las lineas van abriéndose cada vez más. El hombre baja y baja, la mujer sube y sube. Pero la letra tiene una proporción, la mitad derecha no puede ser tanto mayor que la izquierda.

Ésa era la teoría del amorequis y no, como ella había creído a la simple mención de la letra, una alusión al enigma carnal de las posesiones. Era algo más egoísta, más idiota y más crudo.

—Y ahora —pensaba— ¿él no tendrá una equis enorme que le abrase el pecho y que lo harte de mí, una equis de lado a lado, como en un buzo de deportes?

Se habían prometido no mentirse el aburrimiento, pero la clandestinidad era un vínculo tan fuerte como el matrimonio, y más encenagado y cobarde. Al cabo de un tiempo ella seguía precisándolo acerbamente, pero el tríptico de Il Poverello y el café de bola hecho en el matraz para retener la despedida, la estaban royendo con algo peor que la sensación de la rutina, con una vergüenza crasa del cuerpo y de la entrega, con la desolada certeza de que ya se habían tomado uno al otro, hasta el fondo insocorrible de sus seres, el olor físico y el pulso hastiado. Si algo no los obligaba por encima del placer cada vez más mecánico, más rápidamente consumido y más desmantelado de razones, tenía que existir por lo menos esa cobardía, para que aquello fuera estar casada dos veces, imposibilitada dos veces de decir que no.

"Tengo —volvió a escribir— dos hijos pupilos en un colegio, pero ellos nunca han necesitado de mí ni han llenado el vacío que hasta hace muy poco era mi vida". Estaba hincada ante el locutorio, pero tenia la suerte de confiar a una penumbra más segura su identidad y su cara, la propia repulsión intima de estarse desvistiendo para exponerse al cilicio o echarse entre las sábanas.

VI

Bonel tenia la revista doblada ante sí, con una esquina entorchada por cruces de tinta.

"A Esther Prynne —volvió a leer. Me dice usted que nunca quiso a su marido y que quiere, en cambio, a un hombre que entró en su vida por un motivo de relación profesional (¿su médico, quizás?). Sus dos hijos no precisan de usted, ni aparentemente usted de ellos. Me pregunta qué debe hacer: si le dice todo a su marido y se va, o si cancela esa situación amatoria, de la que sospecha que su amigo está cansado. Mi respuesta es una: sea honesta y leal con usted misma, sea auténtica: siga lo que sea su impulso interior".

Y luego, escrito a máquina en el margen de la revista: "Y usted, Ernesto, ¿no tiene nada que declarar?"

No quería dejarse aturdir por la revelación, una revelación a medias después de todo, por lo que su instinto —sí, su instinto de buey, aunque sólo fuese su instinto de buey— ya le dijera, y por lo que la misma consulta escamoteaba. "Situación amatoria", ¿podría saberse exactamente qué era?

Sólo él, sólo Greco —con el pelo cortito y las quijadas enflaquecidas— se presentaba como el autor de la noticia; sólo de él podía esperarse esa solución remisiva, esa forma de desnucar el caso.

"¿Su médico, quizás?" Abominaba de esa gente ávida de saquear lo ajeno, de saberlo bajo excusa profesional, el sadismo de los consultorios sentimentales, la puerca comezón de los médicos, de los abogados y de los confesores para inquirirlo todo con un aire martirizado y bebérselo con los ojos entrecerrados, con la mentida displicencia de un acto de oficio. Conocía esos consultores de los diarios, conocía a un hombre a quien se le habia suicidado un hijo y resolvía las tribulaciones de los demás, a una mujer de piernas edematosas que hacía predicciones grafológicas y fallaba acerca del amor; toda esa humanidad que no tiene cara para hacerse creer, -pero sin embargo dice (y es creída cuando dice) "Siga lo que sea su impulso interior", "Tenga el coraje de su verdad interior", simulando que los pobres diablos que acuden a su miseria conocen ese impulso y esa verdad, cuando lo que están pidiendo es que los ayuden a descubrirlos.

"Esther Prynne". ¿Por qué Prynne, qué clase de anagrama era ése?

Trabajaba con encarnizamiento (para provocarse la fatiga) en la cantera de los detalles, de las escapatorias, de los pretextos; eran su flojo fatalismo, su ominoso miedo esencial, la penosa inercia de sentimientos los que estaban trabajando por él, los que querían desembarazarlo del compromiso de enfrentarse al asunto.

Pero, ¿no la había engañado él antes, monstruosamente, con el amor privativo de su madre, con aquella desorbitada devoción punitiva que lo habia auxiliado a destiempo, que redoblaba desde que Esther había existido, que cundia hacia su mujer para sofocarla, para asumir el primer papel del reparto, aun con violencia del candor de lo verosímil, como ocurre en el teatro cuando una vieja diva ridiculiza a sus actrices jóvenes, si bien al precio de ajarse también ella?

Cuando estaba en cama y le pedía "el cuento triste", él era el Federico de "Sangre romañola" y su madre era la abuela, su madre salía de su madre para que él muriese apuñaleado por su causa. Ahora ella volvía a su sueño otoñal y él sonreía apuñaleado; los dos hablan ganado su descanso, el purgatorio filial había concluido.

Su padre casi no había existido. Su misma muerte fue una elipsis de la que sólo el tiempo le dio el contenido. Pasó varios días fuera de su casa, en el campo —jugando de sol a sol con los primos— y no lo halló al volver, ni se le habló de él por largo tiempo. No sabía entonces qué era la muerte, pero su retracción automática consistía en no preguntar acerca de una sospecha que nadie removía en su ánimo. Tenía de él un vago recuerdo incidental: la rueda giratoria del Parque Rodó y los dos sentados juntos, las letras rojas leídas del revés, que guiñaban el anuncio más bajo de "El Ciclón", y la musiquita al pie, una musiquita persistente, opaca, rascada a intervalos por los rabiosos rieles de "El látigo", una musiquita que su padre le había anunciado que duraría tanto como las vueltas de la rueda, mientras ella daba sus giros lentamente, subiendo entre el cielo y la cercanía del mar como por el hueco de una mano, a medida que se desvanecía el horror de aquel contorno de falso matadero, y estaba más distante "El Ciclón" con su anuncio y sus cortinitas rojas que agitaba el paso del tren, y se achataba más el quiosco en que el hombre cortaba en dos a la mujer y hacía gotear la sangre del alfanje, y luego presentaba a la mujer indemne y allegaba la palangana llena de pintura roja y abría con el alfanje la hendidura de la madera del cepo, por donde aquel humor había manado. Ése era el recuerdo de su padre, la angustia de que el hombre barbudo y maquinal que asistía los movimientos de la rueda pudiera dejarlos suspensos en lo alto, indefinidamente, y la hemorragia nasal, en que alguien había chispeado unas gotas sobre el ala del sombrero del padre, los anegase a ambos, y la madre ya no supiese si esperarlos o venir corriendo hacia ellos.

Su madre, en cambio, existía carnalmente: ella era Europa y los lugares que podían volverse a encontrar, era el Corazón de Amicis y las páginas que podían volverse a leer, era el marchito cuaderno de las composiciones escolares, el silbato de hueso del traje a la marinera y todos los rincones de la memoria.

Que te dejen en paz —parecía decirle desde la sede de esos recuerdos—, que te dejen en paz, hijo mío.

Hay una clase de imaginación que sólo sirve para vengarse de la realidad, que tiene ese carácter de oprobioso desquite. Él la había padecido desde niño, y la madre —acodada a su alma como nunca nadie lo había estado— había combatido contra ella, había pretendido destruirla para que en su nicho vacío crecieran otras apetencias. Cuando había escrito la composición "El Río", su madre había hablado con los maestros, y su aflicción no había sido entendida.

En El río, Bonel se retrataba a caballo, yendo hacia la barranca que dominaba el curso de la corriente. Desde ahí veía agitarse a otros niños, que empujaban una canoa hacia el agua. Habría querido lanzarse a su encuentro, participar de la fatiga y su premio. Pero no lo habrían admitido (¿porque era muy gordo, porque era un extraño?) y ante ese pensamiento se quedaba mirándolos, deshecho en llanto. "Ah, sollozaba —así había escrito— si pudiese haber ido con ellos sería feliz". Hasta que de pronto, cuando el climax de su infelicidad había alcanzado una tensión agobiadora, cuando le estaba ofreciendo una implacable plenitud de castración —la misma que avanzaría sobre sus años siguientes—, la canoa había girado, envuelta en un gran remolino, y los chicos, gritando y burbujeando entre las aguas, se habían ahogado. La moraleja, la incoherente moraleja aludía a la felicidad contrariada de unos minutos antes, como el único precio posible para seguir estando vivo.

Y ese río había seguido fluyendo secretamente alrededor de él, segregando la terca nostalgia que rodeaba a sus frustraciones; él habia querido entorpecer las fuentes de esa nostalgia, había construido el santuario como si en él pudiese apresarla, había erigido a una condición esquiva de su propia paz, expoliada en los otros, la última morada, se agasajaba a sí mismo en la piedad que vertían sus entrañas, porque todo él, torpe y vacilante y rollizo, era un atado de piedad, era una gran plegaria cobarde en cuyo centro se arrodillaba por si mismo, lleno de auto -conmiseración y de lascivia.

¿Y si se diese a un último y verdadero acto de piedad, si ocupase su propio sitio en el mausoleo que se había consagrado por delegación en los otros, sí se pegase un tiro? Se vio flotando en el rio en su propia canoa, no en esas canoas de los otros que eran los pocos ataúdes sobre los que en su vida había llorado. ¿Si fuese descarnadamente él la causa opresiva de sus compungimientos, si la puerta que dudase en abrir y que le cosquilleara su miedo, como una emanación directa de su cuerpo devuelta desde afuera a la palma de su mano, franquease el paso hacia donde él mismo hubiera muerto, y donde el aire estuviese lóbrego de su propia presencia? Sentía grandes oleadas de un orgullo confuso, la inminencia del acto capital, la misma oscura causa de orgullo de la noche de bodas y del espasmo ya próximo.

Pero no: su posteridad iba a perder la pista de esa tradición en que él era el hijo y su madre, el oficiante y su dios, la muerte y el deudo.

Apareció ante sus ojos, como si la revista del consultorio sentimental la hubiera publicado, una participación fúnebre que encabezaban "Su esposa, Esther Prynne, su arquitecto, Horacio Greco", y donde lo anunciaban enterrado en otro sitio, o tal vez cremado y puestas en un sobre sus cenizas.

Él tenía que seguirse, que rescatar a su propia mujer para hundirla en él como en un íondo ciego, para alimentar ese fuego en que él ardia gracias a la consunción de los otros.

La gran elegía, la elegía del burgués impío que no ha reverenciado a nadie a tiempo y quiere comprar la paz y bajar los trazos y decir "basta", decirlo hoy porque está mortalmente cansado y no ayer cuando no era todavía su momento. Y decir basta y basta y basta y ser obedecido.

Apiádate de tí —le decía la madre, viniendo en camisón sobre su imagen más árida. Haz que te dejen tranquilo y déjate tranquilo, compra de algún modo el sosiego en ti y en los demás.

Sintió que su mujer volvía de la calle. ¿Había ido a ver a Horacio, a preguntarle cuál era entrañablemente su impulso, a acoplarse con él para indagarlo en el tirón del placer y después en el asco?

La vio echarse atrás el sombrero de fieltro, como el primer día de la visita a Greco; tenia los labios vueltos a pintar y unos ojos cansados.

No pensó, en su avasalladora confianza, que tuviese que ocultar la revista.

—He tomado una resolución que te deja pocos días de preparativos, le dijo. A principios de mes nos vamos a Europa.

Esther se quedó petrificada, en el gesto de esponjarse el pelo.

Bonel, feroz en la ventaja de su iniciativa, se tendió posesivamente hacia ella, con una mirada intensa y sin réplica, esperando que ella le rebotase su impulso interior, el famoso impulso de la verdad interior. Pero sólo pudo descubrir en su cara un escozor de turbio agradecimiento y la paz que había resuelto arrancarle.

Carlos Martínez Moreno
"Número"
Año 5 Nº 23/ 24

Montevideo, Abril - setiembre 1953

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