Los sueños buscan el mayor peligro Carlos
Martínez Moreno |
¿Los
sueños buscan el mayor peligro? A
pie, con abandono, sobre césped Van
por la orilla de una infancia en sombra. (Entre
sombras perdura aquella infancia. Aun
la impone una espera indestructible.) Jorge
Guillén, "Cántico". Es
triste
que el recuerdo incluya todo y
mas aún si es bochornoso el recuerdo. Jorge Luis Borges, "Los Llanos". |
- I - |
El
borriquito gris venía por la calle del pueblo, balanceando suavemente su
carga de plumeros. El vendedor iba adelante, musitando estupideces de
borracho, levantando a menudo las rodillas para franquear inexistentes
escalones, dando otras veces largos tropiezos a través de la calle, de la
que subía un polvo fino y mortificante que hacía cabecear al borriquito, Cuando
el hombre llegó al bar ató al animalito, con una lazada floja de las
riendas, al tronco de un árbol. Apenas se vio solo, el burrito —como si
lo olvidaran al cambiar de decorado— tiró torpemente de la atadura y,
en un derrumbe lento y ondulante, empavesado por los plumeros, costaló.
Quedó allí, en un lecho de maderillas quebradas, y corolas eréctiles de
pluma. Ofrecía
a mis ojos de niño su barriga en que el gris se sonrosaba, su triste
mirada devorada por un gran iris húmedo, sus dos orejas que decidían
tener el susto aparte, curiosamente coronadas por un plumero que se había
puesto de través, descuajado e inerte. El borracho salió entonces del
bar; vi moverse su boca torcida, vi su rabioso puntapié sobre la barriga
del borriquito. Luego, con un cuidado egoísta que se parecía a
la ternura, lo puso de píe. Arregló como pudo las árganas de plumeros y
regresó al bar mientras el animalito, ya libre, se ponía a andar. El
hombre volvió y lo alcanzó al momento, tomándolo de las riendas. Después,
impulsivamente, se dio vuelta y, abrazándolo del pescuezo, le dio un
largo, sucio y enternecido beso en el hocico. El burrito hacía por
librarse de aquel cariño estúpido, de aquel desborde afectivo en que se
arrepentía la brutalidad esencial del borracho. Con
el tiempo, he llegado a creer que aquel burrito era verde y que en el gran
iris que ofrecía hacía mí se reflejaba, pequeña pero minuciosa, una
disparatada imagen del borracho, la parodia de su alma. El
iris del burrito anima uno de los ojos de mi infancia. El otro, fantástico
y desvelado, se puebla de miradas ocasionales, pero lo importante es él,
su forma desnuda, el vaciado fijo que se habita y deshabita de azares
desconocidos y fortuitos de visión, o acaso sólo de mis imaginaciones
taciturnas y de la luz del cielo. El jardinero de casa estaba enfermo, yacía
al fondo de la vieja cochera del vecino; allí vivía, y era posible
llegar hasta él franqueando el muro bajo de ladrillo y adobe que separaba
los dos corrales. Yo lo veía jadear en la cama, alzar a veces las manos y
una indiscernible voz ajena en el entresueño, en la fiebre. A alguna
distancia de la cama, una hoja de la puerta de la cochera estaba cerrada y
tenía un pequeño agujero oval, en el sitio en que habían hecho saltar
un nudo de la madera. La otra estaba abierta y dejaba llegar el fulgor
ocre que proyectaba la tapia, el hostil desasosiego de las higueras, cuya
sombra trepaba por los listones. Una tarde llegué y nadie estaba junto al
jardinero. Entonces, en la penumbra del galpón vi refulgir el ojo saltado
de la madera sobre el envés blanquecino de la hoja cerrada. Saqué un lápiz
del bolsillo
y le dibujé unas pestañas pávidas y enormes, rígidas y separadisimas.
Si alguien cruzaba hacia la entrada de la cochera, el ojo se nublaba, y me
parecía que la mirada sobrenatural se posaba sobre mi y sobre el
jardinero, sobre su suerte terminada. Cuando murió, la cochera se llenó
de gente increíble, y apenas me dejaron entrar. Al día siguiente volví
al galpón ya vacío y vi que alguien —para entretener su lástima—
había dibujado una grotesca, quieta y henchida lágrima un poco más
abajo de las pestañas inmóviles. Aquella gota, ofensiva del milagro como
las dos que algunas imágenes depositan en las manos de Cristo, quitó al
ojo su original condición de inquisidor eterno. Pero no puedo
confundirme: el jardinero murió bajo la gran mirada cuando ella, enjuta y vigilante,
lo amonestaba sin ninguna torpe incitación de piedad, sin prometerle
ninguna lágrima. Creo
que el recuerdo quiere siempre una acotación disparatada que lo alivie de
las presencias de la muerte. Mi memoria del jardinero tiene ese ojo
saltado en la madera, la de Josecito Guerrero se rodea de una última
conversación de despropósitos. En las noches de verano yo aparecía en
la puerta de la leñera (que recortaba su umbral de piedra a un metro del
nivel de la acera), vestido con un enorme y raído saco, del que sólo
emergía mi cabeza, tocada con una galerita opaca. Unos pantalones
deformes, cuya pretina me rozaba las axilas, y unos zapatos viejos de mi
padre completaban la caracterización chaplinesca. Yo tenía ocho años,
no había visto todavía a Chaplin en el cine y apenas conocía algunas
imitaciones más toscas que la que ensayaba. Esa misma falta de
conocimiento del modelo me daba una gozosa libertad de invención,
procuraba una faz irresponsable a mis ocurrencias. Hasta envalentonarme,
bailaba de espaldas a los chicos, deslizándome a lo largo de la banda de
piedra, simulando precipitarme hacia un extremo y detenerme apenas en el
borde, gracias al equilibrio de los brazos, al arqueado bastoncillo de
junco con que me presentaba a veces. Reían detrás de mí y yo evitaba
mirarlos, para no tener conciencia de mi impura diversión, de mi
necesidad de darles un personaje para verter en él un instinto, un
confuso crecimiento interior hacia la vida. Luego,
animado y desvergonzado, me daba vuelta hacia el público y le proponía
lo que en nuestra buena jerga se llamaba un
cuento de pura bola. Mi Chaplin se desorbitaba entonces, dejaba de
pertenecerme, ajeno en la palabra pero fiel al estilo. Con una imaginación
de titiritero, manejaba sucesos y frases incoherentes, tramaba historias
alucinantes a propósito del pañuelo que tenia un espectador, de los
inconfesables zapatos de otro- Cuando esta veta se extinguía, la
desaforada criatura saltaba mentalmente de su escena, se empeñaba en diálogos
llameantes e imprevistos con la concurrencia. Una noche —por
escarmiento, por rencorosa inferioridad infantil— el personaje eligió a
Josecito Guerrero, que sólo venía hasta allí a buscar a sus hermanos
menores, que no reía mientras los esperaba, como si no quisiera
participar en aquella bufonada. Tenía doce años y una seriedad cerrada,
prematura, que lo situaba en la edad de nadie, a un tiempo lejos de los niños
y de los adultos. (Tenía una cortesía desmayada para los mayores, un
aire ausente para los chicos.) El
personaje lo asaltó con frases disparatadas, en un abigarramiento hostil
que hacía sentir de antemano el ridículo, la ofensa de toda respuesta.
No obstante, las contestaciones de Josecito Guerrero tuvieron una sensatez
milagrosa, recatada; parecían
estar siempre a punto de disipar el caos en que arremetía otra vez el
personaje, cada vez más lleno de agresividad y de malicia, más
insufrible y descocado. No puedo recordar las frases, pero si su febril
marea en los labios delirantes del personaje, su dulce retroceso lunar en
los del muchacho, palidez y traje azul. Sólo sé que las grandes
jaculatorias que el personaje barbotaba desde dentro de mí sobre la
vida (porque en todo su devaneo había una grandeza descolocada, un extraño
infortunio de que las frases proféticas se desencontraran con el objeto a
profetizar, que esperaba tal vez un golpe de maravilla, un toque mágico),
sólo recuerdo que esas redondas y recurrentes frases que lanzaba sobre el
amor y la existencia de los hombres, para denostarlos, parecían apoyarse
sobre mis hombros para abismarse desde allí. Yo los alzaba y bajaba para
facilitar el salto, con una entonación simiesca en el movimiento de los
brazos, en la incurvación insultante de la figura. Josecito
Guerrero conoció esa afrenta multiplicada, abrumadora. Su don verbal era
acaso menor que el del personaje, pero su nobleza, su acercamiento a una
instancia callada y última de las cosas, oferente y sencilla, eran
mayores. Aquella
fue la última conversación que yo y el personaje tuvimos con él. El
personaje tampoco sobrevivió a ese encuentro, murió de la misma
exorbitancia interior que se exigiera para violentar ese invencible,
triste, meditativo pudor de última niñez. Al
día siguiente de la noticia, al día siguiente de aquella muerte conjunta
yo discurría por los alrededores de la iglesia, a la que no me dejaban
entrar. (Una vez había caído un rayo en la cúpula y el jacobinismo de
mi padre se había transfigurado evocándome las furias del cielo, la
deuda de la Iglesia en la tierra frente a un verdadero, altivo,
inoficiable Dios.) Vagaba pues por los alrededores de la iglesia y al bordear una de las paredes laterales, leí sobre el flanco pétreo del edificio, sobre su friso invulnerable, estas cuatro palabras: El Diablo anda abundando. La denuncia había sido estampada con tiza por una torpe mano infantil, que hacía trepar las arriscadas letras en el panel de granito. Tuve un momento de penosa vacilación: vi mis años expuestos, el tiempo que me quedaba por andar. La denuncia era literalmente un sinsentido, pero yo estaba más que nadie acostumbrado a usarlos, era un lenguaje que podría haberse escrito expresamente para mí. Atisbé a lo largo de la calle, la vi desierta. Entonces, acercándome más a la inscripción, escupí en su sitio y luego, restregando rápidamente con mi pañuelo, borré los irritantes caracteres garabateados por alguien que se me parecía tanto, en aquel muro de piedra. |
- II - |
Obtuve
mi título de médico en 1939 y mis tías estuvieron de acuerdo en que mi
porvenir me obligaba a separarme de ellas. AI fin de un equívoco
laborioso sobre lo que ellas y yo conveníamos en considerar "mi
porvenir", entreví la liberación. Sentía desvanecerse su triple y
unívoca presencia, a medida que el acuoso batir en los flancos del barco
me llevaba, a través de la noche de otoño, a Buenos Aires, con mí mujer
reciente y mis cartas de recomendación para los estancieros de Pringles,
para los caudillos políticos del sur de la provincia. Al día siguiente
pisaría la tierra de mi posible fortuna, de mi temerosa e incierta
ventura. Me alejaba de ellas pero su longa manus me seguía a través del
río. Me habían dado el dinero para los primeros tiempos de exploración
y afianzamiento, para el consultorio y el automóvil, para la casa y todo
lo que me investiría lentamente de la memoria del viejo médico. Recuerdo
la esperanza de ese viaje, en cuyo fondo latía un indeciso sentido de
redención; y la asocio a la vuelta a que me condené un año más tarde,
por imposición del cariño senil de las dos tías que quedaban, por la
irresistible orden de que fuéramos a vivir con ellas y nos despreocupáramos
de todo. Yo me pondría a trabajar en Montevideo, cuidaría su doble
arteriosclerosis, discurriría y sufriría en frustración la importancia
de una muerte en aquella casa. El año vivido en Pringles se volvía
retrospectivamente estúpido: un invierno rompiendo huellas anegadas y
heladas en los caminos, desembocando de todos lados en el viento impetuoso
que soplaba desde la Sierra de la Ventana, una primavera fría y un árido
verano de la pampa, una alternativa de precarios tratamientos, pequeñas
operaciones, partos, simuladas devociones de médico rural, lento y tenaz
fastidio del sitio y de su gente. Y ahora este regreso, preparado por una
larga disputa con Ivannah, por la premonición de mi fracaso. Las
tías viven una decadencia graduada, casi imperceptible, desde ese año de
1940 en que lloraron y conmemoraron sus cumpleaños con cierta dual y
recoleta pompa de despedida, asegurando que no llegarían a otros. Entre
mi mujer y yo crecieron desde entonces el recelo, la inexpresión, el
disgusto mutuo de tener que justificarnos siendo cosa de otros, objetos
inertes de un cariño indiviso, opresivo, cuya apariencia samaritana no
nos hacía sufrir menos su rapacidad, su horrible y solicito sentido de
precio a pagar, en el afán de las tías. En
1943 intenté la segunda e inútil evasión, solo esta vez. Abandoné a
Ivannah y a las tías, huí —por simplismo, por insistencia, por pobre
simetría de la fe— a través de otra noche ventosa, a bordo del mismo
barco, hacia la misma ciudad de Buenos Aires. Soporté una noche de vaivén
en el río, soporté en el camarote compartido a un sefardita repulsivo y
dulce, que hablaba como un Buda sentado en su cucheta, meciéndose sobre
las piernas dobladas bajo su cuerpo. Asistí distraída, sofocadamente a
la exposición de sus varias penurias, dichas con ánimo depuesto, con
tradicional sumisión semítica: una quiebra comercial, un adulterio a los
que se había resignado, una soledad final de la que se plañía con
moderación. Soporté esa dignidad que me era indiferente para no tenerla,
a mi vez, cuando me habría correspondido: entré a casa de tío Eduardo,
que nada sabía de mis desazones, para gritarle desde el portal (histriónicamente)
que me había liberado, sacándome a tirones la emancipatoria corbata roja
que llevaba, como si la soterrada pasividad de aquellos cuatro años todavía
me oprimiera el cuello. Todo esto fue una estupidez impremeditada; detrás
de ella, no fui capaz de un valor resuelto, de una sapiencia hostil a las
mediaciones. En
mis primeras noches solas de Olivos soné aún con Ivannah, gorgona que
invocaba todas las culpas; las tías, desvaídas, suavemente posesas,
dejaban de existir. Sólo ella tenía fuerza para recapitular, a propósito
de cada incidencia menuda, de cada almuerzo con un amigo, la historia casi
laberíntica de mi fracaso. La
recuerdo en noches repetidas, plurales, que se funden para recomponer en
la memoria una sola noche enriquecida de detalles, afligente y opima. Ella
daba vueltas y hablaba infatigablemente, caminando alrededor de la cama en
que yo yacía. Estaba tendido sobre las sábanas, desnudo, exponiendo a su
paseo por la habitación la desgastada intimidad de mi cuerpo; no
escuchaba su viejo discurso, cuya implacable secuencia apenas toleraba la
variante del día, el fervoroso motivo ocasional. No lo escuchaba e
Ivannah debía saberlo, pero de todos modos su dramática locuacidad no
tenía otro objeto que ella misma, no reclamaba otro auditor. Mientras no
la oía, me echaba a pensar arrebatadas delicuescencias físicas, absorto
en la contemplación de mi cuerpo —los pies, las corvas, los muslos—,
distraído en tenerme esa remota piedad física
que se conforma con la actividad de las venas, con el áspero roce de la
barba en la palma de la mano; pensaba frases disparatadas, retruécanos
que aludieran oscuramente a mi cuerpo, a esa subyacente paciencia animal
que no llegaban a tocar
las palabras de Ivannah. Una vez, con la cabeza depuesta, sin almohada, vi
alzarse mi alto pecho en el ritmo respiratorio, presentí que mi esternón
enfilaba la luz: Celosa nave ósea
del pecho, lozana Beocia del corazón. La alusión se descubría
lentamente, trabucando y distorsionando el sentido, que era aquí
inextricablemente servil a la cadencia: mi corazón era beocio, se sometía
a una vida estúpida, renovaba la
sangre en los rincones de un cuerpo obstinado en la miseria, en el sórdido
sueño, en el tiempo que lo trasvivía. Celosa
nave ósea del pecho, lozana Beocia del corazón. Lo único lozano en
mí podía ser la beocia, la porfiada mediocridad espiritual. La
necesidad de una música —así fuera la de esta frase absurda— parecía
siempre invocada por los parlamentos de Ivannah, del mismo modo que la música
de los conciertos me hacía siempre el efecto de un estimulante cerebral
hacia la incongruencia, hacia la rápida aparición de pensamientos
insostenibles que saltaban desde trapecios repentinos, tensos y ardientes. Una
noche estuve tentado de sacar del velador la cajita de música que había
comprado ese mismo día, con infantilismo vergonzante; imaginé el efecto
que causaría en Ivannah la primera nota, la milagrosa colisión de sus
denuestos con aquella monotonía misericordiosa, dulce y empecinada. Tuve
la prefiguración de la pequeña caja cruzada sobre mi pecho, de la luz
nimbándola y de mi mano, enorme para la fantasmagoría del instrumento,
girando en el horror deshecho, como una suave rueda de fuegos artificiales
que diera sus últimos volteos sobre la cara anonadada de mi mujer. Otras
veces me ponía a buscar en el vello de mi pecho algo que yo mismo no sabía,
acaso un primer hilo gris. Para que el odio de Ivannah tuviera un tono raído,
el sabor de una indignidad retorsiva, yo fingía entonces perseguir una,
dos, varias pulgas a lo largo de mi cuerpo. (El juego tenía su origen en
una locución francesa y en su explicación, que yo recordaba de memoria:
"Chercher des poux àquelqu'un: le chicaner à propos de riens").
El estupor de verme le interrumpía el discurso, y yo aprovechaba aquel
silencio para dar el tirón de la imaginaria caza y gritar indagándome
los dedos, con un entusiasmo poseso: "¡Otra'" Ella sabía que era
teatro, que las pulgas que yo me sacaba de encima eran las que
espolvoreaba sobre mí su elocuencia. Aquella exclamación debía sonar en
sus oídos como un versículo infame en un templo; un versículo que
consiguiera la infamia con un solo y pequeño sesgo que lo desviara de la
expresión devota. Volvía a sus paseos por la habitación, a sus
fatigados reproches, cuya misma mezquindad no soportaba la repetición
inmediata. La veía soplando de su mano, inmersa en un fulgor acre, miles
de espinitas errantes, que no llegaban a clavarse en mí. Su actitud tenía
que ser deprimente, como el esfuerzo de inflar y vaciar los carrillos.
Parecería una parodia del ex-libris de Larousse y su inscripción
bienhechora; siembro a todos los vientos. Al
final, vencida, suciamente somnolienta, cortaba de golpe e iba hacia su
lado de la cama, sentándose para desvestirse. La luz que encendía en su
mesa de noche me la devolvía sobre la pared en el acto perverso de
enrularse la cabellera con papelitos. Luego corría sobre los rulos la
tenue sombra de un pañuelo de gasa, que parecía tener piedad de aquella
cabeza y enjugar sus maldades, dulcificando el perfil romano sobre la
moneda amarillosa que le fiaba el halo de la lámpara. Cuando creía que
yo, vuelto de espaldas, ya estaba dormido, ella sentía
llegada la hora de la bondad, la hora de mi salvación a pesar mío. (El
puntapié, el beso en el hocico.) Rezaba entonces con una ligera animación
inaudible de los labios en la moneda (no sé por qué precisaba luz para
rezar), hasta que su misma extenuación, el mismo desaliento que le
causaba deponer el odio, parecían arrastrar desde dentro de ella la
oscuridad, al término de sus oraciones. La
vida —dijeron una vez a la entrada del sueño, cuando
apenas la moneda se había borrado, cuando apenas los labios de Ivannah
habían soplado la noche hacia su orla—, la vida, ese tejido de
obscenidades y lamentaciones. No existen aún las paredes para la
sombra de los fantasmas, y los que deberíamos alzarlas nos jactamos de
que sea la sombra la que no exista. Yo quise erigir el flanco pétreo de
la iglesia para la frase, para verla escrita en tiza, corpórea en su
disparate como la otra. Mi sueño no era capaz; para sobrevivirme borré
otra vez, devoré la sentencia, plegué los cielos sobre mi cabeza, dormí. He
visto muchas noches aquel rito final de Ivannah, he espiado petitorios por
mí ánima que se alimentaban de un fervor despectivo; sólo he enajenado
el sabor misterioso de estos hechos al volver al lado de ella, al
compartir su fe contra la vida (en mí con un sentido más desasido, menos
traficante de la desventura). Ésta debe ser la concordia prometida, una
triste concordia; el rostro con que se nos promete es seco y desolado,
acaso porque la promesa es tal que no se precisa buena cara para
ofrecerla. Así,
ahora, quiere cundir la paz en mi derredor. Pero Dios mismo se
propone el espacio de mi sinsueño. Algunas noches, mientras Ivannah
duerme, Él toca levemente mis párpados, abre en mi un ojo como el de las
largas pestañas y me desvela. Abre en mi un ojo como el de las largas
pestañas y yo pongo de mi parte la quieta y henchida lágrima, la misma
que no sé quién dibujó y tuvo en toda mi infancia un sentido de
extrañamiento receloso, conminatorio. Debería
abandonar las imágenes y decir crudamente: cedí a la presión de Ivannah
y de las tías, volví al compromiso y a la vida junto a ellas, lapidé y
dejé que lapidaran en mí todo impulso de escándalo social. Debería
decir crudamente: me quedaba sólo una forma de apartar de mí estas
presencias, su intangible opresión. Me di a Dios, forma de írmeles sin
que me vieran, suprimiendo sus intercesiones lastimosas. Me
cuesta hablar de todo esto, descabezar el pabilo de esta historia. Un azar
trivial (mediocre, punzante) me ha inducido a escribirla: anoche encontré
a un amigo perdido hace muchos años, desde antes de mi viaje a Pringles.
Lo vi avanzar inevitablemente, presentí el abrazo, el largo
reconocimiento. Sin titubeos, me decidí a la mentira para abreviar las
respuestas. Debía contestarle según las previsiones de lo más sólito,
de lo que dejara menos sitio al comentario, al compadecimiento locuaz, a
la hipocresía. Habría precisado el ímpetu descaminado e hiriente del
personaje, su confianza en la voz, en los gestos, en la persuasión de las
palabras torrentosas. Pero el personaje ya no vivía en mi ni siquiera
para defenderme. En un tiempo, había sido capaz de saquear la cordura
ajena; ahora no me asistía para defender esta melancólica cordura última;
la de mentir púdicamente sobre mí mismo. Aun sin su asistencia, yo fui inventando dadivosamente; sí, me había graduado en 1939, había trabajado siempre aquí, me iba muy bien; sí, las tres tías vivían, mis padres también (omití que mi padre había abandonado a mi madre y muerto dos años después, que mi madre había muerto tres años más tarde, por propia madurez de su decadencia, de ese enrarecimiento que se aposenta en el alma de las viejas mujeres que guardan un duelo sin amor); sí, me había casado; un hijo y una hija, mentí en seguida, porque era lo más aceptable para el que no nos ha visto en diez años. "Muy bien, un casalcito", era la respuesta inmemorial, previsible. Yo iba aliviándome de las contestaciones como si las soltara de mi y las pusiese en mi hombro, para que desde allí pudieran suciamente volar. Y cuando alguna me parecía haber partido, la acompañaba con una ligera depresión de los hombros, que daba a mi cuerpo una incurvación de agradecimiento mendicante (alegrémonos de que, por lo menos, sea fácil la credulidad de quienes no nos importan). |
- III - |
Quiero
decir que no he ignorado, que he entrevisto un sentido de la redención,
de la belleza, del bien. No estaba al alcance de mi mano, pero tampoco
demasiado lejos. Sólo me he aproximado a esos .grandes nombres cuando me
ha impelido la tentación de agraviarlos; ofenderlos, hollarlos a cambio
de condiciones impuras, de sueños resentidos. La muerte de Josecito
Guerrero fue un triunfo desorbitado del personaje. El personaje estaba pródigamente
dotado para cualquier empresa, pero no le interesaban los fines
convencionalmente mejores; no le interesaban otra generosidad, otra
facundia que las de la desgracia, porque calaba en ella la hondura de la
especie. Conocía las palabras, podía pronunciarlo con dulzura pero
abominaba el idioma de maravilla mostrenca que le ofrecían. Veía que los
sueños de los demás pacían en un mismo prado, aspiraban a una misma
leticia, comulgaban fraternalmente en la vulgaridad primera. Y entonces,
en vez de odiar a la vulgaridad odiaba a la fraternidad, apuntaba a la
actitud y no a su destino. En
el fondo, no sé si ese desafío a los bienes mayores —que ha crecido en
mí desde una infancia invasora— no nace de la desconfianza de que
realmente sean los bienes mayores. Me dolería la imposible
superficialidad de acogerme a la nobleza, al bien, a las virtudes sin
refregarles antes la cara, para ver qué esconden, de qué transfigurada o
ruda trapacería (almas agudas, almas bastas) está hecha su trama. Me he
pasado la vida en esa inquisición hosca, fascinante. Dé ella me ha
venido el desánimo de las otras aventuras; no tiene sentido pensar en una
educación de la sensibilidad, en una beatitud a fuerza de méritos. Odio
la perseverancia espiritual tanto como las corazonadas, me gusta todavía
avergonzar a las bondades ajenas cuando son naturales y gratuitas, cuando
son sólo estados originarios y herbáceos del bien, sobrepuestos a la
cepa primitiva, a la estupidez del hombre, cuando esa misma cepa no ha
mejorado en el injerto y sólo sostiene una providencial ramazón que le
es extraña. (Estoy harto del
alma-buena-de-los-fracasados, de la literatura que redime prostitutas sólo
porque lo sean, y en la cual un simple sujeto, porque lo coloquen en la
alta noche tras una taza de café donde va dejando caer la ceniza de su
cigarrillo, y lo hagan estregarse la barba con el pensamiento de que tiene
treinta y cinco años y no ha hecho todavía nada, es ya un objeto legítimo
de piedad.) Las virtudes rinden su
interés, que es la paz interior. Quizá los hombres las practican por
eso, sin indagar qué inclinación tienen sus almas individuales, solas,
incomunicables, a ese bien monetario de la moral en que quieren
convertirlas, sin indagar de qué materia de denuedos o de furia o de
timidez o de fe están hechas esas almas. Yo he corrompido mi propia alma,
tal vez así sea; pero no he querido enajenarla a cuenta de que hay un
prometido objeto de cambios en cuya busca tropezaría y me daría de
codazos con los demás, prueba tumultuaria de que su validez es cierta y
eterna. Sé bien que todo esto se llama nihilismo, en su faz de
irresponsabilidad; pero en la de su silencio acaso se llame desinterés. Al fin de cuentas, la suerte no me ha permitido creer que la vida sea todo, ni que su inconsecuencia final la desbarate todo. Un sueño reciente y obstinado quiere revelarme que mi último castigo consistirá en narrar a una cara desconocida (¿la de Dios, la de algún auditor mortal?) mi propia historia. Como una penitencia lo consumo, prometiéndome que mi culpa extrema no será meramente literaria, sino confesional. |
Carlos
Martínez Moreno Montevideo,
julio de 1947. Número
Año 2 Nº 10-11 Setiembre – diciembre 1950 |
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