Pablo
Neruda: el narrador oral Carlos Martínez Moreno |
Uno tiene miedo de evocar
a Neruda de un modo que no sea enteramente público; miedo de que los demás
lo recelen de querer agenciarse en forma póstuma una amistad demasiado
prestigiosa, para cubrirse así con los honores de una importancia
refleja. En casos como este, "la historia de mis emociones" -de
que hablaba Borges- expone a un reproche seguro; por más que la amistad
de Neruda pueda haber sido tan repentina y tan fácil, tan gratuita y
generosa y casual. ¿Nos abstendremos, por
tales escrúpulos, por tales inseguridades, de narrar algunos hechos
-regocijantes o patéticos, sin dejar de ser mínimos- hoy que Neruda está
muerto y le ha faltado en su país la apoteosis (la innecesaria apoteosis,
por lo demás) que todos acudimos afectivamente a sustituir aquí, con
nuestra impaciencia por adelantarnos a cortejar la gloria? La vanidad es un pésimo
motor. Pero pensar o sentir o evocar algunas veces "yo", a propósito
de Neruda, no es tan punible como puedan suponer quienes nunca lo hayan
visto o tratado. Porque Neruda derramaba inconteniblemente su amistad como
sus versos y haberla disfrutado no significa en modo alguno haberla
merecido. Haber estado en su habitación del Fifth Avenue Hotel mientras
el faraón gotoso descansa su pie dolorido en un gran almohadón y se
preocupa de que a los invitados no les falte trago y conversa o inventa para
liberar su alma del malestar insidioso, no es haber sido el primero ni
el segundo ni el quinto, sino uno de tantos. Algún ex enemigo, incluso,
se ha echado esa tardecita a los pies del poeta transitoriamente
postrado, al estilo en que lo haría un perro agradecido y dispuesto a
humillarse a la hora de las reconciliaciones. Y si uno no fue más que un
número en ese círculo de oyentes, sin haber sido antes otra cosa que un
admirador y un devoto ¿por qué no contar algunos de esos hechos
(alegrías para siempre, como dijera Keats) que le haya deparado y regalado la
intermitente frecuentación de Neruda, en Montevideo, en Isla Negra, en Viña
del Mar, o en Santiago, en Nueva York y su río Hudson, en París, en cualquier
sitio donde uno diera con esta suerte de dios Pan librado al mundo tan
pasmosamente fuera de época?
Pretendo, con todo, hablar
de algo más que de haberlo conocido y de algo más que de haber estado
escuchándolo por horas, aunque eso sólo ya me haya alegrado, divertido e
ilustrado sin perdonable olvido. Intento decir algo del
narrador oral portentoso que era Neruda, sin esa vestidura verbal expresa
del profuso y magnético y demagógico narrador oral, que ha hecho
igualmente memorables a Paco Espínola y a Ricardo Latcham. |
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Vi por primera vez a
Neruda (yo era entonces poco más que un adolescente) cuando, apenas
terminada la guerra española, estuvo en Montevideo y dio dos conferencias
en el Teatro Mitre, el ex Royal, ese mismo ruinoso agujero de mampostería
y olores que hoy enfrenta al flanco izquierdo del Teatro Solís. Recuerdo a Neruda hablando
allí de Federico García Lorca, relatando la primera vez que se habían
encontrado, Neruda llegando a Madrid en ferrocarril y García Lorca esperándolo
de pie, en el andén de una estación. De los dos, quien por aquellos años
me deslumbraba más era García Lorca; después leí Residencia en la
tierra y el orden de esos términos cambió en mí para siempre. García
Lorca esperándolo en el andén de la estación madrileña, con cara
seguramente de su pastel por Barradas y un ramo de flores en la mano.
Neruda dijo entonces de García Lorca (lo recuerdo a la letra, sin
necesidad de volver al texto que después publicó Aiape junto a la
conferencia sobre Quevedo, librito que tuve y alguien me robó y es hoy
inencontrable): "Su persona era mágica y morena y traía la
felicidad". Lo dijo con esa voz no tan corpórea como él, su voz de
distracción y de indulgencia, de cortesía y de cariño y nostalgia. No
he precisado nunca otra definición para imaginarme a García Lorca, para volver a su Poeta en Nueva York y al
rostro escondido tras la página, de que habla Orwell: "Su persona
era mágica y morena y traía la felicidad". Varias veces, después,
los años y la suerte me permitieron asistir a las memorias de Neruda en
privado, a los fervores y a las rabias de Neruda en su rueda, a las
pasiones y exaltaciones políticas a que se entregaba cuando se sabía
entre gente de antemano adicta (o, al menos, controversial o disidente o
polémica en supuestos de lealtad recíproca): con Josué de Castro o con
Jorge Edwards en París, con Vargas Llosa y con Carlos Fuentes en Nueva
York, con Gonzalo Rojas y Humberto Díaz Casanueva y otros amigos de España
y de América en Isla Negra, con Mántaras y Margarita Aguirre en
Montevideo. Me gustaría rescatar de
esas veces la imagen del narrador oral, del irresistible pero nada
imperioso narrador oral que Neruda era en cuanto lo dejaban decir y sentía
el gusto y la molicie de contar, tanto más tiernos que los gustos del
escribir, aun en creador tan torrentoso. No era esperable que
Neruda narrase siempre y porque sí. No tenía, en esa dimensión, la
tremenda facundia compulsiva del poeta. Era posible provocarlo, sin
embargo (algunas veces lo ensayé con éxito) o también, por azar
favorable, recibirlo de golpe sin la menor provocación. Un 18 de
setiembre íbamos desde el club donde Latcham había oficiado de anfitrión
patrio hacia la casa de Sergio Labarca, en la calle Chucarro, sin que
ninguno de nosotros pudiera presentir que unos minutos después Neruda
tomaría de un estante Estravagario y, casi sin que se lo pidiéramos,
empezaría a leerlo, a envolver a Matilde Urrutia en aquellos poemas que más
le concernían. Llegábamos pues a casa de
Sergio y Neruda vio, colgando del balcón, su bandera nacional. "Mi
banderita chilena, dijo con arrobo, mi banderita chilena con su cara de
caballo". Como en el caso de la definición de García Lorca, desde
entonces no he conseguido verla de otro modo. De la misma manera
perdurable he retenido ciertas frecuencias de su narración oral; quiero
acercarlas sin intentar la imposible aventura de emular sus talentos y su
gracia. Trato simplemente de apuntarlas, para que no se desvanezcan. De
anotar, con el solo aire de la más pura
gratitud, tres o cuatro de esos pequeños cuentos (anécdotas, escorzos de
historia) que le oí contar, que le insté a contar más de una vez, a lo
largo de años. 1. Una de esas historias,
que a Neruda le encantaba por su ferocidad, surgía alrededor del
potentado mexicano Carlos Balmori. La víctima -pongamos que fuera un
intelectual- recibía una cita del célebre millonario. Don Carlos se
interesaba por alguna empresa visionaria en que supiera empeñado a su
interlocutor; o, derechamente, la fraguaba y la proponía. Más adelante,
como al pasar, preguntaba cuánto se necesitaría para colmar ese sueño.
Regateaba, subían bajaban. Llegaba el momento en que Don Carlos fijaba
inapelablemente una cifra (setenta y cinco mil dólares, imaginemos). Y se
disponía a extender el cheque. Ya con la pluma en el papel, listo para
estampar suma y firma, miraba a su interlocutor y le decía, como si recién
dudara: - Pero yo
necesito estar seguro de que usted no es un iluso. De que usted sabe
distinguir un hombre de una mujer, digamos (y, con la sonrisa de proponer
lo más obvio)... Yo, por ejemplo, ¿qué soy? - Vamos, don Carlos
-contestaba el requerido, halagado de que la prueba fuese tan fácil y
pensando tan sólo en tener entre sus manos el cheque. ¡Un hombre! Entonces, de un solo tirón,
el apócrifo Don Carlos Balmori se arrancaba el disfraz y aparecía
horriblemente una vieja mujer. - Yo soy Conchita Jurado y
usted es un iluso y un imbécil... ¡¡Vayase!! La víctima se retiraba y
de puro avergonzada, evitaba contar su chasco. Y así el episodio -con
ilusos diferentes- podía repetirse al infinito. 2. Neruda sabía de
memoria un poema sin verbos de Abraham Valdelomar. Lo recitó una vez en
una de sus charlas y se lo repitió a María Ester Gilio, en un reportaje
que ella le hizo en Punta del Este. Ensalzaba siempre la
sensibilidad y la inteligencia tan refinadas del escritor, un cholo de salón,
un mestizo peruano y mundano,
dotado de grandes talentos conversacionales y, también y por ellos, de
tantas ambiciones cortesanas que no se avenían del todo a su extracción
social. Y describía el final de Abraham Valdelomar, en medio de una noche
en que había estado particularmente brillante. Alcohólico, vestido de
frac, se había retirado súbitamente de una tertulia colonial a la que
tenía absolutamente fascinada, pendiente de su palabra; bajó la escalinata,
se perdió en la noche. De algún modo, todos esperaron que regresara, al
cabo de un intervalo necesario; de algún modo menos explicable, todos lo
olvidaron cuando no regresó. A la mañana siguiente, en el retrete de la
servidumbre, algo distante de la mansión, uno de los sirvientes descubrió
su crisma ensortijada, sobresaliendo apenas de la superficie grumosa del
excusado. De pie, borracho, vestido de frac, Abraham Valdelomar había caído
en el pozo negro y se había ahogado en él. Neruda no proponía
ninguna moraleja para el cuento, tan escueto y tan cruel. Pero el final
del poeta mestizo, vestido de gala, asombro de ricos, muerto de un modo
tan ominosa y ancestralmente miserable, aparecía ante quienes estábamos
escuchándolo como una cifra casi fatal de las condiciones de la belleza y
de las claudicaciones del talento en una sociedad tan poco homogénea, en
un mundo socialmente tan poco integrado como el Perú de Valdelomar, como
el de toda nuestra triste América Latina, aun hasta hoy. Le oí contar este cuento
en Nueva York y con ligeros retoques me lo apropié. Wolfgang Luchting
escribió que era uno de los mejores momentos de mi novela Coca. Volví
a hacérselo contar a Neruda en París (junio de 1971) y no me animé a
confesarle que se lo había pirateado y lo había secularizado por la
letra impresa. ¿Qué podría haberle importado? 3. Este otro cuento se lo escuché también en París y esa misma noche de mediados de junio, tras una recepción ofrecida por Neruda embajador en la UNESCO, a la que habían afluido (entre curiosas y reverentes, ante una simple esquela informal de última hora) las principales figuras de la diplomacia cultural acreditada en París. En la cena frugal que siguió (un pollo frío en un pequeño aposento del petit-hotel de la embajada) Neruda pidió champagne y empezó a narrar -en una subyugante confluencia de tiempo pasado y escenario inmediato- historias de escritores y políticos latinoamericanos en París. Entre ellas, mi memoria ha elegido siempre ésta: Corría la primera guerra
mundial y el novelista chileno Joaquín Edwards tomaba un refresco de
verano, sentado a una mesita de café del Boulevard Montparnasse. Pasó
entonces, realizando una colecta de guerra, una francesa fea y fervorosa.
Ver a Edwards sentado allí, tan joven y aparentemente tan insolidario y
ocioso, e insurgirse de golpe en ella el patriotismo más proselitista,
fue una sola y misma cosa. No era posible, lo apostrofó, que pudiera
estar así, tan tranquilo y bebiéndose una naranjada, mientras sus
hermanos morían por millares en las trincheras. Edwards se levantó con
irreprochable gentileza, sostuvo la galerita unos centímetros por encima
de su frente y se dispuso a explicar: - Excusez, mádemoiselle.
Mais moi, je suis chilien. - Chilien, chilien...
-repitió la mujer con desconfianza (tantos cobardes daban tantas
disculpas para no ir al frente) cotejando incrédulamente la palabra
desconocida y misteriosa con la faz rozagante de Edwards-... mais, c'est
grave ça? ¿Si c'est grave ça? Oh,
vaya si es grave -comentaba Neruda, los ojos semicerrados por la misma
apertura bienqueriente y horizontal de la sonrisa. ¡Si será grave!... Pienso cómo lo diría
hoy, a la luz de un setiembre antichileno y maldito; prefiero no haber
escuchado el tono con que seguramente lo habría vuelto a considerar, en
seguida de haberlo evocado. 4. Este último episodio
rememora los días de la guerra española y presenta a Pablo Neruda y a César
Vallejo dialogando de noche por una callejuela más o menos sombría y recóndita
de París. Un individuo los escucha al pasar, se pone al lado de ellos y
comienza a insultarlos con prolijidad e insolencia crecientes. Un
fascista, un chauvinista, un provocador, alguien que los conoce o
simplemente se ha enardecido al oírles hablar español, un idioma que en
aquellos días y en aquel París suscita la imagen del refugiado
"rojo", espécimen que el sujeto seguramente odiaba y escarnecía
con toda su alma. La situación interesa por las criaturas: un exaltado anónimo insulta y provoca, seguramente sin conocerlos, a los dos poetas mayores de América. Presumiblemente armado, busca desafiarlos y luego pelearlos. Vallejo, sin haber salido aún de su asombro, está a punto de entrar cándidamente en el envite: quiere responderle, enfrentarlo, devolverle insultos. A Neruda le cuesta contenerlo, impedir la gresca, convencer a Vallejo de que no deben responder a una provocación tan absurda y baldía y descalificada. El Vallejo de esos días, comentaba Neruda, con lo que era la salud del Vallejo de esos días. Con lo que eran la salud de Vallejo y la de España, podría agregarse; y lo que muy pronto serían también la salud de Francia y la del resto de Europa.
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Carlos
Martínez Moreno
Marcha,
N° 1657, 26 de octubre de
1973
Reproducido
en Literatura americana y europea Tomo II
Homenaje
de la Cámara de Senadores.
Publicación
de la obra ensayística del Dr. Carlos Martínez Moreno
Montevideo 1994
Editado por el editor de Letras Uruguay
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