Las dos mitades de Delmira por Carlos Martínez Moreno
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Acabo de escribir Delmira, así a secas. Detesto esta familiaridad confianzuda de profesores, críticos, esnobs y lectores, que consiste en llamar a los escritores tan sólo por su nombre de pila, como una forma oblicua de tuteo con la creación o con la fama. Es un hábito que se ha cebado especialmente con los poetas —Juan Ramón, Federico— y más aun con las poetisas: Delmira, María Eugenia, Gabriela, Alfonsina, Juana. Pero he dicho Delmira porque de algún modo ha sido su aventura humana, ilustrada no tan indirectamente por su poesía y mucho más a las claras por sus cartas íntimas, lo que ha estado proponiéndoseme estas noches: el caso de la joven montevideana de la primera década del siglo, a un tiempo misteriosa y doméstica, genial y truculenta, hermosa y gorda, virgen y rabiosa, que tiene sueños fálicos y escribe versos abotagada o luminosamente eróticos, que sólo se sustrae por unas horas a la guardia materna para ir en verano a sus clases de pintura —porque recibe en casa las de Francés y Piano, esas otras dos disciplinas del trivium burgués de una joven acomodada en el Montevideo de 1900— y sólo puede conocer poetas melancólicos, innocuos o andróginos, que viven persuadiéndola con el gesto y la palabra de que lo espiritual es angélico y asexuado y lo viril grosero y ordinario; y ella intercambia con esos seres frígidos y exquisitos, poemas y versos sueltos, en las veladas hogareñas o en el palco familiar, durante los entreactos de la ópera o el drama. Desde el escenario puede haber estado vociferando un hombre como Verdi o como Ibsen, como Hugo o Rostand; en el antepalco, los jóvenes dandies de traje de trencilla le habrán de recitar versos pálidos o falsamente arrebolados, le habrán de sugerir camafeos para su belleza de cráter, la habrán de convencer de que el más alto afecto entre una mujer y un hombre se llama fraternidad. Y ella, rodeada de sus padres pequeños y solícitos, pomposos y solemnes, cuidadosos de aquella criatura a quien no entienden, acabará por rendirse y escribirá que aquel muchacho homosexual es un “magnífico hermano en nuestra dulce madre Poesía”, dirá que “produce, todo él, la inefable impresión de una lágrima engarzada en una sonrisa” o le fechará y dedicará un retrato “en la isla azul de la ternura fraternal”. Con ese mismo André Giot hablan de arte, de poesía y del alma en el ferrocarril suburbano que los trae a Montevideo, al joven desde Colón, sus parques y sus arboledas, a ella desde el más cercano Sayago en que veranea, con sus quintas y sus granjas y sus gallineros que asoman a las vías, con sus reveses de guardapatios en las casas que dan la espalda al tren, con las palmeras y las glicinas, con les bebederos en que se inmovilizan las aves que ya saben de locomotoras y de viajes lo bastante para no mirarlos, con el sol sobre los verdes declives jugosos, con las camisas blancas infladas de viento en los tendederos, con los cómicos camisones que lloran lejía y hacen gestos patéticos al pasajero de cada mañana, con los palomares abullonados de amor, con las escaleras de palo que duermen arrimadas al musgo de las techumbres. Ella ha trepado al vagón una estación después que él, dando el angosto paso que la falda apenas le permite, para subir aquel estribo empinado y lustroso. Veo ahora uno de sus retratos, tomados en Colón, seguramente en los mismos domingos de André Giot, en 1913: una sombrilla restallante, cuyos contornos deslumbrados se incendian sobre un tramo oscuro de corredor y contagian de estrías solares a un cerco vivo. Y luego, sobre el fondo de una veranda de madera, contra el labrado circular e historiado de una balconada, la cepelina floral de la poetisa, su blusa blanca de galones en calado y un cuello, presumiblemente azul, que llega hasta los hombros; la pollera oscura baja hacia los tobillos, orlada de pasadores, de moñas y de intermitentes trenzados de cinta clara, vanamente destinados a apaciguar ese otro fulgor sin orillas, el de los resplandecientes y angostos zapatos pintados de albayalde. Su cara carnosa, su cabellera leonada y sus ojos azules casi no existen, porque lo que predomina es la actitud de la figura: el brazo derecho flexionado teniendo la sombrilla y el brazo izquierdo caído del que cuelgan unos guantes de mano y antebrazo. O en otra foto, la pierna cruzada y las moñas de la pollera enfiladas como mariposas sobre la tibia de la pierna derecha que monta a la izquierda, mientras ella lee un libro (acaso uno de sus libros de poemas), sentada en el banco de varillas blancas, bajo una pérgola, también en Colón y en 1913. Es ya en mayo, es un otoño opulento y tranquilo, tres meses antes de que Giot se vaya a Francia y ella se case con Enrique Job Reyes; catorce meses antes de que el marido la mate y se mate. No debe haber vestido tan suntuosamente para sus viajes ferroviarios a Montevideo, hacia las clases de pintura del maestro Laporte, donde ella y Giot harán acuarelas, donde ella compondrá aquel fondo de borra de vino esmaltado con lilas, amapolas, cartuchos y margaritas, con un lazo recapitulatorio más abajo, ese cuadro al que Reyes agregará la quemadura circular del balazo que la atraviese; o el perro terranova con paisaje marino o la garza sobre una sola pata, sumergida en un estanque cubierto de lotos; o la orquídea en cuyo centro Reyes pegará el pequeño retrato que atesora. No debe haber vestido tan suntuosa ni impeditivamente al venir de Sayago a Montevideo, para las clases de pintura. Debe haber subido, eso sí, al viejo vagón forzando lo angosto de la pollera y debe haberse dirigido hacia él, que ya habrá ocupado el sitio de la ventanilla, calculando que de ese modo ella podrá adorar mejor el perfil que discurre sobre el fondo de cristal por donde corren los setos, las chimeneas, las empalizadas, las campánulas, los belfos del ganado, los corrales, las jardineras de los pasos a nivel y los veloces cuadros de hortalizas. El ya habrá ocupado el sitio de la ventanilla donde su cuño de efebo pueda incrustarse más adorablemente sobre el paisaje, para el enamoramiento culpable e inservible que quiere soliviantar en ella, para la pasión confusa en que se regodea cuando aquella joven genial y provinciana escribe tu mirada me viste / de terciopelo y fuego, y para la mentira crepuscular que dirá después, a cuarenta y tantos años de aquella muerte. Se habrá sentado allí aun cuando tenga que reservar a Delmira el otro asiento de cuero con los muelles vencidos y el pasadizo a un extremo, los resortes rotos porque los trenes locales son los que piden menos comodidad y el pasillo más activo, ya que allí la gente discurre, sube y baja por detrás del aura restricta de conversación, sentencias, donaires, poemas, frases en francés con que él la envuelve y embriaga. Así, cuando ella haya muerto y él coquetee emolientemente con un crimen que su impotencia sueña (de algún modo horrible y femenino) con haber provocado, le bastará evocar aquella cara de embeleso cándido y podrá exaltar de ella le teint chaud d’abricot mür, l’áme frémissante, le sang impétueux qu’ont les filies au flanc du Vésuve; le front pur, la droiture du coeur, la ciarte de pensée qui caractérisent celles de chez nous; les yeux bleus oú se refléte la nostalgie sentimentale des allemandes; le charme des argentines, la noblesse des uruguayennes. Sobre el traqueteo de la vieja caja, él seguirá hablándole de Chopin, de Edmond Rostand, de Maeterlinck, sentirá resbalar sus propias palabras sobre aquellos cheveux d'un or roux tres foncé. O le hará recitar los poemas que ella escribe en Sayago por las noches, borroneando y tachando interminablemente sus cuartillas apasionadas. Entonces dirá que ella escribe versos como quien respira, que no ha tenido verdaderamente infancia y que todo, en su persona, parece consagrado a un destino inflexiblemente trágico. La animará a que hable en francés, la ayudará alguna vez a que componga en ese idioma. Y ahora, mientras el tren rueda hacia Montevideo, sólo se ocupará de desplegar su don vacante y ocioso para embaucar a un talento solo y sin amigos, para catequizar a una hambrienta. De mon wagón, vous ayant cherché des yeux sur le quai de la gare, je vous faisais signe et vous veniez me rejoindre dans le compartiment que j’occupais. Devenus fraternellement camarades nous réalisions de la sonte le voyage d’allée et de retour, parlant théátre et poésie, nous faisant mutuellement connaítre nos auteurs preférés, échangeant leurs livres. Sí, ya la niña va transformándose en mujer. Es todavía la cara de labios finos, la frente con su diadema de perlas en 1907, en los días de “El libro blanco”. Pero a los veinticinco, fotografiada por su padre sobre el semicírculo listado de un abanico japonés, sus hombros tendrán morbideces de hembra bajo la flor de raso de uno de los breteles, la garganta se alzará desnuda, el labio inferior caerá desdeñoso y cansado hacia una barbilla más voluptuosa y redonda, los ojos azules se entornarán con una suerte de malhumor dormido, espeso, sensual, o se abrirán saltones, como si quisieran rasgar el estrecho vestido en que ya está convirtiéndosele la piel, a un tiempo con algo de la elevación blanquecina y desasida de una mirada de virgen en un vitral y con ese otro algo acechante y dispuesto, con el deseo de lanzarse posesivamente sobre el mundo, el mundo que late sin salida en su cóncavo sexo. Y a pesar de que ya es una mujer, se supondrá que pasan los días sin que conozca el lance amoroso, sin que nadie recoja cabalmente ese reto entero que es su persona, la provocación inocente y lujuriosa que brota de su cuerpo. ¿Es que están confabulándose, es que quieren condenarla a que siga siendo siempre la niñita de su mamá, a que sólo salga de paseo a cuenta de dar limosna, a los pobres? Elle vit ses hivers a Montévideo et —dans cette ville qui a conservé toutes les vieilles coiitumes ibériennes— ne sort que rarement et toujours accompagnée de la mere qui l’idolátre. Ces promenades n’ont qu’un but, toujours le méme; faire Vaumóne aux malheureux, donner des bonbons aux enfants qu’elle rencontrera, jeter du pain aux petits moineaux éffrontés criant famine dans le mois ou le pampero disperse les grains. Pero, ¿hubo jamás un ser menos naturalmente dotado para la caridad, si ella consiste en dar bombones a los niños y migajas a los gorriones? Esa (la de las fotos, la de los paseos con Mamá) es la niña que habría desembocado en la matrona, la de la sala familiar, aquélla de quien alguien se extraña “que invente desengaños para llorarlos, porque ellos sólo vienen después que se ha empezado a vivir”, sin entender que los desengaños apócrifos, que las falsas decepciones no son más que la trasposición poética y púdica de las calenturas, de los agostamientos y de las frustraciones físicas en que bulle su cuerpo, del yermo que para ella significa esa soledad custodiada de padres en que la hacen vivir. “Es la vieja y eterna historia de la mujer: empieza soñando y acaba... tejiendo medias para sus hijos”, escribirá Daniel Muñoz en el álbum que la niña prodigio agencia a los mayores, en busca de un comedimiento, de un deslumbramiento, de una profecía que ya entonces empieza a parecer muy fácil. Es la joven que podría haber seguido viviendo hacia la obesidad y la descendencia —o hacia la obesidad y la soltería— escribiéndose con Rubén Darío y con Manuel Ugarte, “ingresando al Parnaso”. Pero estaba al lado, acezaba al lado la otra, la que murió asesinada a los veintisiete años, yo la estatua de mármol con cabeza de fuego, la que estaba más allá del mal gusto, del rococó y de la cachivachería, la que no se dedicaba a firmar Jou-jou al pie de los medallones de señoras distinguidas, en las páginas de La Alborada, pero escribía y sobreescribía y tachaba en su pieza y por la noche, la cabellera suelta y los ojos brillantes, versos y poemas enteros que Vaz Fererira declaró prodigioso no ya que compusiera sino tan sólo que pudiese entender. Y es que seguramente no los entendía, pero los segregaba y los expelía como una planta, con una oscura dehiscencia de su ser abierto en canal. Porque toda ella se rendía a ese sentido himeneal como a un mandato del mundo, como a la sensación de algo que se rasga, referido a la tierra, a la noche, a la flora, a su propio sexo. Esa —ascendió mi deseo como fulmínea hiedra, Fiera de amor, yo sufro hambre de corazones— era la emplazada a morir del propio exceso que suscitaba en sí y quería provocar a otros. Las noches afiebradas y en blanco en que escribía y tachaba eran sus poluciones, eran sus orgasmos; y cuando su padre le servía luego de copista menudo, prolijo, caligráfico, o cuando su madre le guardaba la puerta para preservarle los sueños matinales tras esas orgías, no entendían lo que copiaban ni lo que guardaban, la eyaculación poética anterior al sueño, el cubil que volvía a ser ahora dormitorio de virgen. Y al lado de esa muchacha que prefería tachar “gloria” para poner “embriaguez”, porque le parecía más verdadero, estaba la señorita montevideana que subía a la azotea de su casa, a prima tarde, la hermosa cabellera rubia recién lavada extendida hacia atrás y derramada por los hombros contra una toalla puesta a modo de golilla, y cayendo en guedejas luminosas sobre el busto, a la manera de la Magdalena del Tiziano. Caminaba al sol para secarse y su madre, servilmente, la seguía a pocos pasos. La otra, esa suerte de walkyria perdida en el Montevideo de 1910, podría haber subido de noche a la azotea y bailado desnuda a la luz de la luna, la cabellera suelta y voltejeante; pero de todos modos la madre, pequeña y semidormida, habría estado unos metros más atrás, los brazos abiertos en el ademán de interceptar el paso a través de una puerta, velándole el sueño, la creación y la muerte. Hubo quienes vieron en ella lo que iba a morir, lo insostenible, el precario y aleteante aplazamiento de la muerte sobre su persona. “Y espero que siga usted viviendo”, le dice Unamuno desde España, al despedirse tras una larga carta. Y el desaforado Roberto de las Carreras lo sentirá, lo olfateará con su mal gusto y sus nervios de enfermo: “Llamáis al cuerpo tenebroso ya Buitre, ya Serpiente caída de vuestra estrella sombría. . . Dicha composición es toda ella de tal modo un ripio, que hace pensar en un ripio de esquina, en un novio. Recuerdo precisamente que al ir yo a vuestra casa a rendiros mi homenaje verbal, tropecé con un ripio de esta última naturaleza, el cual ha sido a todas luces el inspirador de vuestro Buitre; debéis casaros con él en recompensa. .. Con todo, el Buitre que me fue presentado por vos en esa misma noche era un superior y dramático Señor Buitre: trágicamente manchado de sangre y de lodo, comparecía ante una alba virgen”. El tajo estaba tan bien dado, dado por eso que no habría más remedio que llamar la astucia del deseo, que el homosexual Giot de Badet no supo —hasta que todo hubo pasado— que tal ripio existía, que a los ojos de un loco (como a los de Lady Macbeth ) eran ciertas las manchas de sangre. Pourquoi se marie-t-elle. si elle n’est pas súre d’aimer? . Pero ella escribe a Reyes billetitos comatosamente pueriles en medialengua, espasmos en forma de esquelas, que le remite en tubos de vidrio (“Tengo hambre de verte”), mimoserías y zalemas eróticas así hablen del encuentro furtivo de esa noche o del resfrío que la obliga a diferirlo, parrafitos que firma Nena, N, Tu nena, Yo y en los que él aparece siendo Quique, Potonguito, Totito, Papito, todo lo que el candor devorado y furioso de esa ardentía sexual se anima a balbucear. Esa es la que va a hacerse matar sobre el fondo de sus propias acuarelas, en el instante mismo en que —tras la cópula— ha ganado el borde de la cama y ha empezado a calzarse los zapatos. Esa es la que dice al fraternal marica “Siento que mi vida acabará en una tragedia”, la que le asegura su silencio en el asesinato, como si el asesinato fuera otra forma de la cópula, como si el ripio vuelto Buitre y Marido, que entrevió el obsedido Roberto de las Carreras, hubiera estado desde el principio para eso: “Sería incapaz de dar un grito; me dejaría matar sin decir nada”. Car vous étouffiez, Delmira. dans la contrainte de ‘.‘ce qui ne devait pas se faire”, dans le Montevideo de cette époque lointaine. Ainsi me disiez vous: “Si j’étais en Europe, j’aurais le droit, sans que la moitié de la vi lie crie l’scandale, d’aller m’installer seule á la terrasse d’un café”. Vos ambitions n’étaient done pas bien grandes. Dar limosnas a los pobres, bombones a los niños, migas a los gorriones; instalarse en la terraza de un café. ¿Qué otra cosa decirle al joven pederasta de quien se había enamorado inútilmente, al hermoso perfil cuajado sobre la ventanilla desde Sayago a Central, al propulsor de aquel angélico concierto de almas? Pero ella, apenas el delicado poeta haya tomado el barco, se casará, con ese mismo aire de leona campal, la melena insurgiéndose bajo la corona de novia, el pobre corredor de comercio como inventado para la ceremonia, la madre crasa, melancólica y vacuna, el padre pequeño y tieso oprimiendo su par de guantes inservibles, la niñita que llevará la cola, los solemnes y cómicos circunstantes —damas con cintas y tiaras en el pelo, caballeros de plastrones—, se casará porque su cuerpo en Montevideo y en 1910 no encuentra otra manera y lo precisa; se casará y acaso sea cierto (como cuenta Giot) que esté a punto de retroceder en mitad de la boda. Hizo señas, sí. Tengo la sensación abismal de que nadie ha querido empeñarse en descubrir los misterios de ese sexo, ni antes de que estallase ni luego de que expirara. No el sexo de la poetisa genial que quizás haya sido, sino el sexo de una muchacha montevideana de los años diez, como ahora se dice; sus urgencias reprimidas y, en todo caso, experimentadas al nivel de lo prohibido y de la vergüenza o, partir de esas mismas condiciones, sublimadas hacia un panteísmo tosco, hacia una suerte de cosmogonía sexual que la disolviera y absolviera en el mundo, que la relevara de ser responsable de ese sexo como de algo suyo, desde que lo transfiriese al orden universal, a una nueva condición de La Mujer, a cualquier fondo de deseo sin nombre. Su caso era el de una joven que no sabía bastante, que no tenía dónde leerlo, que no podía preguntarlo, que no encontraba con quién hablarlo, que se sentía llena de confusión y estremecimiento al inclinarse sobre sí y que por egotismo o por redención, quería convencerse de que era algo así como la portadora del útero del mundo, en la medida en que para sí ese útero de nada servía. Nadie ha querido indagar esa vivencia insatisfecha del sexo —un sexo fraccionario, si pudiera decirse— semidevanado en poesía y semidesfogado en el único hombre a quien por último fatalizó su sola verosimilitud viril, contra todo espesor, contra toda mediocridad. Va-t-elle aimer?... Aime-t-elle? Mes souvenirs répondent: non! Ainsi, elle n’aime personne et pourtant, au lendemain du départ d’un de mes voyages annuels vers la France, elle se fiance brusquement et épouse en quelques jours un homme dont elle n’a jamais parlé á ses parents, pas plus qu’á moi méme, qu'elle traite pourtant comm! un frére. Pourquoi se marie-t-elle si elle n’est pas súre d’aimer? Elle hésite certainement et le jour de son mariage. quand elle est déjá parée de sa toilette d’épouse, que tous les invités et témoins sont la, elle refuse de signer Yacte qui va la lier pour la vie. Esa esquizofrenia explica que a Reyes le haya escrito —totalmente desinteresada de su juicio literario, totalmente vulgar e impúdica, como una forma de ir entregándosele a cuenta del todo en que ya había decidido pertenecerle— esos billetitos atroces en medialengua, que sólo querían contagiar una gana corporal, propagar una calentura. Esa esquizofrenia explica también que no haya podido sufrir la domesticidad mediocre del hombre —porque la vida eran asimismo los poemas, los palcos, las voces laudatorias, les ritos literarios— y que, decretado sin embargo el divorcio, roto un vínculo que en el país ya no era indisoluble, haya tenido que seguir buscándolo, desafiándole, injuriándolo como forma de excitarlo, citándose a escondidas con él, dándole la espalda para la muerte. Cet homme, qu’elle visnt d’écarter légalement de sa vie, elle ne l’¿cartera pas de sa route. II sonne á la porte, frappe á ses fenétres, sanglote qu’il l’aime et passe chaqué jour des supplicaíions aux menaces envers la mere de Delmira que —dans son égarement— il rend en partie responsable de l’éloignement de celle qui est tout pour lui. L’existence riest plus supportable dans ces conditions! Le 5 juillet il revient encore, mais pour faire ses aáieux: puisqu’il ne saurait vivre si prés de celle qu’il continué á adorer, il s’expaíriera. II partira le lendemain pour VArgentine, il le promet: ses affaires sont réglées, ses billets de voyage sont pris, mais qu’une derniére fois il puisse revoir pendant quelques heures —seul á seule— celle qu’il considere toujours comme sa femme, sinon il ne peut répondre d’avoir le courage de dispar aitre. Los psicólogos de hoy sabrían llamarle “fijación sexual” o algo por el estilo. Ella estaba fijada en su ex marido, fijada en el ínfimo caballero y pequeño comerciante Enrique Job Reyes (Para mi vida hambrienta ’[ Eres la presa única). No podía sustituirlo, no podía apartarlo de sí, no quería dejarlo en paz, no se resignaba a soportarlo. La única forma inocente y suicida que discurrió para que esa necesidad erótica no la redujera a la servidumbre, fue la de mezclar a todo aquello un poco de diabolismo, un diabolismo que era a un tiempo literario e intuitivo, porque ésas eran las dos escalas de valores en las que sabía algo, en las que no se engañaba. Seúl á seule. Pero el pobre Enrique Job Reyes era tan vulgar como para proyectar las culpas clásicas sobre la suegra y el triste Giot de Badet tan castrado como para suponer —con muchos otros, a partir de él— que Reyes la amó sin comprenderla y la mató de despecho, cuando la historia auténtica seguramente es muy otra y el verdadero motor fue en esa historia el demonismo semiangélico y semicarnal de la niña montevideana. Ella fue el centro de su drama, no el amor ni los celos ni el despecho ni el honor de un pobre aprendiz de corretajes, que le escribía prometiéndole lavar en sangre las manchas de su honra, manchas que ante la historia no cuentan, porque no cuentan allí lo bueno y lo sólito, porque no puede contar el pundonor pequeño burgués delante del genio y de la gloria, porque no cuentan las desventuras del zángano aunque la abeja real, en esta extraña historia, también muera. Ella provocó el encuentro, ella provocó su muerte, ella fue la empresaria. Le lendemain —a v>eine Delmira l’eut-elle re-joint— qu'il Vabbattait d’une baile dans la tempe et se faisait inmédiatement justice. Me gusta Sayago, me gusta Colón: el silbato de las locomotoras irrumpiendo como una barreta entre los cantos de los gallos, el humo del ferrocarril dejando su cendal entre los ciruelos en flor, la fuerza con que allí se declara la primavera sobre los campos aun quemados por la escarcha. Pero no será ése, jamás, el paisaje sobre el que pueda verla. Me es forzoso pensar en una jungla adormecida y espesa, cándida y abotagada, hecha de una ferocidad decorativa de abalorios tranquilos y de ingenuos, equívocos símbolos fálicos, como si hubiera sido pintada por el primitivismo de otro Aduanero Rousseau. Y a ella misma la veo así, con cierta grosería fresca y a medio concluir en los rasgos, con una ampulosidad de deseo sin otro posible recibo que el del crimen. “Una tarde de julio de 1914 —dice Zum Felde— cundió por la ciudad la noticia de que Delmira Agustini había sido hallada en una ajena alcoba, muerta de un balazo en el corazón, junto al cadáver de su marido, que aun apretaba en su mano rígida el arma con que la había ultimado. Los diarios llenaron sus páginas con las crónicas de aquel suceso, sin respeto ni piedad para la poetisa, en una puja de sensacionalismo realista, en el que cupo a la fotografía la parte más odiosa. La torpe vulgaridad de un desborde informativo fue el último regalo que hizo la vida a esta criatura extraordinaria, creadora de uno de los mitos poéticos más originales que existen”. Pero desde entonces el pudor volvió a rodearla, cerrando sus aguas sobre aquel cuerpo hermoso, hasta hoy mismo. Palabras que los deudos fuerzan a que Ofelia Machado suprima en la publicación de las cartitas bobaliconas y eróticas, quejas de Zum Felde, académicas circunspecciones de Montero Bustamante. “Delmira Agustini murió en Montevideo —es todo lo que se atreve a decir cuando cierra el prólogo de la edición oficial de los poemas— el 6 de julio de 1914”. Murió. . . A peine Delmira l’eut-elle rejoint. . . Pero ella no habría querido seguramente que se mintiera sobre su muerte ni sobre sus impulsos si sobre la misma escena sórdida del altillo en que fue ultimada a medio vestir. Encontrándose sentada sobre el lecho —se anima al menos a escribir Ofelia Machado— calzándose y de espaldas a Enrique Reyes, que yacía acostado, éste descerrajóle dos balazos, uno en el pabellón de la oreja izquierda y otro en la región témporo-parietal izquierda. Ella cayó boca abajo en el suelo, falleciendo inmediatamente. En seguida Reyes dirigió el arma contra sí mismo, dejando de existir dos horas más tarde en el Hospital Maciel. Y este aborrecible estilo de crónica policial quizá no descubre que allí, en aquel cuartucho de Andes y Canelones, moría también con ella el único probable acento montevideano de la belle époque. . . .calzándose y de espaldas a Enrique Reyes. Pero Giot de Badet querrá todavía, años después, contarnos una suerte de historieta del Barón de Charlus, un episodio en el estilo de Proust. “Longvemps aprés la tragédie, le Comte de Manvel, que ma mere avait épousé en secondes noces, me ccnfía avoir eu une entrevue avec lui et á sa demande entrevue au cours de laquelle il se serait exprimé en termes menacants á mon sujet, m’accusant d’étre la cause, méme involontaire, de vetre attitude á son égard. Mais le Comte de Manvel ne m’en fit part que postérieurement, m’ayant simplement conseillé, lorsque cela avait eu lieu, de vous voir moins fréquemment tant que votre di ver ce ne serait pas prononcé”. ... que yacía acostado, éste descerrajóle dos balazos . , . Y al mismo tiempo que el pudor consiente en que un vejete homosexual pueda decir a Clara Silva, cuando lo visite, cuarenta y tantos años más tarde, en el crepúsculo de su departamentito atiborrado de potiches, de recuerdos, de libros en la Rué de Rivoli: “A pesar de que mis sentimientos para con ella eran puramente fraternales y nunca habíamos hablado de amor, si yo hubiera sabido eso me hubiese casado con ella”; al mismo tiempo que la hermana de Reyes guarda los objetos que compusieron la decoración de aquella muerte, el mundo sigue salteándosela, sigue ignorando quién era, qué quería, a qué puertas golpeaba y quiénes desoyeron a Delmira. ¿Es ése el último regalo de la vida que pedía para ella Zum Felde? Esa cuñada “conserva aun los muebles de esta habitación —Ofelia Machado los ha visto— y los cuadros, uno de los cuales presenta la quemadura producida por el balazo que mató a Delmira, cuadro hecho por ella misma, con un fondo de color berra de vino y con flores, lilas, amapolas, cartuchos, margaritas, con un lazo debajo”. Ella cayó boca abajo en el suelo, falleciendo inmediatamente. . . “Conserva otro que presenta un perro terranova con un fondo marino; otro que trae una orquídea, también pintado por ella y en el centro de la orquídea aparece pegado un minúsculo retrato de Delmira; hay otro cuadro con garzas...” Y están también, revueltos sobre mi mesa, con las esquinas de sus hojas dobladas, sus libros de poemas, con tapas y medallones cursis, con versos que suelen ser cursis. Porque, ¿quién habría sido Delmira Agustini a los setenta y tantos años que hoy tendría, cuál habría sido su camino, cuál de las dos mitades de su naturaleza habría prevalecido? (Fragmento de La otra mitad, novela inédita que publicará Seix - Barral.) |
por Carlos Martínez Moreno
Revista "Número" Segunda época Año II Nº 3 / 4
Montevideo, mayo 1964
Ver, además:
Delmira
Agustini en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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