Cuatro o cinco islas
Carlos Martínez Moreno

El proyecto de adaptación del local de la cárcel de Miguelete con destino al Instituto Nacional del Menor, que atiende en sus 720 servicios distribuidos en todo el país a casi 8 mil niños, de los cuales -según el presidente de INAME, Oscar Ravecca- aproximadamente 150 son infractores, replantea la polémica y las dificultades intrínsecas a un problema social y ético que no se limita al deber que tiene el Estado de cumplir la doble función de que los menores no se fuguen de sus establecimientos y de aplicar en forma eficaz un servicio de rehabilitación progresiva.
Este cuento de Carlos Martínez Moreno publicado en 1963, revista "Puente", Nº 1, devela las contradicciones tal como se plantearon entonces, sin duda hoy no superadas sino agravadas. Consideramos útil este planteo de quien como penalista, pero antes como hombre, en él penetrara.

M.A.Petit
La Isla de Flores era hermosa, aun en el día ventoso y frío de primavera. La Isla de Flores era mucho mejor de lo que decían. Habían sentimentalizado en exceso -opinaba el consejero de gobierno- para aquel puñado de facinerosos, que eran gente de presidio y quedarían muy bien en las cárceles de Montevideo. ¡Pero vaya! Habían perdido años discutiendo sobre proculeyanos y sabinianos, sobre discernimiento e imputabilidad, sobre galgos y podencos. Y entre tanto, aquellos descastados se le habían subido a las barbas al país entero, habían atemorizado a la gente sensata, habían embestido a un bombero -con un auto robado- para sentir el ruido que hacia al caer, con su casco de bronce, contra el pavimento.
¡Por ellos hacían todo este escándalo! El había estado más de un año allí, como preso político, y aunque hubiera ponderado las inclemencias del destierro en sus arrebatos de la tribuna, sabia bien que la isla no era tan inhóspita. Ahora, cuando estos infanto-juveniles supieran que tendrían que venir a la Isla, y las mujercitas que anduvieran con ellos también lo supiesen, la cosa cambiaría. Por eso a ellos no había que quitarles la imagen que tenían. Ustedes los pedagogos seguirán hablando de las bondades del sistema de puertas abiertas. ¿Qué puertas más abiertas que las del mar? Están de par en par, pero nadie podrá salir por ellas; hoy en día -en cambio- saben muy bien que pueden fugarse cuando se les antoje. En adelante, no. A levantarse con la diana, temprano, como los presos políticos de hace veinte años. A esperar ropa limpia y provisiones una vez por semana, a la llegada de los remolcadores; o una vez cada quince días en invierno, con los temporales. Que se dejen de mirar hacia la ciudad. Que hagan caminos y cultiven la tierra.
O que pesquen y monten una fabriquita de conservas. Que se fatiguen y endurezcan al aire libre y de noche dormirán como piedras. El cansancio es el mejor antídoto para los malos pensamientos.
Los demás lo rodeaban, envueltos en sus abrigos, mientras el viento que batía las palmeras, frente al antiguo hospital, los llevaba a asirse de los sombreros o a alisarse incesantemente los cabellos revueltos.
El consejero hablaba admonitoriamente, con una cara dolorosa y equiva. Por demasiado tiempo habían sutilizado la cuestión, y el resultado había sido el peor. Ahora no había que perder más tiempo. Había que trazarse un plan y cumplirlo. Buscar nuevos ojos de agua, hacer un programa de plantaciones, estudiar la instalación de los presos y la guardia que precisaran; traerlos cuanto antes.
Estaban en un claro de la Isla; de la Isla que eran tres. La de más a la izquierda con el viejo cilindro de mampostería -leproso y descascarado- del antiguo crematorio y con los muros demolidos del lazareto sucio, de enfermedades contagiosas. La del centro con el hospital de enfermedades comunes y la suave pendiente del cementerio, visible desde las camas del hospital. La de la derecha con el lazareto limpio de las cuarentenas y el edificio de la comandancia, donde se deshilachaba una vieja bandera de franjas desleídas.
El señor arquitecto tendrá que estudiar todo lo que se requiere para rehabilitar uno de los dos locales posibles, el hospital o el lazareto limpio, y decir cuánta gente habrá que ponerle. Hay todavía unas autoclaves en el hospital con una placa que conmemora la obra de Tajes. Tal vez puedan sentir. El señor arquitecto dirá.
Pero el señor arquitecto, tocado por una enorme boina vasca que le daba un lúgubre aspecto de hongo morado, con su alta estatura y sus ojos enmarcados en profundas ojeras, parecía pensar en otra cosa. Si en vez de estar a dos horas de Montevideo estuviera a dos horas de Nápoles, seria una pequeña Capri. ¿Por qué no?
Pisaban un colchón de pasto blando, pero no mullido. Era gramilla pata de perdiz, una gramínea inanimada y seca, como el pelo pajizo y muerto de las mujeres que se tiñen. ¿Qué se tiñen? La señora diputado se recogía el mechón sobre la frente y evocaba su obra frustrada: tres años antes no habían querido ley para la isla y los menores.
Ahora estaban disponiéndolo todo en la isla y sin ley. ¡Qué herejía!
El sendero de conchillas azul grisáceo, color pizarra, parecía una cicatriz ya curtida o la insinuación de un peinado en aquel pasto hirsuto y árido. Pero sólo llevaba hasta la orilla.
También está la isla de Tacariba en Venezuela y están las Islas italianas con sus reformatorios -declamaba el presidente del Consejo del Niño.
Si, y también estaba la Isla del Diablo. Pero era más fácil pensar en la llegada que en el regreso. ¿Cómo volverían a la sociedad? Porque algún día tendrían que volver. ¿Cuál sería el método de readaptación progresiva, lejos de toda sociedad? El pedagogo, calvo y fofo, pensaba en la inutilidad de todo lo que había que leer, para dejarlo a un lado en cuanto el ciego engranaje se ponía en marcha. En cambio los Borstal...
La visión sedante del mar, la generosa amplitud del horizonte marino, el aire salitroso que distiende los pulmones y abre los pensamientos. ..El ministro tenía una vena lírica irreprimible, y bien que lo sabían sus viejos colegas de la Cámara. Pero el Ejecutivo es el poder pedestre de la acción. Las murallas de agua -dijo, bajando luego a la prosa administrativa- son más baratas y están aquí. El muro elíptico del albergue de varones nos habría costado cien mil pesos.
Los periodistas siempre piensan en lo más peregrino; y lo peor es que convierten en preguntas lo que piensan. ¿No sería más caro tenerlos en la isla, con murallas de agua pero con abastecimientos distantes y un personal de cocineros, vigilantes y enfermería, que mantenerlos en la ciudad y alzar el muro?
Ah no, eso no. Que se cocinen ellos, que coman tumba como los soldados. El Jefe de policía sabia lo fácil que era trasladar un cuartel a un sitio como éste y se animaba a hacerlo. Cuando Murguiondo viajaba hasta la isla, en su goleta Tártara, que después se hundió junto a los muelles del saladero de
Seco, trajo aquí cabras y conejos. ¿Qué se habrían hecho?
Pero la memoria de aquel Hernandarias insular prometía poca cosa. También hubo un par de vacas -según decía el farero. ¿Y ahora?
El Juez tendrá que condenarlos y desentenderse de ellos. Será algo más radical que el archivo del expediente. Porque, ¿quién habrá de darle cuenta de lo que pase? ¿O piensan que consentirá en trasladar el juzgado a los lanchones?
No pasará nada. Aprenderán a convivir entre ellos, no podrán escaparse a nado, no tendrán victimas a la vista. Asunto concluido.
Sí, pero el Juez es el dueño del menor, como dicen los autores. Los libro, también son un producto de tierra firme. El irrealismo nacional lo han hecho los libros, y así vamos. Aquí sólo hace falta un poco de coraje y adelante. Y la mueca del consejero de gobierno lo ponía en práctica, avanzando la quijada tendida.
Están tratando de transferir la angustia que les causan los menores a esta pacífica sociedad de ocho isleños. Para estos pobres el problema cambiará de orilla, cruzará la calle. Hasta ahora, habían podido darse el lujo de ignorar lo que eran los infanto-juveniles, de leer sus tropelías ya ajadas, en diarios viejos. Ahora les traen este presente griego. Es el característico desasosiego de las neurosis de ansiedad, pensó el psiquiatra. Triste gente, que cree que resuelve lo que olvida.
El rabdomante y el geólogo se habían separado del grupo. Con una horqueta horizontal sobre las palmas de las manos, vueltas hacia el cielo y trémulamente extendidas, el hombre pálido y canoso erraba como un ciego entre la hierba. A la altura a que ponía los ojos sólo podía verse el mar.
Por aquí no, por aquí no, pendulaba la cabeza del geólogo. Pero el hombre canoso se había detenido y la horqueta bailaba en sus manos. ¡La vieja cachimba cegada! ¿Será posible, junto a la esquina del hospital?
Las condiciones agroclimáticas de la isla están dadas por su suelo y su clima -decía el agrónomo con voz enfática, dueño ya del grupo y blandiendo las hojas de un memorial, que el viento se empecinaba en enmarañarle. El origen geológico eruptivo -de fundamento cristalino- que tiene la isla y los fuertes vientos que la azotan, provocan la ausencia casi total de fanerófitas, una vegetación espontánea marcadamente halófila y la predominancia de plantas rizomatosas herbáceas. Por eso me atrevo a sugerir al señor ministro (el informe había sido redactado para el trámite oficinesco y no para esta intemperie con vendaval y consejero) la plantación de cortinas vivas con especies forestales adaptadas y de rápido desarrollo, como la acacia trinervis y el tamarisco tamaris gallica. Creo también, señor ministro, en la posibilidad de cultivos de granja, en concurrencia con la forestación. Podrá tenerse así ganado cabrio, aves -sobre todo gansos- conejos, cerdos, palomas, ganado lechero Jersey y hasta una huerta, luego de eliminada la gramilla mediante el uso de matayuyos selectivos.
¡Qué hermosa colmena! ¡Todo eso podrá dar ocupación a los muchachos!,-se entusiasmaba la señora diputada.
¿Abejas? Si el señor ministro cree conveniente utilizar las algas marinas como abono, ya que son ricas en nitrógeno -y el agrónomo titubeó un instante al ver al geólogo, primero gateando, visible entre las piernas abiertas en compás, del señor consejero, y luego en pose india, el oído pegado al suelo. Los rumores subterráneos del agua...-dijo, y se cortó de golpe. Ricas en nitrógeno, señor ministro, y utilizables como cama del ganado.
Del ganado de la lechera de la fábula -dijo el almirante. Yo me permito proponer a los señores gobernantes una colonia pesquera. Es lo mejor.
El agrónomo retrocedió, acobardado. El edecán naval lo miraba con desdén y el Jefe de policía había aplastado con su bota la foja tres, que había volado en una racha de viento. ¿Se negaría a devolvérsela? "He dicho", aspiraba a proferir su cara medrosa.
Pero no dijo nada.
¿Qué les parece si vamos a visitar el hospital?, invitaba el ministro, que era un hombre civil y de experiencia.
El viejo sereno de la isla les indicaba el camino. Y el grupo caminaba entre el pasto, hacía crujir las valvas de mejillón en los senderos semiocultos. Parecían los duelistas y su comitiva marchando hacia el sitio del lance, transidos y ceremoniosos bajo la opresión de un cielo encapotado que presagiaba muerte.
Bajaron la escalera de tres peldaños que llevaba al guardapatio; las órbitas vacías de los autoclaves los miraban desde las troneras del edificio. Entraron, Stewart, Mc.Coll y Cía., Buenos Aires, decían los bronces.
Esa chapa corresponde a la linterna de eclipses del faro, pero algún animal la puso aquí -dijo ya más bienhumorado el consejero, una vez que había sacado sus cuchillos maxilares de la competencia que les hacia el viento. Ya ven, también los muchachos pueden aficionarme a la historia.
La Vigía Lecor, así se había llamado la farola. La vieja gema portuguesa en su engaste herrumbrado, muerta bajo el orín del tiempo. La Vigía Lecor.
Desde aquí se ve el viejo cementerio -enseñó el sereno. Era un pequeño promontorio sucio, que parecía hecho a carbonilla y escarbado por pezuñas. Sí, allí habían soltado durante años a las vacas, después de ordeñarlas.
Jugando a tambos y a tumbas. Todo había ido hacia atrás -informaba el viejo guardián. Ahora apilaban y cuidaban sus latas de leche condensada, porque cualquier temporal podía dejarlos sin provisión.
¿El señor arquitecto no creía que aquellos viejos dormitorios colectivos, con altos techos de bovedilla -tras una blanqueo, es claro, con vidrios en las ventanas y quizá dos o tres mamparas para dividir el espacio- podrían adaptarme con relativa facilidad?
Tan cerca de la jubilación y tan lejos de la obra, ¿porqué no creerlo? Si señores. No llevará tanto dinero.
¡Qué hermosa colonia de vacaciones, sin teléfonos ni guardias a medianoche, sin crímenes a las tres de la madrugada! El periodista era un nostálgico de la calma. Cuando pudiera cambiar el asfalto y la noche por un pedazo de la mañana y el cuidado de unas pocas gallinas...
El arquitecto lo pescó con los ojos en blanco; era uno de los suyo.. ¿Qué le parece? -se animó a decirle por lo bajo. ¡Una especie de Capri por hacer y éstos piensan en un reformatorio!
Sí, claro; pero este mar no es tan azul como el de las postales. Aunque a veces es verde; y el cielo, por las noches, debe ser altísimo y maravilloso.
¿Por qué nos obligan a ser eficientes? Por supuesto, los muros son de una solidez inconmovible, soportan cualquier refacción en los techos. Pero yo no tocaría tampoco la bovedilla. Hay que revocar esa tirantería de hierro, eso si. La corrosión marítima será siempre inevitable, sin ser peligrosa.
Usted vaya pensándolo con tiempo. El ingeniero me enviará su informe agroclimático (sonrió) que ya tiene pronto, como usted vio. ¡U oyó! Usted mándeme el suyo.
Informes, informes. La isla, el cielo, el mar, el viento, todo podían reducirlo a expedientes, todo podía llamarme -en sus manos- Gestión 503.
Salieron.
Visitemos la comandancia, si les parece. Me han dicho que el teniente nos quiere recibir oficialmente allí.
El teniente sonrió con la modestia a que lo autorizaban sus jinetas. Realmente..., empezó a decir. Pero no se le ocurrió nada. Otra vez sobre el seco colchón muerto y pajizo. "Mediante el uso de matayuyos selectivos..."
¿Qué es esto, este bicharraco fósil? - gritó la señora diputado, y levantaba una forma armada y rampante en la punta de su agudo zapato italiano.
Un gato muerto -dijo casi halagado el sereno, como si el dudoso mérito de aquella sorpresa le perteneciera. Es uno que teníamos hasta hace tres años. Murió y el clima de la isla lo conservó así. Queda la forma dura, la piel seca, pero está hueco por dentro. ¡Mire!
Y para sacrificarle aquella vieja pieza de museo, la estrujó con una mano poderosa, resquebrajándola en pedazos.
Así quedarán los menores. La forma endurecida y reseca; y sin entrañas, vacíos por dentro. La metáfora de esta momificación había cautivado al pedagogo. Cuando llegara el almuerzo a bordo o el trago en la comandancia, ofrecería el símil con las palabras adecuadas: era una alegoría que iba a hacerlos pensar.
El recibimiento en la comandancia no era un trago ni un discurso: el teniente presentaba a su personal y a la población de la isla: un sargento, un cabo, un soldado con su mujer y la mujer con el niño recién nacido, que había sido traído de Montevideo la semana pasada.
El retrato de Artigas había sido tomado de una revista en colores. El de Rivera, en cambio, estaba bien enmarcado y tenía el carácter de la hagiografía oficial. Los colorados parecían sentir por él una devoción privativa.
Voy a mandarles un buen retrato del prócer -dijo el consejero, y el teniente sintió en la diestra el escozor de hacer la venía.
El farero era allí el más antiguo. Y eso que había estado antes en el barco-pontón del Banco Inglés y después en la Isla de Lobos.
Esto no es nada, aquí se camina. En Lobos, cuando los animales están en celo, es peligroso salir de la farola. Hay un olor insoportable y golpean día y noche con sus colas. Si uno mira desde lo alto, parece que toda la isla -porque la piel de los lobos es del mismo color de la roca- se moviera sin parar; es como un pedazo de tierra que hirviera sobre el agua. No se puede seguir mirando mucho rato, porque marca.
Señor ministro, respetuosamente y sin faltar a las jerarquías -dijo el teniente, y sacando del cajón del escritorio el rollo de un manuscrito a tinta violeta, se lo entregó.
¿Qué era? Tal vez habían pensado en un homenaje y un pergamino. Una petición al Superior Gobierno. Si nos traen ahora los juveniles a la isla, la vida que es acá tan tranquila .....
El gobierno ya ha pensado en todo, se impacientó el consejero de gobierno. Ustedes no correrán peligro, se cercarán dos zonas.
¿Se cercarán dos zonas? - preguntó el presidente del Consejo del Niño, que había hecho ya todos sus argumentos afirmando "el sentido de la libertad en el cautiverio".
Sí, o algo así. El señor ministro consultará a sus asesores. Es asunto resuelto.
El petitorio de la Isla no iba a tener siquiera el destino de expediente en que soñaba el agrónomo y del que abominaba el arquitecto. Siempre hay alguien más miserable.
Les transfieren el problema y tiran el rollito al mar - pensó el psiquiatra. ¡Que esperen a Ulises!
El sargento, el cabo, el soldado, la mujer con el niño parecían ridículos, puestos en fila y con el memorial rechazado.
El viejo farero -que cada quince días se iba a pasar otro tanto en tierra- sabia más que ellos del asunto; y ya les había dicho que no podrían pararlo.
Estas cosas se deciden arriba.
El había determinado jubilarse pronto, y estaba concluyendo su casita.
¿Dónde? -preguntó el arquitecto, que le había averiguado ya cómo vivía, por qué se había deshecho de la vaca, si las gallinas ponían y qué ración les daba.
En el Sauce, departamento de Canelones.
Y ante la desilusión del arquitecto, que había pensado en la fascinación del mar, en el hechizo mortal y en el pequeño nido del ave marina en el acantilado:
Soy de allá, sabe. Y allá quiero morir.
La sensatez de los hombres parecía, al final de los años, un producto más noble que el prestigio de las quimeras literarias. 
Aquel viejo que chicaba en presencia del señor consejero y salía hasta la puerta a escupir, ante la mirada impotente del señor ministro, aquel viejo que alimentaba la linterna quince días seguido, a la espera del relevo, tenía derecho a morirse en el Sauce o donde se le ocurriera.
Voy a irme antes de que vengan esos muchachos. Nos van a hacer la vida imposible. O matamos a uno de ellos o nos matan durmiendo. Y yo no quiero.
"Y yo no quiero". La vieja cordura, estaba pensando ahora el psiquiatra. A veces, por un fenómeno de refracción atmosférica, la isla parece levitada sobre el horizonte de las aguas y escalona dos o tres imágenes a distintas alturas. Dos o tres, tres o cuatro islas. Aquí pasa lo mismo. Esta Isla de Flores no es una sola, ni tres islas cortadas por la creciente y unidas por el murallón del 95. Son cuatro o cinco islas distintas, tal vez más. La del señor consejero, que le guarda un rencor de eterno preso, y quiere echar aquí gente más joven, para "sanear la sociedad en que vivimos". La del señor agrónomo, la del señor jefe de policía, la del señor almirante, la Capri del arquitecto, la colmena de la señora diputado, la colonia de vacaciones sin teléfonos, la isla que este viejo no quiere compartir con nadie y la isla detenida en la historia, la que todavía guarda las urnas cinerarias en que caben tantos viajeros, aquellas urnas que se tomaban en lo oscuro, sin mirar números ni distinguir nombres, cuando desde ultramar alguien pedía por uno de sus seres perdidos.
Eran -claro está- cuatro, cinco, seis, diez islas o ninguna.

Carlos Martínez Moreno
Cuadernos de Marcha Nº 56
Junio 1990

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