Imagen múltiple de Francisco Espínola

por Carlos Martínez Moreno

Francisco Espínola (1901-1973) fue, en el Uruguay, el espécimen del "escritor-institución”. En ese sentido, podría decirse que fue el último “escritor nacional” en quien se haya reconocido el país. De Onetti, pongamos por ejemplo, nadie ha podido decir que sea un escritor nacional; suele recordarse que es un escritor uruguayo, pero la sola introducción del gentilicio cambia el sentido de la frase.

En cuanto “escritor-institución”, fue escritor y fue muchas otras cosas, sin asumir nunca condiciones radicalmente diversas de la de escritor. En todas ellas fue Espínola el intelectual, pero en cada una de ellas desplegó formas de una actividad afín y versátil, que partía siempre de la condición del intelectual pero sutilmente se las ingeniaba para diferir de ella. Hace poco tiempo (octubre de 1973), en el curso de un homenaje póstumo realizado en Montevideo, el crítico Arturo Sergio Visca dijo que “Francisco Espínola escritor es tan sólo uno de los muchos aspectos de una personalidad que fue multifacética". Si se piensa que en el Uruguay prácticamente no existe el ejemplar del escritor puro, que viva y se sostenga en su exclusiva condición de tal, el aserto parece extraño. Porque Espínola no fue político profesional ni practicante de ninguna otra profesión; ni tampoco desempeñó más cargos públicos que los relativos al ejercicio de la docencia, como tantos otros escritores de cuya multiplicidad nadie hace caudal. Lo cierto es que Espínola había dado y consentido (y habría que preguntarse si no había suscitado) la imagen del escritor-institución; y en función de ella había sido adscrito a su vez a una imagen del país, la imagen del estado liberal e institucional que, ya muy corroído entonces, se rompió el 27 de junio de 1973. Tiene un inquirido sentido alegórico, llamado a sellar esa imagen y a obligar a que nos desprendamos de ella para mirar hacia el Espínola verdadero, la circunstancia de que el escritor haya muerto precisamente el mismo día de ese golpe de estado. Tenía entonces setenta y un años y, desde un tiempo atrás, revistaba en las filas del Partido Comunista, después de haber pertenecido por todo el resto de su vida —y aún desde antes, por tradición ancestral— al Partido Blanco o Partido Nacional, con cuyas bizarrías pretéritas, de época heroica. Espínola se proclamó siempre (y aún luego de su afiliación comunista) sentimentalmente consustanciado.

Como escritor-institución, recibió todos los equívocos reconocimientos nacionales que el país político y el país oficial adjudican a ese rango que hoy parece definitivamente vacante. En septiembre de 1962, al llegarse al trigésimo aniversario de la entrada en prensa de su única novela. Sombras sobre la tierra, la hoy difunta Junta Departamental de Montevideo (suerte de parlamento provincial) le dedicó una sesión solemne de homenaje, en la cual Espínola —eximio narrador oral, otra especie ya virtualmente extinta— relató largamente sus hazañas de militante revolucionario de 1935, entre los placemos de aquellos mismos que poco más de cinco lustros antes habían integrado o apoyado las fuerzas que habían tirado contra él y lo habían mantenido prisionero en el cuartel de Colonia. Un aura de satisfacción y de conformismo (“Estábamos en nuestro país y por suerte”) así como una prioridad de la condición nacional sobre la intelectual (“se comprenderá que impulsado estoy a que no sea mi literatura lo quede mí interese fundamentalmente”) campearon en aquella ocasión. Ya para entonces Espínola había recibido el Gran Premio de Literatura, en un clima de unánime aprobación de entendidos y profanos. Hay que creer que esa unanimidad se rompió cuando Espínola decidió incorporarse a las filas del Partido Comunista, decisión cuyo fondo de coraje resulta evidente en la medida en que Espínola era perfectamente consciente de la multitud de fáciles adhesiones y de grandes páginas de diario que tal determinación le enajenaba sin vuelta. El Partido Comunista, en cambio, asumiendo la oportunidad como una apoteosis, circuló invitaciones impresas, con fotos de Espinola, llamando a solemnizar su ingreso a esa colectividad política. El escritor-institución seguía imponiéndose como tal, ahora a sus nuevos correligionarios. Y cuando dos años después Espínola murió, las últimas gacetillas dirigidas a despedir al escritor nacional aparecieron todavía en los diarios, un tanto reticentes visto el chasco que la última militancia política de Espinota había significado para tales escribas; y como en el caso de Aldous Huxley muriendo el mismo día del asesinato de Kennedy, la exorbitancia del hecho político (el golpe de estado de ese día) relegaba naturalmente el espacio de los obituarios, en páginas escritas y en palabras dichas. Pero el velatorio de Espínola sirvió, compensatoriamente, para pretexto de una encubierta reunión política de emergencia, de las que, a partir de tales hechos, empezaban a estar prohibidas.    

A lo largo de casi cincuenta años de carrera intelectual, el escritor-institución escribió cuantitativamente poco. E incluso las reediciones de su obra son menos frecuentes de lo que la celebridad de Espínola podría inducir a suponerlo. Es que el escritor era personalmente más famoso que ninguna de sus criaturas, que ninguna de sus hechuras de creador. A ese resultado acaso contribuyera su portentosa condición de narrador oral, uno de los más notables que hayamos conocido; también el espécimen del narrador oral, reminiscencia o reencarnación de los viejos trovadores de las antiguas gestas, de los payadores y, más corrientemente, del proseador criollo de los fogones camperos, apunta a una condición en trance de perderse. Espínola la asumió con maestría consumada y el disco y la televisión prolongaron y difundieron esa imagen a todo el país; sobre todo la televisión, que lo exhibió como a ningún intelectual uruguayo de ningún tiempo. Tales facilidades conspiraron contra la verdadera condición del escritor; era fama —a menudo inverificada, entre quienes ni lo oían en la rueda pequeña ni lo leían en su obra escrita— que incluso los mejores cuentos de Espínola ganaban al serle escuchados. Había allí una verdad y una exageración; la verdad se atenía a los cálidos registros verbales de Espínola, la exageración nacía de ignorar los secretos de composición que, en sus mejores cuentos, el escritor manejaba con redomada pericia.

A esa doble imagen con pátina de pasado, se agrega otra, que paradojalmente le ha hecho todavía mayor mal: la del “buenismo” de Espínola (como, en ámbitos de estimación menos dilatados, el “buenismo” del poeta Liber Falco). Esta imagen va indisolublemente unida a la persona del escritor y, ella sí, fue fomentada y estimulada por él, por su intención generosa de llegar a todos y fraternizar auténticamente con todos. “Fue un pontífice de la bondad”, recuerda en 1973 el poeta Enrique Estrázulas.

Y todos nos hacemos lenguas de esa condición. Ella tiene su correlato social en el hecho de que todos le llamáramos Paco y no Espínola, de que todos hayamos efectivamente sentido los beneficios de su campechanía, de su amistad y de un trato que daba por supuesta su visión cándida y esperanzada de las relaciones entre los hombres.

Es curioso comprobar hoy cómo todas esas irradiaciones de la criatura humana han estado distrayéndonos por demasiado tiempo de la visión del escritor. Y el escritor fue, sin disputa, el prosista más enjundioso de la llamada Generación del Centenario, aunque su primer libro se haya adelantado en cuatro años a esa fecha clave, a ese jubileo del optimismo nacional. Era el escritor más importante por más que en su obra, de espaldas a la literatura gauchesca, enclavada a veces en el medio rural (Raza ciega, cuentos, 1926) o en la orilla de pueblo o pequeña ciudad del interior del país (Sombras sobre la tierra, novela, 1933) no haya tenido imitadores o epígonos, extremo que se explica por el hecho de que sea mucho más difícilmente imitable que la de algunos otros de sus coetáneos (Morosoli, Enrique Amorim), seguramente por haber sido más profunda, más raigal, de calado más hondo, de mayor densidad creadora; y por haber usado modos de estereotipia menos visibles (sobre todo con relación a Morosoli).

Muerto Espínola hace ya dos años, su fortuna literaria no está a la altura del escritor. Salvo casi solitarias excepciones, el examen de su obra ha quedado librado a mediocridades profesorales y a chapucerías estudiantiles; probablemente influyan los cambios generales del país en cuyo mismo pórtico Espínola desapareció, pero lo cierto es que provoca cierta indefinible pena leer hoy algunas páginas de la entrega que la Revista de la Biblioteca Nacional ha dedicado recientemente a su recuerdo; ingenuidades escolares y erratas inconcebibles dan el tono de ese homenaje. Espínola merecía, por cierto, otra cosa.

Y no mejora mucho tal clima de rememoración una reedición parcial de Espínola, partida esta vez de tiendas independientes; la edición de 1975 de unos llamados Cuentos completos, a cargo de la Editorial Arca.

De este cabe decir que es, por lo menos, un homenaje negligente. La misma editorial ha dedicado una reciente y cuidada edición postuma a Felisberto Hernández (Diario de un sinvergüenza y últimas invenciones) y casi no deja pasar ocasión de editar a Hernández o a Onetti sin anteponerles un buen prólogo de estudio. Con este primer Espínola que se edita en forma póstuma, no se han tenido iguales cuidados. No hay prólogo, no hay siquiera un responsable criterio de edición, no se allegan al lector nacional ni al extranjero (y para esto último hay un vocabulario en dieciséis notas de pie de página) fechas ni procedencias de primera publicación. Con la sola supresión de la novela infantil Saltoncito —que nada tenía que hacer en un tomo de cuentos— esta edición sigue el ordenamiento del volumen titulado Cuentos, que imprimió en 1961 la Comisión de Publicaciones de la Universidad de la República y revisó el autor; y el mismo lexikón para uso de extranjeros, proviene de aquella edición universitaria.

De los dieciséis cuentos, los nueve primeros pertenecen a Raza ciega, el primer libro de Espínola, publicado originalmente en 1926 por La Cruz del Sur, de Montevideo y reeditado en 1936 por Sociedad de Amigos del Libro Rioplatense, la misma impresora que tres años antes había lanzado la primera edición de Sombras sobre la tierra. Otros cuatro, con distintas fechas de escritura, fueron publicados en volumen —con el título El Rapto y otros cuentos— por la revista Número, en 1950. La mencionada edición de la Universidad de la República agregó tres cuentos más (en rigor, dos cuentos y unas paginas de memoria infantil). En 1967, la Biblioteca Artigas, Colección de Clásicos Uruguayos, con el No. 117 reeditó Raza Ciega

La actual edición de Arca, hemos dicho, no da fechas. Los nueve cuentos de Raza ciega (El hombre pálido / Pedro Iglesias / Yerra / María del Carmen / Cosas de la vida / Visita de duelo / El angelito / Todavía, no / Lo inefable) llevan todos la fecha de la primera edición de ese libro, que es la de 1926. De ellos, el primero en escritura fue Visita de duelo y Lo inefable el último. De los cuatro que figuran en la edición de Número, El Rapto es de 1926, aunque quedó fuera de Raza ciega; Los cinco y ¡Qué lástima! de 1933, coetáneos de Sombras, y Rancho en la noche de 1936, aunque fue publicado por primera vez en La Nación de Buenos Aires, el lo. de enero de 1940. Los que recogió como inéditos en libro la edición de la Universidad corresponden a fechas que ningún editor precisa. Se sabe, con todo, que el último cuento de Espínola fue Rodríguez, al cual algunos (no yo) tienen por el mejor de cuantos haya escrito.

Hay en esos dieciséis cuentos alguno que no lo es, como Las ratas; y naturalmente, faltan los cuentos, redondos como tales, que Espínola incluyó en su única novela, como El velorio del enano y El velorio de Margarita, fragmentos muy celebrados de Sombras y que han cobrado, especialmente el primero, vida autónoma en el recuerdo de los lectores, aunque nunca en separatas de edición.

Mucho más profundo que Javier de Viana, mucho menos elípticamente pobre que Morosoli, en narrador de veinticinco años que escribe Raza ciega suele evocar, en la crudeza resuelta con que afronta la estatura trágica de sus temas, a su admirado Acevedo Díaz. Ese narrador fue luego superado por sus cuatro cuentos fundamentales (Los cinco, ¡Qué lástima! , Rancho en la noche. Rodríguez) pero en los mejores cuentos de ese primer libro ya está cualitativamente cerca de ellos. Lo que Espínola ha hecho, desde El hombre pálido y María del Carmen al cogollo de sus cuatro cuentos definitivos, es despojarse de verismo, diluir el coloquialismo, alejarse de un pathos de realismo a la rusa, demasiado obsesivamente opnmente —como destino— sobre sus criaturas. Pero esos dos cuentos y sabidurías parciales en algunos otros (final de anticlímax de Todavía no, estructura desigual en la larga preparación y el precipitado desenlace de Cosas de la vida) marcan la existencia de un narrador que ya desde su origen se ha liberado del costumbrismo, del criollismo ornamental, de la veta gauchesca; ocurre justamente cuando el género está muriéndose, según lo lamenta Reyles en su nota sobre gauchescos inserta en su Historia sintética de la Literatura Uruguaya, conmemorativa del Centenario del 30. Hay desniveles entre los dos cuentos mejores, con su descarnada dramaticidad (El hombre pálido) o su profusa truculencia (María del Carmen) y los restantes: Yerra es un pretexto para una estampa y, aunque mejor. Angelito, que ya anuncia las páginas de Sombras, es otro. Visita de duelo es sólo esa estampa; considerándolo como el primer cuento que escribió Espínola, es notable la dosis de undercurrent de su escritura, algo que se diría chejoviano si Espinóla no hubiera declarado que ignoraba a Chejov por aquellos años; Pedro Iglesias duda, en cambio, ante la ejecución de un tema analíticamente mayor y Lo inefable es el cuento más flojo del libro, el que se nutre de una zona de expresa pero confusa trascendencia, entre lo demoníaco y lo angélico, que en Espínola ha dado siempre resultados inciertos.

El Rapto es también de 1926. Es un cuento frustrado por los excesos demostrativos del pietismo y por cierta deliberada vulgaridad en el símil y en la descripción de ambientes, con cargo quizá de reforzar un sentido primario de humanidad e infortunio en los personajes y, sobre todo, en la espectral protagonista-víctima, que se llama Margarita (nombre recurrente en la narrativa de Espínola). La influencia de los rusos (Espínola declaró que lo dominaba, por aquellos tiempos, su admiración por Gorki y Andreiev) está muy vivamente en El rapto. La visión ingenua y un poco maniquea de los dos mundos que el cuento describe, muestra a un Espinóla realista, en menor grado de sabiduría que el de las mejores páginas de Raza ciega. Lo cierto es que Espínola ha escrito pocos cuentos y por eso a través de años y maneras, su obra es naturalmente antológica; de no ser así, ni Lo inefable ni El rapto ni El milagro del Hermano Simplicio serían inevitables en una selección.

Es pasmoso el salto cualitativo entre los dos últimos cuentos de 1926 (Lo inefable. El rapto) y los dos cuentos de 1933, Los cinco y ¡Qué lástima! Entre unos y otros ha mediado la composición de Sombras sobre la tierra y Espínola ha aprovechado grandemente la experiencia; el oficio puesto al servicio de la novela se refina, se decanta y por momentos se sublima en los dos cuentos de 1933. La visión del mundo, en cambio, mantiene una visible continuidad.

Los cinco, cuento sin protagonista e incluso sin el trazo de ningún personaje individual, narra la vicisitud grotesca, cómica y enternecedora, de cinco disfrazados de sábado de carnaval, pasando por incendios y zambullidas, hasta acabar presos en el corralón de una comisaría pueblerina. Es un prodigio de economía narrativa y de humor, en un grado de concisión insuperable para relatar la pequeña historia, lamentable, humilde y casi anónima de aquella suerte de desarrapados centauros criollos que han salido, más que para la diversión propia, para la irrisión ajena. La felicidad brevísima del detalle (el jinete del remojón en la laguna queda luego “como cabalgando a lo mujer”, al cruzarse en el corralón con un caballo verdadero “se descubren los jinetes y entran circundados por el suave rumor de las zapatillas") atenúa apenas la casi total objetividad de la escritura, le comunica un estremecimiento de simpatía dentro de la crueldad de aguafuerte del ínfimo episodio. Es uno de los mejores cuentos de Espínola y tiene un sitio asegurado en la más rigurosa antología del cuento en Uruguay.

¡Qué Lástima! es, en mi concepto, el mejor cuento de Espínola; y aunque este juego de las mediciones tiene poco que ver con la literatura, es acaso la mejor short short-story que se haya escrito en el país. Compone, más que expresamente relata, una visión de la fraternidad alcohólica de dos pobres diablos, en presencia de un estupefacto bolichero negro empeñado en otra maraña (la de escribir una carta por encargo de una joven); y lo hace en el menor número posible de palabras y de gestos. Sólo dos veces (cuando a uno de los personajes le parece estar rozando con sus espaldas un infinito muro gris pizarra y cuando la realidad no da para más y hay que arrollarla) el narrador anota algo, para empujar o apuntalar la comunión que están viviendo los personajes. El resto, en un total de seis páginas, está dado por el diálogo de los personajes, su esquemática visión la mínima anotación de indumentaria, actitudes y gestos. Es absolutamente un clásico. Hace poco tiempo, en un reportaje, un cuñado de Espínola ha referido las circunstancias reales en que se originó la historia; ellas revelan que el personaje del bolichero es una entera invención del narrador y el resto, la increíble relación de los dos borrachos, desde el desconocimiento hasta la fraternidad repentina y la transmutación de identidades, le había sido ofrecido íntegramente por la vida real. Muchas veces he oído a Espinóla, cediendo a instancias amistosas, volver sobre este cuento. La sustancia narrativa, con sus modos de expresión, estaba esculpida dentro de él. por una suerte de curiosa fatalidad que tenía poco que ver con la memoria mecánica de los recitadores; y así surgía. Es un modelo de narración que todavía sigue esperando —en esa suerte de posteridad laxa, falsamente indulgente de epítetos y renuente de auténticas calidades críticas y de prolijos acercamientos de la estilística, que a Espinóla le ha tocado en suerte— el análisis que le haga justicia.

En Rancho en la noche (1936. cuento que representó al Uruguay en una selección que en 1940 realizó La Nación de Buenos Aires) vuelve el tema del carnaval. Pero aquí, y acaso ésta sea la razón por la cual el autor prefería este cuento entre todos los suyos, el tema interesa menos que su composición y que el acendrado esmero en la elección de los vocablos, según su fuerza music al, su expresividad, la cadencia total de la frase, etc. Los personajes no difieren del común mundo de los humildes en Espínola. La vicisitud casi no existe (un baile de máscaras en un rancho); existe, sí, la desmedrada condición humana de los disfrazados y su tentativa de relación, estorbada por el cuidado de sus disfraces. El todo recuerda a aquel baile de Rosanette en L'éducation sentimentale de Flaubert, texto que Espínola no conocía al tiempo de haber escrito éste. Más que de cuento. Rancho en la noche tiene algo de la estructura de un poema sinfónico. He cotejado sus ediciones sucesivas y de ese cotejo surge que el autor, que puso todo el asunto bajo la advocación de una frase dannunzia-na. lo retocaba incesantemente, a veces sin demostrable acierto en las mismas sustituciones, al parecer preocupado de que se cumpliera en la letra esa eufonía de las palabras, que debía seguir resonando dentro de él ya a distancia de haber escrito el cuento. A diferencia de otras narraciones, ésta —que es casi puramente auditiva, sujeta a ritmos verbales, a correspondencias de color y sonido— nunca fue vertida oralmente por Espinóla, ante corrillos de amigos, aunque sí en cinta grabada. La respetaba como a una antífona, y algo de eso alcanzó a significar dentro de su obra.

“Breve y suficiente inmortalidad”, dijo una vez Borges, celebrando una obra no muy copiosa, tal vez una simple frase. Breve y suficiente inmortalidad, también la de estos tres cuentos mayores de Espínola. Ni la invocación del escritor-institución ni la celebridad del narrador oral ni el panegírico del “buenismo” hacen honor suficiente a la obra maestra, en algún sentido sutilmente enlazada, que constituyen estos tres cuentos.

Rodríguez, la otra hechura que se les aproxima, es asimismo un cuento muy breve, comenzado y terminado de narrar desde el centro mismo de la anécdota. Es otra versión de la secular historia del pacto con el diablo. Esta vez la versión del hecho fallido: Rodríguez, a quien el diablo se aparece en un paso de arroyo y a quien acompaña por un tramo, resuelve no ceder a las tentaciones. Hasta que con una frase despectiva que se ha hecho famosa (“Mágica, eso”, escuchada por Espínola a un desconfiado espectador de circo) desdeña los prodigios de metamorfosis del diablo y de su flete, arranca al diablo un improperio y cierra la historia. El elemento de la tentación diabólica jamás adquiere un rasgo expreso. El diablo nunca es mencionado por ninguno de sus nombres de tal en el relato.

Cuento de composición segura, de infalible instalación inicial en el centro de la historia a relatar, es otra hechura ejemplar de cuentista. Prefiero los otros porque manejan más elementos con igual concisión, mayor riqueza con la misma descarnada brevedad; no porque Rodríguez tenga una sola flaqueza.

Las ratas tiene el sentido de una estampa de infancia, y con tal alcance lo escribió Espínola, aunque luego haya consentido su incorporación a tomos de cuentos que seguramente precisaban del espesor de unas cuantas páginas más. No es un cuento. Contiene la visión cruel de un mundo, abierto por obra de los mayores a la imaginación de un niño. Como página de memorias es excelente.

El milagro del Hermano Simplicio está, en cambio, escrito en un estilo retórico que no conviene a Espínola, y es insituable de lenguaje y escenarios. Su visión —felliniana avant la lettre— de una algarada carnavalesca, importa mucho menos que la versión aterida y sumergida de un carnaval, tal como sale de las páginas de Rancho en la noche.

Esta, largamente reseñada, es la materia de un volumen delgado, de 146 páginas. Entre ellas, algunas de las mejores de la literatura uruguaya de cualquier tiempo; páginas a estudiar y analizar allí donde, a dos años justos de su muerte, no lo siga obstaculizando la figura “imponente” (uno de sus calificativos predilectos) de Francisco Espínola.

 

por Carlos Martínez Moreno

Montevideo, 27 de junio de 1975.

 

Carlos Martínez Moreno (Uruguay) es escritor y abogado. Hizo crítica de teatro durante varios años, a partir de 1938. Se inició temprano en la literatura (hacia 1944 su cuento “La otra mitad" ganó un concurso nacional) pero empezó a publicar sólo en 1960: Los días por vivir (1960), Cordelia (1961), El paredón (1963), Con las primeras luces y La otra mitad (ambas en 1966), Coca (1970), Tierra en la boca (1974), entre sus novelas. Los aborígenes (1964), Los prados de la conciencia (1968), De vida o muerte (1973), libros de cuentos. Los días que vivimos (1973), ensayos.
 

Publicado, originalmente, en: Texto Critico, Nº 2 julio-diciembre 1975, p. 123-130

Texto Crítico fue una publicación editada por el Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias. Universidad Veracruzana

Link del texto: https://cdigital.uv.mx/handle/123456789/7235

 

Ver, además:


                      
Francisco Espínola en Letras Uruguay
                                               

                                                             Carlos Martínez Moreno en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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