La última obra teatral de Graham Greene,
The Potting Shed, ha compartido con el drama póstumo y
autobiográfico de O'Neill (Long Day's Journey Into Night) la
mejor acogida de críticos y público en la temporada 1956-57 de Broadway.
Consecuente a un destino de estrenar sus obras dramáticas fuera de
Inglaterra (The Living Room fue dada a conocer originariamente en
Suecia), Greene ha reservado a los norteamericanos esa primicia, y a
pesar de The Quiet American esta gente poco rencorosa la ha
recibido con entusiasmo.
Ahora Sur acaba de editarla en Buenos Aires, en una versión de Victoria
Ocampo, que retiene así una exclusividad literaria de las traducciones
de Greene dramaturgo al habla española.
Vino nuevo en odres viejos
Sumariamente, en el comienzo de The Potting Shed se espera la
muerte segura y próxima de H. C. Callifer, escritor agnóstico o ateo,
cuya vida física ha sobrevivido a su éxito. Muere ya olvidado por sus
contemporáneos, sin que sus obras se vendan, sin que existan alrededor
de él otra cosa que el fracaso y la compensatoria devoción íntima que él
promueve. Mientras un discípulo fiel, el Dr. Federico Bastón,
ligeramente ominoso desde el orzuelo que le apunta en un ojo hasta la
actitud de adelantarse a la muerte, prepara y recita un discurso de
elogio fúnebre, una nieta del agonizante (Ana Callifer, de trece años)
anticipa en el diálogo las curiosas condiciones de ese mundo (relatando
su propio voto infantil hecho "a la evolución inevitable y a lo sagrado
del hombre"). El espectador se va enterando así de que hay un hijo
allegado al viejo matrimonio Callifer (John, padre de Ana) y otro
inexplicadamente proscripto (James). Diabólicamente, la adolescente
cablegrafía a James Callifer la gravedad del viejo Callifer, y lo hace
llegar como convidado de piedra a ese duelo inminente. Pero el acceso
que tiene a la vida de la familia Sara Callifer, mujer separada de
James, no lo tiene el propio hijo, y es su madre, la Sra. de Callifer,
quien al final de la primera escena del primer acto le impide acudir,
escaleras arriba, a los últimos momentos del agonizante.
El resto de la obra asiste a la lenta, progresiva, graduada develación
del asunto. James Callifer, cuya vida de hoy no tiene ligadura con su
infancia, por el hiato de un trauma psíquico misterioso e irrecordable,
llega a la casa paterna con un perro pero se estremece cuando tiene que
llevarle agua y alimentos a la casilla de las macetas (al galpón del
huerto). Hay allí algo que lo sobrecoge, una puerta que no llega a
franquear. Y la precoz e imposible Ana lo descubre y lo va comunicando a
sus parientes y al público. Los recuerdos de James se detienen en el
sendero de grava, en la evocación de una palita de juguete (el Rosebud
de Charles Foster Kane). Un psicoanalista (el Dr. Kreuzer) trata
torpemente de excitar la memoria de James. Mejor que el Dr. Kreuzer, más
perspicaz y activa, la niña pone a James en comunicación con la viuda de
un viejo jardinero, quien sabe algo del hecho inmencionable, ese hecho
que ha signado de angustia, de fracaso conyugal y de extrañamiento
familiar la existencia de este Callifer. Por ese trauma no ha conocido
realmente el amor (y está ahora en casa de los Callifer, mejor admitida
que él, su propia mujer, de la que se ha separado por un curioso y frío
encogimiento del desamor sin causas), ni ha podido instalarse con
certeza y aplomo en la vida. La clave ha de dársela finalmente un tío
suyo, otro pariente expatriado del clan de los Callifer, el casi inánime
y embotado Padre William Callifer, sacerdote fracasado. En una crisis de
infancia, nunca se dice por qué, James se ha colgado en el galpón del
huerto (en la casilla de las macetas) y ha muerto. El Padre Callifer ha
ofrecido a Dios su fe a cambio de un paladino milagro de resurrección; y
el milagro se ha consumado, ante el horror ateo de los Callifer. H. C.
Callifer no ha querido desandar su vida, testar su obra a la luz de este
hecho, y él y su mujer (más incondicional como esposa que tierna como
madre) han optado por la tenaz impostura, ignorando el milagro y
segregando, radiando de su trato a los partícipes del mismo. Al
encontrarse con James, el Padre William Callifer recuperará la fe que
entregó a Dios como un precio, y James a su vez se convertirá, sintiendo
-con el toque de la gracia- el del amor que nunca había experimentado
por su mujer, Sara. Un final feliz corona así los funerales del ateo.
La difamación del incrédulo
Ese es el asunto de The Potting Shed. En seguida se advierte su
filiación típicamente greeniana.
Como en gran parte de la obra del escritor, están ahí los ingredientes
-en cuyo manejo tiene consumada habilidad- del thriller (al que alguna
vez ha proclamado como el tipo del libro de nuestro tiempo), del
psicoanálisis (tendenciosamente rebajado a ser el vicario científico de
Celui-qui-ne comprend-pas) y de la religión. A esta altura de la
carrera del maestro, la fórmula parece de efecto infalible y su
encarnizada imaginación no parece aún decidida a abandonarla (luego del
interludio de The Quiet American).
Lo que es novedoso en el tema y en el tratamiento del tema de The
Potting Shed, es la no tan sutil difamación del agnóstico o del ateo
(no se aclara bien cuál de ambas cosas eran H. C. Callifer y, por
añadidura, su cohorte de mujer y discípulo, aunque al cabo la de ellos
parece ser más bien una forma de ateísmo agria y recalcitrante); lo que
parece nuevo es la exhibición denos-tativa de sus insensibilidades, de
sus trampas, de sus groserías.
Porque lo más frecuente en Greene novelista ha sido plantear los
problemas y las agonías de la fe desde el costado de los católicos,
examinando sus pecados, sus crasas abominaciones, sus debilidades
humanas, sus falibilidades y sus vicios. Es ese punto de vista el que ha
sobrevivido inicialmente en su teatro, por más que allí las necesidades
polémicas introduzcan al contradictor no católico. The Living Room se
ensaña fundamentalmente con las lobregueces, estrecheces y cegueras de
un viejo hogar católico inglés, aunque deje a un sacerdote impotente y
baldado el papel de pura simpatía testimonial que consiste en no
compartir supersticiones y en saber ver el mundo con caridad,
comprensión y cordura. Pero ahora el ángulo de visión cambia. Como en
The End of the Affair Greene suministra en The Potting Shed
una visión del mundo desde el lado de los no católicos; de los
incrédulos sin conversión, entre otros.
Y más que nunca, los no creyentes aparecen en The Potting Shed
como seres trapaceros, vanos y hasta insensibles. Así, el hecho de que
el Dr. Bastón (discípulo del ideólogo agonizante) no crea en el Más
Allá, no entrevea ningún término luego de la muerte, lo hace incurrir en
esa vulgar grosería de la sensibilidad que consiste en discurrir por la
casa y mirarse al espejo mientras declama la preparada alabanza fúnebre
de un ser aún vivo, y en tanto oye los pasos que, en el piso alto,
puntúan el desasosiego familiar en torno a la agonía de su maestro. Es
la misma suerte de embotamiento de la sensibilidad frente a la muerte
que en The Living Room lleva al psicoanalista Miguel Dennis y a
su pupila Rosa Pemberton a convertirse en amantes la misma noche del
funeral de la Sra. Pemberton. Cuando la Sra. Callifer no quiere revelar
a James el episodio de la casilla de las macetas, aduciendo que debe
cumplir la promesa hecha a un muerto, su hijo (todavía agnóstico) puede
responderle: "¿Por qué habías de cumplirla si realmente está muerto? No
te va a hacer reproches un montoncito de huesos" (p. 93) Ese
envilecimiento sensible de los inteligentes, ese deterioro de alma en
los incrédulos, ese horrible vacío del gusto y de la honestidad en
aquellos para quienes "la palabra Dios era tabú" (p. 74), un milagro
algo peor que un asesinato (p. 153) y la Biblia una lectura prohibida
(p. 100), esa degradación inaparente e insidiosa corroen más al ser
humano que el alcoholismo, la desastrada incuria o la rutina del
católico (el Padre Callifer, en este caso). El ámbito vital de los
Callifer es culto aunque anacrónico ("el mundo ha cambiado en torno al
cuarto y en torno a la casa", dice la anotación del autor para la escena
del primer acto) y hay sin embargo flagrantes tosquedades, burdas
impiedades morales e irreparables fraudes a la probidad intelectual en
su conformación. Esa patente burla de la verosimilitud que se da en el
hecho de que una niña de trece años ("el pesquisa en su puesto") sea el
deus ex machina de ese mundo y su más perspicaz aunque paródica
entendedora, es una depredación más; aparentemente, a Greene no le ha
importado violar la ley naturalista de su drama, forzar la viabilidad
del asunto para dar esa capciosa forma de sátira objetiva e
irresponsable de los agnósticos por ellos mismos, esa caricatura de una
pareja de demiurgos ciencistas por sus productos de la generación
siguiente (H. C. Callifer había matado la superstición de Dios "para los
de su generación", según se dice allí, p. 74).
Es cierto que, de acuerdo a la receta
corriente de vicio, caída, redención y piedad, el Padre Callifer es
también un ser vencido y estropeado por la desaprensión de la rutina,
por la disoluta debilidad. Es, como escribió Arturo Despouey un
"socio del mismo club de Padres defroqués fundado por el héroe mejicano
de El Poder y la Gloria", un típico representante del
"encanalla-miento católico de los personajes de Greene", sean o no
sacerdotes (recuérdese al comisario colonial africano Scobie, héroe
católico, adúltero, venal y suicida de The Heart ofthe Matter).
Pero el Padre Callifer tiene una salvación a la vista, y de todos modos
es menos ofensivo tener una botella de whisky oculta a los ojos del ama
detrás de los tomos de la Enciclopedia Católica que entonar un peán sin
darle tiempo al moribundo. El sacerdote puede ofender a Dios con el
quebrantamiento de las leyes de su ministerio, desde el Padre José que
se ha casado (en El Poder y la Gloria) hasta este Padre Callifer que ha
desertado del confesionario por la trastienda en que se emborracha,
porque prefiere el olor a whisky al olor a dientes podridos (p. 111).
Puede ofenderlo en forma grave, pero siempre lo tiene presente. Lo más
desolador en la grosería del agnóstico es esa ignorancia de Dios en que
vegeta y crece su falta. La credibilidad de lo peor es tal que no tiene
más necesidad que la de enunciarse, si ocurre en ese desierto en el que
Dios no existe, o no es reconocido en su existencia. Por eso Greene né
se siente llevado a explicar a sus espectadores por qué se ha suicidado
James Callifer en la infancia; el detalle de sus motivos puede interesar
a los psicoanalistas ("Déjales las preguntas a los psicólogos", dice el
Padre James Browne en The Living Room); a Greene y a sus
espectadores, sólo les interesa el hecho como causante del milagro que
viene a imbricársele.
El milagro venido a menos
Lo lamentable es que ese milagro haya descendido a ser, en The
Potting Shed, tan sólo el nudo o la solución de una charada
escénica. Hay algo de profunda irreverencia en que se le haya hecho
funcionar así, como resorte explicativo, torturado y en puridad
subalterno.
Cuando digo que Greene rebaja el milagro, postulo doblemente que lo
somete a una pura operación imaginativa de álgebra intelectual y que lo
hace servir mal a un desenlace.
La operación algebraica (la clave de la
charada) es evidente. "Yo hubiera dado mi vida por ti" -dice el Padre
Callifer rememorando el momento en que su sobrino, entonces un niño,
estaba muerto a sus pies, en el galpón del huerto. "Pero, ¿qué podía
hacer? Sólo podía rezar. Supongo que ofrecía algo en cambio. Algo que
valoraba. No la bebida. Yo creía realmente, en aquella época, que amaba
a Dios. Dije... (observa a James), dije: Dios mío, permite que él viva.
Lo quiero. Que él viva. Te daré cualquier cosa con tal de que él viva.
Pero, ¿qué podía darle yo? Era un pobre hombre. Dije: Toma lo que más
amo. Toma... Toma..." No puede recordar, y James lo ayuda:
-"Toma mi fe, pero déjalo vivir".
-"¿Me oíste", pregunta asombrado Callifer.
-"Sí. Estabas hablando a gran distancia, y yo iba hacia ti a través de
una caverna de tinieblas. Yo no quería ir. Pero algo me empujaba hacia
ti."
-"¿Algo?"
-"O alguien."
-"El respondió a mi llamada, ¿no?", dice el Padre Callifer. "Aceptó mi
ofrecimiento". James ha vuelto para devolverle su prenda, para
restituirle su fe entregada como precio del milagro. Y el sacerdote,
"cansado y un poco borracho", reencuentra allí mismo esa fe. Al irse,
James lo deja rezando.
Protestaba Despouey contra este "a las doce de la noche voy a dejar de
creer en Dios o Mañana a las siete y media me levanto católico", del que
decía que "constituye una extraña noción intelectual de lo que es en
esencia un sacudimiento hondísimo de los centros de la emoción humana".
El instinto y el gusto de Despouey descubrieron (detectaron, aunque es
un feo verbo) la gruesa falla; pero me parece que su indudable talento
no supo esta vez razonarla.
En el orden sobrenatural en que, como milagro, Greene tiene que proponer
el asunto, lo arbitrario e incongruente no está en las veleidades del
hombre que no es libre, sino en el designio de Dios, que produce un
milagro a trueque, que otorga su gracia en un sistema de toma y daca, y
que devuelve después súbita e inexplicablemente, sin revelación de la
fecundidad del sacrificio impuesto, lo que años atrás había tomado. El
propio converso, contra toda verosimilitud de su vehemencia religiosa,
tiene que decir muy poco después a su mujer: "Yo tampoco entiendo. Pero
no podría creer en un Dios tan sencillo que estuviera al alcance de mi
entendimiento" (p. 148); y tiene que agregar todavía: "No busco a Dios,
no amo a Dios, pero ahí está... Es inútil fingir lo contrario... Está en
mis pulmones como el aire".
Posiblemente todo esto sea (no puedo cuestionarlo en mi ignorancia) de
una catolicidad invulnerable. Pero en The Potting Shed el milagro (que
se descifra a página 124) tiene que tener también una ley teatral, y
ella es aquí muy pobre. Toda su materia de melodrama (un hijo de quien
los padres han abominado, una puerta infranqueable, una infancia oculta)
precisaba una solución más entonada para su rescate, y la mera
ingeniosidad simétrica de quitar o devolver una fe no hizo, por sí sola,
que Dios proveyera a tal necesidad literaria y escénica.
Escrutinio del dramaturgo
"Pese a estos errores y horrores -escribía Despouey, tras su somero y
agudo balance de The Potting Shed- la obra de Greene fascina,
interesa y queda en la memoria con todos sus detalles, mucho más que
otros castillos de naipes teatralmente bien construidos y a prueba de
razonamiento lógico. Además, todo el tiempo se están diciendo en ella
cosas que denotan la presencia de una mente riquísima".
Es muy cierto, pero casi todo eso es atribuible al escritor Graham
Greene, y no al dramaturgo. Este da, en cambio, un peligroso paso atrás,
luego de su tardía pero tan deslumbrante entrada a escena que marcó
The Living Room.
Por supuesto, dialoga con acerada eficacia (ya lo hacía desde joven en
sus novelas), conoce el secreto efectista de los fines de acto, sabe
graduar un suspenso, aunque a veces lo deslice como narrador en las
anotaciones ("Los ojos de la Sra. de Callifer están fijos en la puerta.
¿A quién estará esperando?") antes que como dramaturgo en la acción.
Por supuesto también, todo es en su escritura -elíptica o explícita-
mental y literariamente estimulante. Hasta sus errores.
En éstos, se advierte a menudo la
sobrecarga expresiva del narrador, que no ha hallado bastante cauce en
la imaginación del discurrir escénico. Así, cuando la Sra. de Potter
refiere al James adulto la muerte del James niño, su interlocutor la
interrumpe para atestiguar su vida: "La semana pasada me corté la mano.
Sangró". Ningún dramaturgo de estirpe habría introducido esta réplica,
que el diálogo inmediatamente ulterior engulle sin la menor
consecuencia. El mejor testimonio vital, para ese dramaturgo de estirpe,
habría sido la presencia; no la frase que la dijera.
Otro tanto ocurre con lo que yo llamaría la utilería de frases
sobrantes, de frases superabundantes, fascinantes abalorios que el
narrador coloca por su cuenta en un texí,o, y de los que el dramaturgo,
si no hay suficiente necesidad de ellos, debe privarse sin ninguna
auto-conmiseración, sin posible lástima o nostalgia por el desecho. "Yo
pensaba -dice Sara, para explicar a su marido la sensación de
insuficiencia propia que le deparaba la vida conyugal- que podía haber
otra mujer, en alguna parte... Alguien que fuera como el té,
suficientemente cargado para que le tomaras el gusto. A mí no podías
tomarme el gusto" (p. 33). La misma mujer dice más tarde: "Te quiero.
Pero detesto las cosas grandiosas, el Everest, el Empire State Building.
No quiero ser importante. No me gusta la gente importante. Me resultan
anafrodisíacos" (p. 151).
Hay muchas de estas malas pasadas que el escritor avezado y rico
(mentalmente rico, dueño de una mente matizada, como sugería Despouey)
le juega al dramaturgo más novel. La tercera persona usada por el
narrador escamotea la disonancia de estas sensaciones en cuanto frases
de un diálogo naturalista, trasladándolas a pensamientos subyacentes. Es
facilísimo ver lo que ganan estas formulaciones con su trasposición
novelesca a la tercera persona del singular: "Ella pensaba que podía
haber otra mujer, alguien que fuera para él como el té" o "Ella
detestaba las cosas grandiosas, el Everest, etc.".
Estos defectos, en que paradojalmente suelen estar las mejores agudezas
de la obra, son -con todo- menores. Hay algunos otros más graves, como
el descarado y servicial recurso de la disputa entre el cura y su ama,
audible desde bastidores, para que James y el público sepan a qué punto
delicuescente está llegando la degradación del sacerdote, y puedan
sentir luego mejor el impacto de su regreso a la fe. O como esa mala
medición de "tempo" escénico que hace que la joven Ana salga para una
fiesta a página 127 y vuelva desencantada de ella a página 145, tras
dieciocho carillas de un diálogo drenado, rápido, cortante.
Pero eso sigue siendo todavía menor, frente a lo otro, a lo ya apuntado:
a las toscas convenciones melodramáticas y a las desenfadadas lagunas y
elipsis de la verosimilitud y la congruencia, en que incurre The Potting
Shed. La sensación inevitable es la de que a Greene le importaron poco.
Y eso mismo lleva a pensar que más que el teatro le preocupaban el
libelo, la beligerancia de catecúmeno, el famoso mensaje. "Tío, por
favor, di algo que no sea católico", implora Rosa Pemberton al Padre
Browne, en The Living Room. Lo mismo deberíamos pedirle, si tuviéramos
la confianzuda dicha de ser sus sobrinos, al dramaturgo de The Potting
Shed; aun cuando reconociéramos, en seguida de la petición, que ese
proselitista que nos inflige sus sermones con latiguillos de melodrama
es uno de los contemporáneos más agudos, más provocativamente
interesantes y en definitiva más apetentes para nosotros, sus lectores y
espectadores sustancialmente devotos.
NOTAS
Graham Greene, La casilla de las macetas, traducción de Victoria
Ocampo, Editorial Sur, Bs. As., 1957, 156 pp. En realidad, la traducción
literal del título es "El galpón del huerto", nombre con el que la
comentó Despouey en su "Memorándum sobre Broadway".
Arturo Despouey, Memorándum sobre Broadway, serie de cinco notas
publicadas en El País a partir del 26/III/957.
Marcha, N° 879, 13 setiembre 1957 |