De quien nunca se habla es de la criatura paródica que Borges inventó -y
multiplicó- junto con Bioy Casares. Algún día, quizás no lejano, los
estudiosos se darán a estudiar las correspondencias entre ese Tercer
Borges y los heterónimos de Biorges, como alguien llamó a este
demiurgo dual y plebeyo.
En un ensayo relativo a los del poeta portugués Fernando de Pessoa,
Octavio Paz explicó que el heterónimo existe fuera de la persona de su
autor, en tanto el seudónimo se confunde con ella.
Originariamente, el heterónimo de Borges y
Bioy fue uno solo y se llamó Honorio Bustos Domecq. Luego ocurrió como
si este primer engendro hubiese suscitado a su vez otro, B. Suárez Lynch.
Y finalmente, más tarde, los autores han vuelto por su autoría y sólo el
primero de ambos heterónimos ha quedado como un seudónimo. El proceso de
estos nombres y estos contenidos es muy divertido y -extraño mérito, en
el caso de algo que se refiera a Borges- virtualmente inédito.
Aparece Bustos Domecq
En 1942, la editorial SUR edita Seis problemas para Don Isidro Parodi.
En la celda 273 de la cárcel bonaerense de Villa Devoto vegeta un
antiguo peluquero del barrio de Avellaneda, víctima del error judicial,
purgando una larga condena por un crimen que no ha cometido. A ese
prodigio de cazurrería, parsimonia y sentenciosidad, a ese dechado de
sabiduría criolla que no ha servido a su autor para librarlo de una pena
aberrante, acuden -en los seis cuentos o enigmas del libro- los
personajes de las respectivas historias, en busca de soluciones o
consejos. Don Isidro los escucha, habla muy poco y termina siempre por
ofrecer la solución de los acertijos. En un reporte que le hizo Napoleón
Murat para l'Herne, en otro de James Irby, Borges refiere el
origen del personaje y el detalle de su invención. Cuando en su N° 1000,
La Opinión de Buenos Aires edita, con el título Las Memorias
de Borges, la versión castellana de una cinta grabada
originariamente en inglés, el autor vuelve sobre el tema. Max Carrados
había discurrido la existencia de un detective ciego, recuerda. Bioy y
él ingeniaron la variante del detective preso.
Lo crearon por íntimo hedonismo intelectual. Lo vieron crecer en una
primera tarde de lluvia en que se dieron a componerlo. Fueron, así, los
primeros y regocijados consumidores de ese increíble santafesino de
Pujato (B. Suárez Lynch también será de ese rincón de provincia) cuyas
ocurrencias idiomáticas disparatadas y portentosas creaban la parodia
plebeya e insolente, los fueros descarriados de un Joyce que escribiese
en Buenos Aires o en su provincia de litoral y a quien sus hacedores no
pudieron respetar. Que Bustos Domecq era hechura de Borges y de Bioy,
todo el mundo literario de Buenos Aires lo supo desde que la revista
Sur, como adelanto del libro, publicó Las doce figuras del mundo. Borges
se ha quejado ante Murat de que sus lectores y compatriotas, al saber
que Bustos Domecq paladinamente no existía, se hayan negado a tomarlo en
serio. Los estudiosos norteamericanos, a menudo con cómicas desazones y
perplejidades, originadas por el para ellos indescifrable idioma de
Bustos Domecq, han tratado -en cambio- de hacerlo. La fama de Bustos
Domecq es más pintoresca, en la medida en que se ocupan de él quienes no
pueden entenderlo y lo desdeñan quienes podrían explicarlo.
Prologado por una maestra ("educadora" suena a más cursi y Borges y Bioy
no se lo pierden) orgullosa de haber enseñado las primeras letras a
Bustos Domecq en su niñez escolar de Pujato, el libro contiene algo más
que sus seis historias detectivescas. Los mismos personajes que lo
habitan lo llenan de notas al pie, para denostarse, para corregirse unos
a otros, para trasmitir chismes que los afecten, para difamar al mismo
Bustos Domecq. Las alusiones son constantes y crean un todo trivial pero
criptológico, conventillero y laberíntico.
Los apellidos Bustos Domecq aluden a un abuelo de Borges y a otro de
Bioy; con Suárez Lynch pasará otro tanto y su misteriosa abreviatura B,
tal vez se deba, ha conjeturado el mismo Borges, a la coincidente
inicial de los apellidos de él mismo y de Bioy.
En secuela de esas bromas privadas, está la broma de los estilos, el "pasticcio"
de las casticidades que en el Río de la Plata suenan a pedante
afectación; y en tercer término, inaveriguables alusiones a las pequeñas
circunstancias de la élite literaria dentro de los otros y mayores
comadreos que vetean la vida de una gran ciudad.
Del idioma inventado a la broma privada
Pero Borges y Bioy, al tiempo que se divierten, se van encerrando. Sólo
ellos y el círculo de sus más allegados están en condiciones de entender
hasta el fin la gótica broma Bustos Domecq. No es posible imaginarse
lectores distantes ni -menos todavía- traducciones (aunque las haya
habido). Los mismos estudiosos norteamericanos se equivocan al suponer
que el idioma de Bustos Domecq y el todavía más espeso de Suárez Lynch
tengan algo que ver con el lunfardo. Ni Borges y Bioy lo saben ni jamás
han pretendido escribirlo. Los lunfardólogos, por su parte, ignoran
olímpicamente a Bustos Domecq y a Suárez Lynch. El mismo Tercer Borges,
como le llama Braceli, que detesta al tango e injuria a Gardel, llama al
lunfardo "jerga carcelaria", lo que es hoy el más cegatón enfoque de
erudito.
El idioma de Bustos Domecq y de Suárez Lynch es, en cambio, un idioma de
pura y distorsiva, deliberada creación cultural; un idioma de
laboratorio o de taller, según un entendimiento veraz por el cual una
cultura no se nutre tan sólo de la parte covencionalmente elevada del
espíritu sino también de groserías, irreverencias y zafiedades.
La broma se fue haciendo cada vez más densa y Borges confiesa que Bioy y
él llegaban a perderse en la maraña. Todavía en Seis problemas... las
estructuras literarias son lineales y la cargazón de la frase es
comparativamente menor. La complejidad formal irá volviéndose monstruosa
en libros posteriores.
Cuando lenguaje, personajes y ambiente congenian sin demasiado capricho,
se obtiene la pequeña obra maestra. Es el caso de La víctima de Tadeo
Limardo, la mejor de las seis historias del libro; dedicado a Kafka,
este relato debió haber sido consagrado al recuerdo de Fray Mocho
(Eduardo Alvarez) a quien tanto debe Bustos Domecq.
Todo lo dicho hasta aquí parece estar sugiriendo, en cuanto esta cripto-escritura
se acentúe, las ventajas del libro privado a circular entre amigos y en
edición no comercial. Y, efectivamente, éste es el punto al cual llegan
Borges y Bioy en 1946, en pleno auge de Perón. Del heterónimo liso y
llano se pasa a más: a la editorial ad hoc y al editor apócrifo. El
inexistente Don Pablo Opoítet, calcó de aquellos bondadosos españoles
republicanos que fundaron casas editoriales en Buenos Aires, imprime en
Oportet & Haereses -sello imaginario- Dos fantasías memorables de
Honorio Bustos Domecq y Un modelo para la muerte, de B. Suárez Lynch.
Las ediciones son refinadas, sin llegar a suntuosas; las tiradas
extracomerciales se sitúan alrededor de los trescientos ejemplares
numerados. Las Dos fantasías memorables parecen de una serenidad clásica
al lado del furioso relato de Suárez Lynch. Son ellas El testigo y El
signo. En la primera se relata la visión supraterrenal que tiene una
niña descendida a un sótano. Se le aparece allí La Santísima Trinidad,
tema de notorios parentescos con El Aleph de Borges; la niña muere de lo
exorbitante de esa visión sobrehumana y el autor lo dice con las
palabras utilizadas por Cervantes para referir la muerte del Quijote. En
la segunda historia, un corrector de pruebas de la misma editorial, que
ha estado preso por imputaciones de pornografía y estafa, sufre una
alucinación donde se le representan manjares, en una hipérbole gustativa
que constituye un fragmento absolutamente impar en la picaresca
-habitualmente poco imaginativa y casi frugal- de la gula rioplatense.
Borges ha dicho que, en la escritura de los heterónimos, los fragmentos
dotados de mayor linealidad neoclásica son de Bioy y lo más dislocado,
caótico y bajamente romántico le pertenece. Si fuera verdaderamente así,
las Dos fantasías memorables serían de Bioy y Un modelo para la muerte
estaría en la zona Borges. Pero no existe ninguna certidumbre de que sea
realmente así.
Nace y muere Suárez Lynch
Con Un modelo para la muerte nace B. Suárez Lynch, quien hasta hoy no ha
vuelto a aparecer. Como su antecesor, es de Pujato, provincia de Santa
Fe. Figura como su discípulo y surge protegido por un
prólogo-perdonavidas del otro. Acaso la broma insinuada sea la de que
Suárez Lynch sea, a su vez, el heterónimo de Bustos Domecq; porque, si
no, sería su plagiario.
Los mismos personajes de Seis problemas..., hasta el propio Don Isidro
Parodi, regresan aquí, en su versión más delirante. La historia
transcurre en una quinta de San Isidro, en el paraje de las viejas
mansiones de veraneo de la oligarquía porteña. Y cuanto sucede allí
(hasta un crimen) importa mucho menos que la torrencial escritura con
que se dice. El alambicamiento de la broma llega a lo indecible, el
ensañamiento verbal al paroxismo; como ejemplo, al judío antisemita
Frogman se le endilgan dieciséis epítetos referidos, todos ellos, a su
hedor y suciedad. Van desde una frase del himno argentino hasta la marca
comercial de un aparato sanitario. Al doctor Kuno Fingerman se le
acompaña de casi tantos otros, que aluden a su similitud con el cerdo e
incluyen desde un hemistiquio de Martín Fierro hasta citas truncas de
disparates anónimos del folclor rioplatense. Imposible penetrar en toda
esa jungla si no se tiene una larga memoria de lo culto y de lo anónimo
en el Río de la Plata. Una edición cabalmente inteligible de esta broma
pesada reclamaría las prolijidades de un Rodríguez Marín o de un Padre
Cejador de la guaranguería argentina y uruguaya. Por suerte, no conozco
a tan cargoso erudito.
Lleno de frases, atiborrado de los personajes y de sus propias notas al
pie, caótico de delirios verbales, explosivo hasta la carcajada, cruel y
xenófobo hasta suscitar irritación, Un modelo para la muerte marca un
punto culminante de gratuidad y exceso en el estilo de los heterónimos.
Más justo sería decir que precisamente allí, y de su propia
exorbitancia, las dos criaturas (y no sólo el jamás repetido Suárez
Lynch) estallan y mueren.
Perón enardece a Bustos Domecq
Porque, además, aquí sobreviene la intromisión de la circunstancia
política. El primer libro de Bustos Domecq (1942) es anterior en un año
al advenimiento de Perón. Los de Oportet & Haereses (1946) pertenecen al
comienzo de la segunda fase del primer peronismo; los períodos netamente
diferenciables son 1943-45 y 1945-55, dentro del primer ciclo grande.
El peronismo tuvo, entre otros, un carácter populista, propenso a
degenerar en la algarada ominosa. Borges y Bioy sólo tuvieron ojos y
sensibilidad para sufrirlo en ese aspecto estulto. Borges fue trasladado
desde una biblioteca municipal de los suburbios a una oficina avícola y
finalmente exonerado del presupuesto; Bioy pertenece familiarmente a la
oligarquía que fraguó la "Revolución Libertadora" de 1955. Desde las
ediciones de Oportet & Haereses hasta la caída de Perón (1946 a 1955) se
extiende el silencio de los heterónimos. Ese silencio es algo así como
el vaciado de una persecución.
En 1955, a la caída de Perón, aparecen en Montevideo dos relatos que
firman Borges y Bioy; son de la evidente factura de Bustos Domecq, pero
esa circunstancia se restablecerá en 1977. El hijo de su amigo se
publica en la revista Número; La fiesta del monstruo en el semanario
Marcha.
El primero narra las vilezas de una extorsión hecha por el protagonista
(Farfarello, los apellidos italianos no dejan que el lector olvide que
está en Buenos Aires) al hijo de su amigo y antiguo protector
(Cárdenas). Farfarello pretende, con tales manejos, ingresar con un
guión a una venalizada y corrompida pero no tan inventada entidad de la
cinematografía peronista y porteña, a la cual se bautiza -en broma
alimenticia- como la SOPA (siglas de un supuesto sindicato de operarios
y productores argentinos); en páginas violentamente jocundas y
caricaturales, Farfarello engulle cenas opíparas de veinte
inconciliables platos o es ensangrentado en feroces palizas por la
víctima de su extorsión, Cárdenas; la cual víctima acaba en definitiva,
poco verosímilmente, por suicidarse. El estilo, más que a la glotonería
o a la violencia, apunta a una infamia, a una ladinería o a una
truhanería, así como a una sumisión incondicional a los estímulos
carnales, rasgos que para Borges y para Bioy rezuman seguramente en el
peronista-tipo.
Pero el personaje que aúna de modo más memorable esa abyección y esa
trivialidad confluyentes y de algún extraño modo armónicas, es el
narrador en primera persona de La fiesta del monstruo. El monstruo es
obviamente Perón y la fiesta es el acarreo en camión -entre los
incentivos de la gula y los escarmientos del castigo- de una turba de
descamisados, desde los arrabales hasta Plaza de Mayo, donde hablará el
monstruo. El narrador se lo cuenta con grotesca y pueril fanfarronería a
su novia; y la vicisitud incluye -con detalles atroces- el asesinato por
lapidación de un estudiante judío-argentino, por haberse atrevido a
disentir con dignidad y haberse negado a participar en la apoteosis; las
junciones a puntapiés que el cómitre del comité peronista hace de los
manifestantes; y, en suma, las bajezas connaturales a todo hecho de
multitud en la visión de Borges (con motivo de la liberación de París y
del arrebato de entusiasmo que ese gran hecho provocó en los porteños
afrancesados del Barrio Norte, Borges llegó a descubrir -y lo consignó
alborozadamente en su crónica de Sur- que "no toda multitud es
necesariamente innoble").
La versión de un peronista de barrio que La fiesta del monstruo describe
es horriblemente enteriza, tendenciosa y difamatoria; la fuerza y la
crueldad con que lo hace son literariamente ejemplares, sin que una
afirmación contradiga a la otra. Son Borges y Bioy quienes dan -y
presumo que por razones políticas-un decidido paso al frente y postergan
a Bustos Domecq. Ya desde antes de su edición en Marcha, el texto de La
fiesta del monstruo circulaba, al modo de un samizdat antisoviético, en
los ambientes intelectuales de Montevideo. Borges y Bioy dieron su firma
a textos que la fama ya les atribuía (La fiesta del monstruo y también,
en Número, El hijo de su amigo)-, el heterónimo rescatará a medias su
autoría en 1977, cuando Borges y Bioy editen, debajo de sus propios
nombres, los llamados Nuevos cuentos de Bustos Domecq e incluyen entre
otros, a estos dos escritos. Pero los tiempos irán cambiando y Bustos
Domecq sufrirá el detrimento de ese cambio.
De autor a lápida
Año tras año Borges y Bioy habían ido publicando, en revistas
argentinas, fragmentos de crítica, recensiones de libros imaginarios,
comentarios de exposiciones no ocurridos, glosas culturales que firmaba
Bustos Domecq. El resorte era el de proyectar los tópicos, los lugares
comunes, las chabacanerías de significado y de gusto que un escritor
omnisciente y estúpido, que un grafómano incoercible pudiera estampar
sobre cualquier tema. En sus Memorias, Borges ha celebrado estas páginas
con un entusiasmo que resulta difícil de compartir. Ha dicho que son
mejores que cualquier obra suya y casi tan buenas como las obras de Bioy.
Su inspiración, ha agregado, puede hallarse en el Sartor Resartus de
Carlyle. El tic cultural de la broma es aquí demasiado insistido, la
parodia demasiado evidente y a ratos baldía. La diversión acaba por
fundirse en el tedio.
En 1967 la editorial argentina Losada publica las Crónicas de Bustos
Domecq, bajo la autoría declarada de Borges y Bioy. Como un homenaje en
estilo (estilo de la necedad que el libro satiriza) las Crónicas están
dedicadas a Picasso, Joyce y Le Corbusier, "esos tres grandes
olvidados". Borges y Bioy han disfrutado seguramente mucho
parafraseando, remedando y azotando a sus congéneres domésticos más
mediocres y presumidos, que son legión; pero el lector fogueado de
Bustos Domecq ya acaso no se divierta tanto.
En 1977 los mismos autores, en una editorial ignota -Librería La Ciudad-
y en una edición muy cuidada, con viñetas de un intencionado estilo
anacrónico, firmadas por Fernández Chelo e inspiradas tanto en la vieja
revista finisecular bonaerense Caras y Caretas como en el famoso barroco
de los años 30, Alejandro Sirio, publican los Nuevos cuentos de
Bustos Domecq. La tirada de 4018 es ínfima para la nombradía de
Borges y Bioy, que aparecen suscribiendo el ejemplar, un vestigio de la
clandestinidad pasada continúa, a pesar de todas las especificaciones de
la nueva publicidad!
Son nueve cuentos y los lugares centrales en la ordenación (4 y 5)
corresponden a El hijo de su amigo y La fiesta del monstruo, los hits de
1955. Vuelven algunos personajes de antes -aparece Don Isidro Parodi,
suele actuar en primera persona Bustos Domecq- pero las bromas
estrictamente de coyuntura literaria parecen más acorraladas y
crepusculares (Las formas de la gloria, Deslindando
responsabilidades, El enemigo número 1 de la censura) y a pesar de
algún cuento regocijante (Más allá del bien y del mal, sátira de la
ramplonería, la incultura y la engreída suficiencia del funcionario
medio de la diplomacia porteña) los procedimientos de la elaboración
tienden a fatigarse, el recurso al interlocutor-lector que cada relato
supone acaba por dar la imagen de cierta monotonía. Ninguna página de
este libro añade nada a los títulos de quienes escribieron La víctima
de Tadeo Limardo y La fiesta del monstruo. La comprobación
principal se torna irreversible: Borges y Bioy han decretado -ellos
también- la muerte del heterónimo, reduciéndolo a las lápidas de los
títulos. La hora de la larga broma ha terminado; pero aún no se ha
extraído de ella una reflexión ilustrativa: ¿un tercer
Borges, con un segundo Bioy? ¿Los placeres lúdicos de una implantación
reaccionaria?
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