El Evangelio según Iscariote

Si el mensajero decía la verdad, el Procurador sumaría a su vergüenza, a su pena y a sus vacilaciones, el peso eterno de una inmensa estupidez. Él había puesto la corona de espinas sobre la cabeza del hombre; sin mirarlo a los ojos dio la orden de desnudarlo, permitiéndole solamente cubrirse con un fino manto de hilo, y se aseguró que cargara sobre los hombros una cruz fabricada por el mismo condenado, en tiempos de carpintero, cuando el desdichado se dedicaba a construir cruces para matar judíos opositores y delincuentes, antes de que volviera del desierto diciendo ser hijo de Dios.
Para evitar toda duda, dispuso que el hombre llevara su madero de muerte desde el centro de la ciudad hasta la colina El Calvario, cosa de que llegara con sus últimas fuerzas, y también ordenó que los guardias permanecieran en el lugar a pesar de la intensa lluvia, esperaran a que la gente regresara a sus casas, y acertaran las puntas de sus lanzas, sus espadas y sus flechas para asegurarse que muriera y luego lo anunciaran a viva voz. El mismo mensajero enano y deforme, que ahora venía con las malas nuevas, dijo que después de varias horas los soldados se había encargado de descender de la cruz el cuerpo flácido de un hombre sin vida, de carne fría, con mortuoria palidez, que jamás hubiera podido escapar para sitio alguno.
Pilatos transpiraba en medio de sus conjeturas, humedeciendo su larga túnica blanca y sintiendo las mismas dudas que sintió tres días antes, cuando tuvo que condenar a aquel hombre delgadísimo y silencioso para satisfacer la crucifixión que el pueblo pedía a gritos, mientras otros callaban mezclados entre la gente y sólo algunos pocos imploraban piedad; era el mismo escalofrío que le provocó su esposa Claudia cuando le advirtió del infinito poder que seguramente tenía aquel predicador de barbas y cabellos oscuros y ojos negrísimos hasta lo insoportable, que decía ser hijo del Señor, y que ahora había escapado para ocultarse en algún lugar ed la ciudad o en medio del desierto impenetrable de Judea, que conocía muy bien, o iba rumbo a Roma para enfrentar al mismísimo Emperador, hundiéndolo a él en la más absoluta denigración, haciendo peligrar su fortuna, su vida y su imagen eterna.
Había que pensar algo; nadie se escapa de las manos del poder. Cualquier otra versión sería mejor que la huida, inexplicable pero cierta. Aún la desaparición sin rastro sería más benévola que esa fuga, muestra de inteligencia y audacia, que convertía a Poncio Pilatos, Procurador del imperio, y a Herodes Antipas, Rey de los judíos -quien había sido capaz de apresar y decapitar al predicador San Bautista-, y al propio Tiberio, Emperador de emperadores, en tres insignificantes criaturas, incapaces de retener y quitar la vida a un estropajo humano, descalzo y apenas alimentado de mendrugos, como ese Jesús de Nazaret.
-Si no te sirve que haya huido, si ni siquiera reconoces que puede ser hijo de Dios y que ha recibido toda la ayuda de su padre, reconoce y acepta su resurrección y súmate al rumor que está creciendo como tormenta de arena y dice que ahora él está sentado a la diestra del Señor- dijo Claudia Prócula, y el hombre permaneció callado, pensando que tal vez, seguir el consejo de su esposa sería lo mejor.

Herodes no salía de su asombro, había conocido al nuevo predicador que Pilatos le enviara tiempo atrás y todavía no se reponía de la fuerte impresión que entonces le causara aquel hombre, entre misterioso y divino, que había hecho de sus enseñanzas su arma capaz de abrir la tierra y vencer la muerte. Ni bien supo Herodes de la decisión tomada por Pilatos, la respaldó como acertada y oportuna, obediente de la ley hebrea y romana, porque había que terminar con las ideas continuadoras de Juan Bautista que acusaban al mismo Herodes de adulterio y otras mentiras, contraponiendo a su ley suprema principios de pureza y lealtad, de amor y humildad, que nada tenían que ver con él y su esposa Herodías, que ahora estaba a su lado, contemplando la bandeja de plata donde recibiera la cabeza de Bautista y que en este preciso momento debería tener la cabeza del tal Jesús.
Hacía más de treinta años que su padre, Herodes I, había decidido matar a todos los varones nacidos aquellos días para que ningún Mesías llegara a disputarle su reinado ni le quitara el título de hijo de Dios, pero claro quedó que no lo había logrado porque se había salvado Jesús de Nazaret, hijo de María y de José, a quien seguramente ocultaron en Egipto y que otra vez se había escapado de la muerte, de la cruz y del sepulcro, cuya enorme piedra alguien ayudó a remover, mostrando a todos el vacío en su interior, donde se suponía que debía estar el cuerpo inerte de aquel rebelde y desde donde ahora nacía y se difundía el rumor de lo sobrenatural y todopoderoso.
-¿Cuál será mi prestigio de ahora en más? -se preguntó Herodes en voz alta sin esperar respuesta de su esposa que escuchó en silencio.
-¿Qué hará Tiberio conmigo y mis bienes y mi poder? -volvió a preguntarse haciendo referencia a los rumores que asignaban brutalidad e inclemencia al Emperador de Roma, adelantándose a lo que aún no había ocurrido, pero que asomaba como inminente en su cálculo de estratega y analista, formado en las más altas esferas imperiales.
Herodías le acarició en silencio la cabeza sin separar los ojos de la bandeja de plata sobre la mesa de piedra en el centro de la habitación.
-¡Suéltame! -exigió él en medio de escalofríos- Si realmente escapó, eso es lo peor que nos pudo haber pasado, porque ofende nuestro poder absoluto y nuestra ley. ¡Que se lo trague la tierra, que muera, que desaparezca, pero que huya jamás, y menos que se esconda y todos lo sepan!.
-¿Cómo explicarás que su cuerpo no está por ningún lado? -quiso saber Herodías.
-No lo explicaré, sólo diré que fue enterrado en algún lugar desconocido y haré caso a esa ridícula historia de resurrección que al menos salva nuestro honor porque nada hubiéramos podido hacer ante un acto divino y el poder de los dioses.
-De un Dios...
-Es lo mismo.

Lejos de allí, en una casa de los contornos de Jerusalén, varios alumnos del Maestro se ocultaban de las persecuciones y de sus temores. Todos aseguraban que Jesús había muerto y temían seguir la misma suerte, por eso callaron en el juicio público ante Pilatos y el pueblo de Judea, y ahora se escondían de los romanos y de la gente.
María Magdalena entró en la habitación oscura, impregnada de aroma de incienso, y encontró a los discípulos hundidos en la tristeza y la desazón. Algunos recién se reponían del llanto que no sólo había brotado por la muerte del hijo de Dios, sino por ellos mismos y la vergüenza provocada por sus debilidades manifiestas. Otros no podían evitar la congoja y el desánimo nacidos del reclamo generalizado que había hecho el pueblo para que crucificaran a Jesús de Nazaret. Ella, agitada y dichosa, habló:
-Ha escapado -dijo- y no pienso contarles nada más.
La reacción del grupo no se hizo esperar, si el Procurador se enteraba de la fuga, reiniciaría la búsqueda, intensificando los controles en plazas y calles, y Jesús podría ser detenido otra vez y con él alguno de ellos o, quizá, todos, porque ya habían sido identificados por mucha gente como los seguidores del Predicador. No les convenía que se supiera de la huída, aunque presentían que los romanos ya estaban en conocimiento de los sucesos. Fue Simón, cuyo nombre de guerra era Pedro, el que sugirió contrarrestar la versión de la huída con el rumor de resurrección y Tomás agregó que era muy buena la oportunidad para asegurar que Jesús había subido al cielo a estar junto a su Padre y que la ascensión había sido en cuerpo y alma, por eso no se lo encontraría en ninguna parte y era en vano buscar al Maestro. En todo caso mostrarían el manto sagrado que tenía María Magdalena como prueba irrefutable de que el sepulcro estaba vacío y Jesús ya era parte de los reinos celestiales.
-Entonces el plan de Judas ha salido a la perfección -confirmó Santiago.
-Así es -aseguró María Magdalena-. Entregarlo a los romanos y pagar unas cuantas monedas para que no lo mataran lo salvó de otra muerte segura que pudo ocurrir en cualquier calle oscura, en cualquier esquina. Mejor los suplicios al riesgo de la muerte sorpresiva, pero segura, que le habían prometido mercaderes y filisteos. La complicidad de algunos guardias hizo el resto y en realidad los ahorros de Judas tuvieron buen destino, ¿no lo creen?, fueron la salvación.
-¡Esto es! -exclamó Mateo. Debemos hablar de salvación divina, de obra de Dios y así pecados y pecadores se protegerán detrás de esa versión.
-Nos protegeremos -acotó Santiago.
Todos asintieron compartiendo la última opinión; en realidad les convenía un Maestri muerto, resucitado y ascendido a los cielos, que uno vivo y escapado. Lo que no entendían era por qué había llegado hasta ese escondite María Magdalena y no el mismo Jesús que ante ellos crecía en forma incontenible con nuevas revelaciones de audacia y sabiduría. Nadie se explicó por qué no había venido a ellos y María Magdalena sólo guardó silencio. ¿Dónde estaría ahora? Fue la mujer que al fin disipó las dudas.
-Él confía en ustedes, pero también sabe de sus temores y sólo habló con Judas y conmigo para seguir el plan y regresar a predicar la palabra de su Padre en el momento que lo crea conveniente y de la forma más acertada, cosa que aún está por considerarse. Habrá que dejar pasar un tiempo, especialmente para que se terminen los rumores y las confusiones -dijo.
Ahora estaban claras las obligaciones de cada alumno. El grupo tomó fuerzas y se dispersó por los rincones de la ciudad anunciando la muerte del Maestro y la resurrección divina que lo acogía en el reino de Dios. Este rumor creció incontenible en pocos días, y en toda la ciudad y sus alrededores aseguraba sin dudas esa versión. Sólo los que habían presenciado el camino lleno de padecimientos desde Jerusalén hasta El Calvario recibieron la noticia con estupor, porque en un principio a nadie le cupo dudas que los tres crucificados estaban muertos. Al final de la última tarde muchas personas comenzaron a visitar la colina y el sepulcro y entre ellas algunos contaban con todos los detalles el regreso a la vida y la ascensión a los cielos eternos. Los demás escuchaban sin sospechar que estaban inaugurando una peregrinación a esos santos lugares que se extendería por los próximos milenios.
Santiago fue el que aseguró que Jesús era hijo de Dios y por lo tanto era Dios mismo, por eso pudo ascender con la frente alta sin el terror de Isaías cuando se encontró frente al Señor, o la vergüenza de Moisés y Elías que ocultaron sus rostros en la montaña cuando vieron a Dios, o la ceguera de Saúl ante el brillo insoportable del Todopoderoso. Jesús fue a buscar el Paraíso sin temor, Simeón lo había visto y por eso murió; sólo el hijo de Dios o Él mismo podían llegar al reino de los cielos como lo había hecho Jesús tres días después de su muerte.
-Así fue -concluyó Santiago.
-Así sea -dijeron todos.

En un monte de olivares los dos hombres hacían planes para asegurarse la supervivencia, evitar las persecuciones que se avecinaban y continuar con sus predicaciones. 
Judas, a quien Jesús llamó Iscariote, Tesorero del grupo, contaba las monedas obtenidas de los romanos; su maestro no hacía más que reír por la astucia de su amigo que había cobrado treinta monedas por du delación a un grupo de guardias imperiales y había pagado otro tanto a otros centinelas por ayudar a salvar a su amigo, sin gastar, al fin de cuentas, ni una limosna.
Jesús vendaba sis heridas, reponía fuerzas y convenía con Judas que el plan había salido a las mil maravillas y que nadie debía hablar de fuga sino de resurrección, tal como llegaban los rumores desde Jerusalén hasta esa enramada que los cobijaba más allá de las colinas. Algunos indicios mostraban la justeza de lo hecho: mucha gente decía que Jesús había resucitado, luego de morir en la cruz, y que su Padre se lo había llevado para reunirse con él. Esa versión no sólo se basaba en hechos que se comentaban con absoluta convicción y veracidad, sino que nacían de adentro de cada narrador con la fuerza de la fe, satisfaciendo una necesidad que estaba en cada uno de los mortales: la fascinación por una vida eterna, lo que hacía irrebatible la afirmación. 
-Si te muestras ahora correrías dos riesgos: podrían apresarte los romanos o matarte los creyentes por mentiroso y blasfemo. Nadie te creería. Nadie se animaría a decir que tú eres _Jesús porque Jesús ya está con su Padre en el cielo y, te diré, nunca una muerte ha dado tanta vida en boca de la gente como tu muerte, amigo. Ni la muerte de Juan, nuestro hermano predicador, tan verdadera y terrible como su cabeza en bandeja de plata, tuvo el impacto que está teniendo la tuya, increíble y mágica, absolutamente incuestionable.
-Tienes razón, hermano Iscariote, yo no podría morir otra vez.
-Tampoco podrías morir en la víspera de tu día y tú ya te moriste el viernes que fue la partida, la definitiva. El centurión confirmó tu deceso el sábado, a cambio, claro está, de algunas monedas, lo demás ya lo sabes, resucitaste y estás acá -agregó Judas y los dos rieron como locos entre copas de vino y pan de cebolla.
Al borde de la ebriedad y el regocijo, los dos amigos desearon que el secreto fuera bien guardado por María, su madre, y por María Magdalena, su concubina. Luego sería cuestión de pensar cómo volver a predicar.
-No lo sé -interrumpió Iscariote- eso tal vez no sea posible jamás y ni siquiera debamos intentarlo; al menos no nosotros; quizás otros lo hagan mejor.
Ambos guardaron meditación sobre el futuro inmediato, sobre la vertiginosidad con que se estaban haciendo populares las ideas de Jesús y cómo cobraba fuerza la muerte del hijo de Dios y su resurrección, cosa que le insinuaba al Maestro la posibilidad de rehacer su vida en algún lugar apartado de Judea junto a María Magdalena y algunos pocos que supieran la verdadera historia de lo ocurrido.
Judas era el más perjudicado porque a la muerte de Jesús se le pegaba su traición y su vida corría peligro entre amigos y enemigos. Por un instante cruzó por su mente la idea de hacer algo parecido a lo ocurrido con Jesús e inventar su propia muerte como la mejor forma de lograr su salvación y su paz. Era urgente pensar en algo; podría suceder que los mismos romanos se enteraran del engaño y eso era por demás peligroso porque los heriría en el centro de su honor. La idea del suicidio como modo de arrepentimiento parecía lo mejor porque no tendría que comprometer a nadie en la complicidad y, además, se ganaría el perdón de los mortales y terminaría para siempre con la cruz de la traición y la deslealtad que le adjudicaban ahora. Esa sería una tares exclusivamente suya porque nadie más que él y su hermano Jesús sabrían la verdad.
Cuando Jesús se durmió, Iscariote se instaló en un rincón y comenzó a escribir la historia en detalles, su complicidad con Jesús y María Magdalena, y el desenlace que tuvo, superando cualquier predicción. Durante tres días y tres noches escribió Judas toda la verdad en rigor de las matemáticas y la ternura de la poesía, sin perder la fe de la vida basada en lo cierto aunque su versión apareciera desnuda y clara como el alba o terrible como las tromentas de arena. Al final de la última noche, poco antes del amanecer, Judas salió con sus papeles guardados en un sobre de cuero de cabra, lacrado en todos los bordes para que se conservara mil años si fuera posible, y fue a enterrarlo al pie del muro que Herodes mandó construir en honor de Tiberio y que Judas sabía que duraría por los siglos de los siglos, capaz de soportar guerras y cataclismos y que, al final de la historia, alguien lo descubriría y revelaría al mundo la verdad, echando por tierra las falsas versiones que ahora nacían y sólo Dios sabía hasta donde podrían llegar. Así estaba escrito y así sucedería.
-¿A dónde fuiste Iscariote? -preguntó Jesús que no lo había visto al despertarse.
-Fui a confesarle los secretos a las piedras que sabrán guardarlos más tiempo que nosotros, Maestro.

Toda Jerusalén conocía a María Magdalena y si de algo podían estar seguros sus habitantes era que ella no mentía y que era capaz de guardar el más comprometedor de los secretos porque había sido cómplice de las intimidades de la inmensa mayoría de los hombres del lugar, de sus fantasías y sus inhibiciones y sus adulterios y sus debilidades. Lo que dijera la mujer era cierto y si aseguraba haber visto morir a Jesús de Nzaret y tres días después lo halló al costado de un camino y habló con él y pudo constatar que había revivido por obra y gracia de su Padre, todo eso era absolutamente cierto porque su palabra valía más que la del mismo Emperador. Nadie se atrevió a dudar de sus decires. La gente precisaba creer en esa historia con la misma intensidad que sentía.
Los hombres en su alcoba creían en sus palabras como habían creído en su cuerpo. En cada esquina María Magdalena juntó grupos que oían su historia y luego la multiplicaban para todos los vientos. En el mercado detuvo las labores de los comerciantes y compradores, contó lo sucedido y cada viajero se encargó de difundir la verdad por los caminos del mundo. Caravanas de camellos y caballos portaban la noticia de muerte y resurrección ocurrida en Jerusalén y aconsejaban a los mortales buscar a Jesús, el hijo de Dios, en el cielo y no en la tierra, plagada de vicios e impurezas.
En pocos días se supo que la historia se conocía desde Roma hasta Bagdad y María Magdalena dejó de andar por las calles y mercados, regresó al escondite de su amado y se dedicó a resolver un lugar definitivo para afincarse sin tormentos ni apremios, para criar cabras y cuidar viñedos.
Cuarenta días después de la resurrección, la pareja inició viaje al lugar definitivo, lejos de Jerusalén. Judas no fue con ellos. Los tres convinieron en que Iscariote sabría donde quedaba ese lugar nuevo e iría a visitarlos después de cada primavera para pasar las novedades del curso que fueran tomando las enseñanzas del Maestro y definir en consecuencia si era necesario su retorno a la predicación o no.
Jesús y María Magdalena se instalaron cerca del mar muerto, al norte, en un acceso de la ruta a Ammán. Judas, por el contrario, se dirigió al gran mar pensando en dedicarse a la pesca en barcos grandes y viajar así por todos los puertos del mundo mediterráneo, pero durante el primer año mantuvo a la familia de Jesús en una gran tristeza cuando algún viajero del desierto contó a María Magdalena que un tal Judas, amigo del resucitado, se había quitado la vida colgándose de una soga al verse apenado por el error cometido de entregar a su Maestro, Jesús de Nazaret, a los romanos. Sólo después de la primavera alguien palmoteó sus grnades manos en el umbral de la casa de Jesús y toda la familia saltó de júbilo al ver al mismísimo Iscariote sonriente y de cuerpo entero, con larguísimas barbas y cabellos, esperando ser bien recibido. Jesús y María Magdalena y el pequeño Juan recién nacido festejaron la buena nueva con vino, pan de ajo preparado por María, la madre, y leche de cabra para el niño que colmó la alegría del recién llegado como un tío que vuelve desde lejos con pescado salado, telas de colores y mucho que contar.
-Judas ha muerto -dijo- ahora soy Iscariote para siempre.
Mateo, Marcos, Lucas y Juan se dedicaron a escribir la historia de su Maestro, pero ya en las primeras impresiones no se pusieron de acuerdo. A las diferencias de la información que cada uno poseía se le sumaron las divergencias sobre la preponderancia que debía tener cada pasaje de la vida de Jesús. Unos jerarquizaron la justicia del Maestro, la multiplicación de panes y la abundancia de peces; otros creyeron más importante la magia del Señor, la cura de enfermos y el regreso de Lázaro a la vida, su cuñado, hermano de María Magdalena. Al fin los cuatro alumnos decidieron escribir por separado, difundir cada uno sus ideas y formar nuevos predicadores de lo que todos llamaban la fe cristiana, versiones que debían transcurrir desde la llegada del Mesías, hijo de Dios, enviado del Cielo para liberar a los humanos de los pecados terrenales, hasta la muerte, resurrección y ascenso al reino del Señor, aspecto, este último, de total coincidencia. Ninguno de los cuatro sabría jamás que ya estaba enterrada una quinta versión escrita por Judas con toda la verdad, tan firme y eterna como la piedra que la cobijaba, tan distante y distinta de estas otras que se parecían entre sí y a su vez mostrarían enormes diferencias y zonas de dudas, preguntas sin respuestas y afirmaciones lejanas de la realidad.

En Roma la noticia entró a las grandes salas del palacio Imperial. Tiberio terminaba de rasurarse cuando el Consejo de Asesores ingresó a sus recámaras para hablar de lo sucedido en la lejana Judea con un tal Jesús de Nazaret. El Emperador escuchó en silencio y admitió que era una mancha para su prestigio anunciar que aquel hombre se había escapado. Enseguida dió la orden para que un grupo de elegidos de confianza se abocara a la búsqueda del fugado y su familia, y los eliminara en absoluta reserva; luego verían si era aconsejable mostrar la cabeza del rebelde por todos los territorios donde tuviera adeptos. En cuanto a la presencia en Roma de seguidores de aquel subversivo, Tiberio ordenó que se los identificara, se prohibieran sus reuniones y ceremonias, y, de ser necesario, se los exterminara sin miramientos o se los detuviera y confinara en las cárceles para reos comunes. Poco sabía Tiberio de la fe cristiana y del Dios de aquellos hombres, pero creyó como todo el mundo que el suplicio y la muerte eran capaces de acabar con las creencias y que así, pronto, todo volvería a su senda normal, aunque nunca pudo explicar por qué sintió temor al dar la orden.
-Además -agregó- es mejor que se sepa que ese judío murió crucificado, en medio de los peores sufrimientos y que lejos de huir, el hombre desapareció y nada más. Eso romperá con toda idea en el retorno de ese mentiroso y, ya lo verán, en poco tiempo nadie se acordará de él. En cuanto a sus alumnos, mátenlos -concluyó y una sonora carcajada entre tensa y nerviosa, siguió sus pasos rumbo a los baños calientes que lo esperaban de las manos y los labios de tres muchachas, hijas nobles del imperio. Roma siguió el intenso movimiento de aquella mañana despejada y fría.
Del otro lado del mar Iscariote sugería a su hermano Jesús que cambiara el nombre, se ocultara en ese lugar alejado un tiempo considerablemente largo, dejara que se calmaran las aguas del rumor y la persecución y después hablaran de un emprendimiento hacia la ciudad imperial para predicar en la mismísima boca del león. 
-Bien, Pablo me llamarás a partir de ahora y yo mismo me encargaré de decir que vi a Jesús camino a Damasco y por eso me he convertido en un predicador de su fe. Algún día, amigo Iscariote, escribiré mi propia versión de todo lo ocurrido.
-¿Buscarás juntarte con tus viejos alumnos?
-No, es mejor que todo siga así. Tú vuelve al mar y difunde mi fe por puertos lejanos. Ellos seguirán mis enseñanzas; yo me sumaré dentro de un tiempo, como tú me aconsejas.
-¿Cuándo será eso?
-No lo sé. En los próximos años me dedicaré a cuidar de mi familia, los viñedos y las cabras. Después sabrás de mí -concluyó, besando a su amigo.
Alrededor de Jesús, ahora Pablo, estaba su madre, el pequeño Juan y María Magdalena que mostraba un nuevo vientre hermoso y tenso, rosado y tibio, que daría su fruto en el verano y vendría de la mano de una niña.
-Mi amor -interrumpió María Magdalena- tú eres el viento que llevará tu fe en cada grano de arena hasta mover el desierto entero. Siento que ya nada podrá detenerte -concluyó posando sus manos sobre la voluminosa barriga y todos sintieron ganas de orar.
-Amén -dijo Jesús.
-Amén -dijeron todos.

Muchos años después el pueblo de Roma vio por sus calles a un hombre de larguísimas barbas y cabellos más allá de sus hombros, andando descalzo entre las piedras, hablando a viva voz de su maestro Jesús. Pablo lo llamaban y arrastraba tras de sí a las multitudes descreídas de todo o haraposas y tristes o enfermas y torturadas. Aquel hombre les daba nuevas razones para vivir, predicadas con sencilla pasión, dispuesto a padecer los peores tormentos hasta morir por ello si fuera preciso. Nadie supo de donde salió, pero todos conocían que había hablado con Jesús camino a Damasco.
Iscariote vivió sus últimos días en un puerto de la isla más grande y sus antiguos condiscípulos terminaron sus vidas en diferentes direcciones del mundo.

El arqueólogo francés prefirió mandar la bolsa de cuero de cabra, recientemente hallada en las últimas excavaciones, al propio Vaticano para que la estudiaran allá, interpretaran su contenido y resolvieran su antigüedad. El sobre y los papiros de su interior formaron parte de un envío mayor de vasijas y utensilios. El gobierno de Palestina estaba demasiado ocupado en otras cosas como para dedicar tiempo y recursos al estudio de estos descubrimientos que seguramente serían apenas un fragmento de mucho material más. Recién nacía el siglo veinte y en las inmensas bibliotecas del inexpugnable Vaticano alguien daba la orden para que se guardara en un cofre secreto la bolsita amarilla de cuero de cabra que ya no tenía lacre en sus bordes ni papiros en su interior.

Ignacio Martínez, Ignacio 
"Cuentos para leer en el ómnibus". Editado en 1999

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