La
casa
Carlos Ma. Martínez |
Carlos Martínez tiene alrededor de treinta años. La literatura y el mar son los dos grandes amores de su vida; y no amores más o menos distantes y de poco compromiso, sino amores activos: amor de marinero —siempre quiso serlo— y amor de escritor, lo es de verdad. Martínez ha escrito ya muchos cuentos y en todos ellos aparecen confundidos entrañablemente la realidad y el sueño. No hay en él ni el menor afán por la notoriedad; es un hombre grave, un solitario sin orgullo. Integrante del taller Torres-García, se ha dedicado, últimamente, también a la cerámica, arte para el cual revela verdaderas condiciones. G. C. —La
casa me hace acordar a la estancia, dijo el hombre quitándose loa
anteojos. ¡Qué casa tan honda! —iSiii,
es honda, —respondió la vieja—. Tiene un sótano que a usted le
agradará mucho. —Yo
no me intereso por un sótano.
Miraba... —iNo,
no es un sótano vulgar, créame. Lo mandó construir un antepasado de la
familia, un gran señor que como a usted le gustaban las casas hondas. —No
hablaba de eso, mujer— dijo el hombre al tiempo que se apartaba para
mirar mejor, pero la vieja, haciendo un gran esfuerzo se plantó entre sus
ojos y la casa. —Yo
soy el ama de llaves, —le dijo—, y puedo darle cualquier información
respecto a la casa. Si todos me consideran dueña, es porque ellos
murieron hace tiempo, pero yo no soy más que el ama de llaves porque no
me gusta vestirme, como decir... con plumas ajenas... (Hizo
una pausa para tomar aliento, mientras movía los ojos a fin de retener la
atención del hombre. Luego desenredó de su bata un par de manos reumáticas
y acompañándose de ademanes, prosiguió): —La
familia era muy grande... muy grande... pero todos se fueren por distintos
caminos como si la casa tuviera una maldición... y el último señor
que quedaba pareció echar raíces... ¡Dios mío!... Hasta que una noche recibió una carta.
Hacía años que no se recibía una carta en la casa. El señor subió la
escalera de la torre con la dichosa carta en la mano. Era una noche clara
y el amo se movía en aquella habitación llena de luna como una fiera en
su jaula... De madrugada volvió para ordenarme que le hiciera aprontar el
cupé negro y el mejor par de caballos que hubiera en los establos. Y yo,
señor, en esos males momentos que todos tenemos, ordené que sacaran los
caballos
oscuros, unos caballos renegridos que eran el mismo del señor, pero que
jamás se habían enjaezado hasta ese día... ¡Debí de suponérmelo!
Aquellos caballos dejaron sombra en vez de polvo... —Eso
no me interesa en absoluto—, interrumpió el hombre que se había
quedado absorto—. Sólo me interesa la casa. —Si,
la casa, la casa. ¡Ahí la tiene, Dios mío! —prosiguió la vieja—,
pero adivino que usted es inteligente y esas maneras de decir "Casa
honda" me han traído ciertos recuerdos... El
hombre movió la cabeza y la voz de la vieja se apagó de pronto. —No
nos entendemos, —dijo—, (la vieja se estremeció), no me importa ni
tengo nada que ver con los antepasados de la familia. Dejemos eso aparte y
veamos si nos ponemos de acuerdo: he sabido que usted se halla dispuesta a
alquilar una de las habitaciones de la casa y pensé que si me viene bien
alguna de las piezas del fondo, donde yo no le estorbe, la tomaré siempre
que usted me arregle la pensión completa ..., y si la casa me gustó toda
así, desde afuera, fue por una razón que no quiero explicarle ni usted
entenderá... Por otra parte soy estudiante... —¡De
medicina!—, se apresuró a decir la vieja—. —No
importa de qué. Lo que haga yo es aparte. Lo importante es que estudio... —¡Medicina!
¡Medicina! ¡No intente engañarme! Veo entre su equipaje unos libros
grandes... —¡Sí,
de medicina!—, concluyó el hombre fastidiado. (La vieja sonrió con
dureza, pero en forma amplia). —Me
lo suponía. Pase. ¡Pase usted! El
estudiante recogió las cosas que había dejado en el suelo y entraron.
Cerróse el portón de hierro que daba a la calle y la bruma se fue
sorbiendo de a poco las cosas como si toda la casa, ensimismada, se fuera
sumergiendo en si misma. *** Se
encendió una vela que iluminó tristemente los corredores, y empezaron a
recorrer. Delante
iba el ama de llaves pronunciando un interminable discurso. Su voz y su
aspecto iban cambiando a medida que se internaban en la casa. Irrumpía de
pronto en las habitaciones como si quisiera sorprender algo entre las
sombras o asombrar al hombre que la seguía, con aquel cuadro siempre
cambiante. Pasaban puertas enormes guardadas de cortinas y subían y
bajaban escaleras de ricas barandas. Y
aquella llamita iba cobrando importancia. Era la llave que abría las
sombras para mostrar los muebles negros; aquí un jarrón ondulante, allá
una majestuosa araña o el brillo repentino de la pintura de un cuadro
dejando ver un rostro blanco. La
luz se detuvo, confusa, en el centro de un gran vestíbulo y una mesita
que allí había, con un gran jarrón sin flores, se quedó creciendo y
bajando como si suspirara. Luego la llama se posó sobre el candelabro de
un piano alto que parecía un personaje antiguo y elegante detenido bajo
la escalera. La
mano blanca del ama de llaves descendió desde la vela hasta la tapa del
piano y una cosa inexplicable la siguió vibrando en el aire. La
vieja se quedó contemplando el piano un momento y todo estuvo pendiente
de su mirada hasta que la tapa volvió a bajar lentamente para cerrarse
con ruido pesado y fúnebre. La
casa era amable, fina y atrayente al paso del visitante: roperos
que parecían prontos a abrir sus pesadas puertas para mostrarle secretos,
consolas de profundos espejos de Venecia que reflejaban lejanamente su
silueta delgada, sillones de brazos esculturales que evocaban el descanso
apacible de los señores de la casa... Pero el hombre estaba tan ausente
que ni siquiera había notado la transformación del ama de llaves quien
iba vestida de negro, alta y peinada con esmero por aquel mundo perdido en
las soledades. Sólo en el momento de abandonar la vela sobre el piano
volvió a ser la vieja achacosa que lo recibiera en el portón. La
vieja tosió. —Hace
tiempo que no siento humo de tabaco, —dijo—, las pipas del señor ya
huelen a rata muerta. Y
diciendo esto recogió la vela, fue hasta una de las puertas y apartó una
cortina de terciopelo rojo. Entraron. Encendió ella una por una las seis
velas de un candelabro asegurado a la pared. Como una lenta aparición fue
descubriéndose una inmensa biblioteca atestada de libros de todos colores
y tamaños, que se extendía en tramos geométricos por las paredes hasta
perderse en la penumbra. La vieja sopló la vela que llevaba en la
mano y la puso acostada sobre la mesa. —Aquí
tiene usted un salón lleno de libros. ¿Qué será lo que usted busque
que no se encuentre en este sitio?... Aquellos son los libros grandes de
que hoy le iba a hablar, que todavía están abiertos sobre la mesa como
los dejara el señor... pero... es claro... las ratas y las polillas
tienen aquí un festín permanente... destrozos... destrozos por todas
partes.... No se extrañe si al entrar a un sitio su pelo se lleva una
tela de araña. Después que murió el señor la servidumbre estaba de más
en la casa. Creí que me bastaba sola para cuidar los restos de este
naufragio... ah, señor, siempre pienso que esto es demasiado grande para
que uno se ande preocupando así porque sí, sin nadie a quien servir...
pero no puedo soportar la casa cuando llega el verano. Las paredes parecen
que lo miraran a uno y le echaran las culpas de este abandono... El
estudiante seguía fumando tranquilamente sin prestar atención. Aquello
era absurdo, era el cuento de una vieja maniática y solitaria. —Al
lado está el laboratorio—, siguió el ama de llaves. En vida del señor
respondería de que todo estuviera sano y en orden, pero de esto hace
tanto tiempo... con soledad y abandono las cosas se destruyen solas...
pero ya tendrá tiempo de ver todo esto. Venga. ¡Venga al patio! Salieron
y respiraron hondamente. La vieja hizo un movimiento circular con el
brazo. —Todo
esto es suyo, pero si a pesar de ello insiste en ocupar uno de los cuartos
de los sirvientes, cosa poco digna de usted, es muy dueño de hacer lo que
le plazca... Puede llamarme con esa campana porque ella se siente de todos
los rincones de la casa. Y
señaló una campana verdosa que colgaba como un ahorcado en medio del
patio abierto. —¡Ah!,
y ahora las condiciones: si usted insiste en quedarse en uno de esos
cuartuchos le llevaré la vianda —(gesticuló)— no me gusta hablar de
estas cosas... ¡Usted pagará la vianda! ¡Eso es todo! El
estudiante se retiraba cuando volvió a sentir la voz de la vieja a sus
espaldas. —Señor...
si usted quiere agua y luz buenas tendrá que pedir las instalaciones,
pues me da lástima que viva como yo a la luz de la luna y saque agua del
pozo... pero.. . descuide que no le faltará nada, tal como si estuviera
disfrutando de la torre o del sótano. Entonces
se volvió bruscamente como si temiera hablar demasiado y arrastró sus
zapatos de hombre hacia una puerta cercana murmurando. "..
.El pozo y la torre... la luna en el pozo... solo quiero vivir... y servir
a la familia...". El
ruido de la voz de la vieja se perdió en la casa como un cloqueo de
gallina que se acomoda para dormir. *** En
uno de los cuartos del fondo, que el estudiante eligió al azar, había
todo lo que precisaba por el momento: una cama sencilla tendida con sábanas
frescas, mesa, silla, ropero, lavatorio, muebles tranquilos respirando
limpieza. Los otros cuartos estaban medianamente ordenados, pero en el
aire rancio se notaba un abandono de años y las ropas de cama, húmedas
al tacto, demostraban pertenecer a gente muerta o lejana. Afuera
se sentía el ruido del aljibe. El estudiante vio recién que en la pared
del cuarto había un gran espejo de marco tallado que daba la impresión
de haber sido colocado allí en aquel instante. Fue a mirarse atraído por
aquella gran luna que dominaba el cuarto y se notó un rostro cansado,
como si hubiera viajado mucho y se encontrara de nuevo con conocidos, algo
así como si todas las cosas del cuarto se le echaran encima para
abrazarlo. Un
ruido de pasos a sus espaldas lo hizo estremecer. Por el espejo vio que
era el ama de llaves quien entraba con una jarra de loza en la mano. —¡Aja!—
exclamó ésta al entrar—. Ya sé lo que necesita. La tierra de los
trenes es pegajosa y molesta. Esto le hará bien. Y
dejando la jarra junto al lavatorio se marchó apresurada. Aquella
jarra de loza blanca había traído al cuarto la claridad necesaria para
alegrar al estudiante. Iba encontrando todo muy natural; y estaba decidido
a quedarse allí aislado de la inmensa casa. Una vez que hubo instalado
las cosas más usuales se vistió para salir a la calle. La
vieja estaba sacudiendo el piano con un gran plumero. —Aquí
tiene—, le dijo al estudiante dándole unos billetes. Vaya arreglando
eso de la vianda antes de que llegue la noche. —Eso
esperaba—, le contestó la vieja tirando el plumero
al suelo. Y
se alejó contando el dinero. —¡Ah!,
—exclamó sin volverse—. Para usar los carruajes la cosa tendrá sus
complicaciones. No sé como estará aquello ni quiero asomarme del otro
lado del corralón, pero no hay caballos, ni cereal, ni forrajes, y... En
eso se volvió bruscamente y sacudió la cabeza. El estudiante ya no
estaba en el vestíbulo. *** Cuando
el estudiante volvió a la casa, la comida, recién dejada en la vianda
sobre la mesa de pino echaba un humo lento, caliente y apetitoso. Una
pequeña lámpara a petróleo dormitaba sobre los bultos de la mesa:
pan, cubiertos, botellón y otras cosas comunes. El
estudiante volvía tarde y esa noche, después de la cena se fue al vestíbulo
atraído por una música que llegaba a través del patio y parecía
gustarle, pues la iba silbando suavemente. Allí lo esperaba la vieja agazapada
como un gato entre aquel respirar de jarrones y muebles. En un rincón del
vestíbulo, recostada al piano, marchaba una ortofónica que era extraña
al ambiente. Desde
aquella noche siempre se repetía la misma escena. El estudiante llegaba,
se quitaba los anteojos para dejarlos sobre la mesa y se hundía en una de
las poltronas del vestíbulo. Entonces la vieja iniciaba un discurso
interminable que junto a la voz de la ortofónica llegaba a sus oídos en
una confusión de tonos y palabras. Y aquello le producía un deseo extraño
de descansar. Pasó
el tiempo y con el las estaciones. El ama de llaves, al fin, pareció
convencerse de la inutilidad de sus intentos y una honda tristeza la
invadió cuando el verano vino, de pronto, a volver más misteriosas las
formas de la casa. Una
noche se había detenido la ortofónica por falta de cuerda. Reinaba un
silencio profundo que se apretaba alrededor de los muebles: la luna
entraba por las galerías haciendo caminos blancos y lamiendo las gruesas
alfombras del vestíbulo y los dos seres se habían quedado quietos,
ausentes uno del otro, como si se hubiera roto un puente y aquella ortofónica
se cayera en el agua hundiéndose para siempre. Pasó
un rato larguísimo. Un movimiento impreciso de la vieja hizo volver al
mundo al estudiante que en un extraño rapto de piedad le dijo: —¡Qué
cariño debe tenerle usted a esta casa! La vieja se puso en guardia. —Señor...
—dijo.— Ha dicho usted cariño... es que nosotros llamamos cariño a
cualquier cosa mezquina y esa palabra me desagrada. El verdadero cariño
no nos pertenece a nosotros, que vivimos abandonando todo y aunque a la
vejez andemos de aquí para allá por los cuartos, jamás podremos
encontrarnos con lo perdido. —¡Mire!
¡Mire aquello! El
dedo de la vieja señaló la torre donde parecía haberse detenido la
luna. —iMire
qué blanca y qué sola. Ella nos ha amado a todos y vive... acá abajo
hemos amado pobremente y todos hemos muerto. A
medio día no llegó la vianda a la pieza. El estudiante saltó de su cama
buscando las ropas a tientas sobre la silla, con la sensación de que había
soñado algo muy hermoso. Ahora la pieza se le figuraba un pozo oscuro del
que debía salir y en cambio iba sintiendo que la casa era su
verdadera morada. Ya vestido cruzó el patio a pasos seguros sin darse
cuenta de que una mano delgada cerraba para siempre aquel cuarto que le
había servido de hogar. Anduvo
un rato al azar, como en sueños, abriendo las puertas de la casa. Ninguna
de ellas ofrecía resistencia. Se apartaban con amplios ademanes para
dejarle paso y al abrir una más grande que las otras sus ojos se
encontraron con el ambiente espacioso del comedor. Allí, bajo una
imponente araña completamente encendida, a la cabecera de una mesa larga
y brillante el almuerzo humeaba con el mismo misterio que la noche de su
llegada. Sentóse
el estudiante en una silla tapizada de terciopelo rojo que lo esperaba en
la cabecera, puso sus manos en el blanco mantel bordado y después de un
momento con ademán solemne abrió la servilleta sobre el gabán
guarnecido que llevaba puesto. Era un abrigo apolillado, viejo, pero que
le comunicaba un agradable calor y lo hacía sentir amo absoluto de todo
aquello que lo rodeaba. Brillaban
por doquier estucos y papeles, salían hacia afuera las figuras de los
cuadros con esa seriedad de antepasados y los mecheros de gas suspendían
sus llamitas rojizas en el aire. Por un momento pareció que la mesa
estaba rodeada de comensales que hacían tintinear cubiertos y que en la
casa se movían sirvientes silenciosos llevando bandejas, diciéndose
secretos al cruzarse por los cortinados y las puertas. Después
del almuerzo el estudiante siguió abriendo puertas. Era infinita la
cantidad de habitaciones y una fuerza interior lo llevaba hacia adentro.
Al encontrarse con el laboratorio decidió trasladarse al dormitorio
continuo a él y a la biblioteca que era uno de los más espaciosos de la
casa, pero el ama de llaves ya se había adelantado a preparar los
muebles. Nuevamente se entregó a la sensación de bienestar que sintiera
durante el almuerzo y se durmió vestido sobre la amplia
cama
con un sueño tranquilo y profundo. *** Cuando avanzó el invierno se hizo necesario encender las estufas. El amo, sentado en una poltrona frente a la boca de fuego de la chimenea, pasaba sus desvelos nocturnos con un libro o mirando las llamas con ojos entornados. Con quietud de felino, bajo una manta de pieles que de a ratos acariciaba suavemente, sentía sin inquietarse aquel ir y venir de sombras entre las que andaba el ama de llaves que había vuelto a ser la mujer alta y de negro. Cosas
leves, oscilantes, venían hasta el borde del fuego, chocaban con él y se
retiraban presurosas hacia los muebles; ruidos de juguetea mecánicos,
andar de caballos, lejanos ladridos y otros mil ruidos distintos. Luego
venían rostros pálidos, graves, esfumados de viejos enanos que después
de gesticular un rato frente a las llamas se iban como una ráfaga para
dejar sitio a alguna sombra alta, un par de manos o unos zapatos
silenciosos que daban pasos geométricos, elásticos, serenos. Era un
mundo oscuro que renacía sobre la superficie del mar tranquilo de la casa
en el que navegaba segura, como una gran fragata blanca con las velas
tendidas, la poltrona del amo. La
casa se iba descubriendo hacia adentro, viviendo hacia lo hondo,
retornando con todas sus fuerzas, sus suspiros, sus músicas, sus
secretos. ¡Cuántas cosas habían pasado! ¡Qué casa tan honda! Si el
amo se levantaba para moverse con lentos pasos hacia el laboratorio o la
biblioteca toda aquella corte de sombras desaparecía en el aire. Ningún
fantasma osaría cerrarle él paso. ¡Era el amo! Una
tarde la campana del patio rompió el silencio de la casa. Algo muy
importante habría de ser para que esto aconteciera. Por doquier se notaba
el estremecimiento producido por la campana y la penumbra de los cuartos
se disipó para dejar paso a una luz que entraba por las ventanas. Al
instante, detrás de un tintineo metálico que parecía venir del piso
surgió el ama de llaves muy agitada. —Dispense
el señor, —dijo,— que con el apuro no encontraba las llaves del sótano. —Ah,
sí, es verdad, contestó el amo hablándose a sí mismo. Claro. (Luego a
ella). —Déjelas,
que abriré yo mismo y en caso necesario la llamaré de nuevo. —Descuide
el señor que todo estará allí a sus horas... El
manojo de llaves, largas y finas, quedó como una mano abierta sobre la
mesa. El amo lo recogió, tomó también unos papeles y se internó en los
corredores de la casa. Pasaron
unos días y la casa perdió la vida de los últimos tiempos. Yuyos en el
fondo, ruido del aljibe y pasos achacosos arrastrándose sobre las losas
del patio eran signos de que la vieja había vuelto a su antigua vagancia
sin objeto. Las luces del sótano, allá abajo, estaban siempre encendidas
y ello lograba mantener débilmente el pulso de la casa que había caído
de nuevo enferma de abandono. Así
se fue el resto del invierno. Llegó la primavera. La vieja andaba
arrastrando como una desilusión sus viejos zapatos por el patio. De
pronto el verano echó la luna sobre la torre y al mismo tiempo la casa se
cubrió de sombras, comenzó a vibrar y a llenarse de pequeños ruidos. Y
era que el amo había salido del sótano. A media noche se le vio salir al
patio de la casa. Iba vestido de blanco y su barba, muy crecida, le daba
un aire grave de patriarca. Lentamente subió la escalera de la torre. Pasó
la noche y el día estaba próximo. Era en ese momento que todo se
confunde, que los sueños se van desvelando y los animales comienzan a
moverse, que la vieja entró al vestíbulo y se dejó caer sobre uno de
los sillones. Un gran cansancio había en sus ojos grises. Cansancio de
vieja, irremediable, aplastante. Estaba tan postrada que no sintió cuando
la puerta posterior se abría como un párpado y volvía a
cerrarse. Todo
el vestíbulo se llenó de aquella cosa tan blanca que traía la presencia
del hombre. —Mujer, —dijo el amo con voz grave—, ahora vete a descansar... Yo te lo ordeno... |
Carlos Ma. Martínez
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