El último |
Los trescientos uno, incluido nuestro Rey, pelábamos con armas iguales. La intención era evitar que los bárbaros pudieran de entrada cebarse en el Jefe: debía, de ser posible, caer entre los últimos, de modo que su guía y ejemplo hiciesen más efectiva y prolongada nuestra resistencia. Todos nosotros sabíamos al salir de Esparta que ninguno regresaría, ni con el escudo ni sobre él: cientos de miles de pies medos machacarían nuestros cadáveres, hasta disolverlos en el suelo que hollaran. Pero antes tendrían que pagar bien caro ese placer. Yo no debiera ser ahora este mendigo ambulante que canta lo mal que puede la hazaña de un puñado de lacedemonios. Mi cuerpo era el único sólo contuso entre el último grupito de cadáveres. Los camaradas muertos me defendieron de los pies enemigos. Les fallé: apenas recobrado el conocimiento, hubiera debido tomar la espada por última vez, para matar al menos otro persa. Un súbito y estúpido amor a una vida de ahí en más detestable es lo que me trajo a mi nuevo oficio. He recorrido todas las grecias – menos mi tierra natal, que tengo por lo menos la vergüenza de no quererla ofender otra vez – cantando a cambio de mendrugos la gloria de los trescientos. Y la de Leonidas, al que evoco vistiendo su armadura real, peleando siempre en la primera fila, muriendo el último de todos. De tanto en tanto en mis vagabundeos topo con algún compatriota, uno de los tantos que sirven mercenarios al tirano que mejor les pague, pero jugándose por él la piel, como si de su patria se tratase. No doy a conocer la procedencia de la que ya no soy merecedor. Con todo, un par de veces, paisanos maduros y experientes me han descubierto. Han respetado con pudor – y con desprecio también – mi mentir callando. Gran servicio le han hecho a la patria incumpliendo el deber de matarme. Han sido sabios al comprender que es mejor para Esparta que Leonidas, en pago de su error, muera en la miseria y en el secreto, pregonando en las tabernas el honor de su pueblo, pueblo y honor de los que él mismo se exilió para siempre. |
Juan de Marsilio
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