La lira y el vano viento
Juan de Marsilio

XVIII

 

Si una noche de invierno 
golpease a tu puerta 
un peregrino en viaje de regreso 
de Tierra Santa a su lugar 
te conviene pensarlo dos veces 
antes de darle 
tu hospitalidad.

Podría tratarse 
de uno de los pocos 
cruzados o peregrinos 
con ojos en la cara.
Podría contarte 
que ha echado cuentas y que 
los pedacitos de la Vera Cruz 
que ha visto vender y comprar 
puestos juntos darían 
madera equivalente a la del arca de Noé 
y las vigas del Templo de Salomón.
Podría contarte su infinita pena 
al descubrir que negocios de sedas y especias 
eran más importantes para los más 
que cuestiones de fe 
- y que sin embargo, 
cuando así se debía, 
caballeros y obispos dejaban sus negocios 
para cumplir con la Misa, 
aunque no sin bostezar
disimuladamente.
Podría 
hablarte de finísimos 
caballeros musulmanes 
y contarte de cerdos 
condes y duques cristianos.
Podría mostrarte 
viciadas de nulidad, 
para siempre profanadas, 
desiertas de Dios, 
las catedrales de su alma, 
tan con largo trabajo erigidas, 
tan de golpe carentes de sentido. 
Podría ponerte en el alma arenales 
peores que los que Siria y Palestina 
le hubieron para siempre 
incrustado en los ojos. 
Podría contagiar por anticipado 
del frío de su derrota 
a cuanta empresa pudiera luego 
ocurrírsete emprender.

Pero también podría contarte 
que vuelve a su sitio a plantar un jardín y cuidarlo,
a vivir en serena esperanza 
de que un día el buen viento le lleve al oído 
rumor de clarines decentes, 
por los que sí le valga 
la pena volver 
a su vida de viajes y combates.

La lira y el vano viento
Juan de Marsilio

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