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XVIII
Si una noche de invierno
golpease a tu puerta
un peregrino en viaje de regreso
de Tierra Santa a su lugar
te conviene pensarlo dos veces
antes de darle
tu hospitalidad.
Podría tratarse
de uno de los pocos
cruzados o peregrinos
con ojos en la cara.
Podría contarte
que ha echado cuentas y que
los pedacitos de la Vera Cruz
que ha visto vender y comprar
puestos juntos darían
madera equivalente a la del arca de Noé
y las vigas del Templo de Salomón.
Podría contarte su infinita pena
al descubrir que negocios de sedas y especias
eran más importantes para los más
que cuestiones de fe
- y que sin embargo,
cuando así se debía,
caballeros y obispos dejaban sus negocios
para cumplir con la Misa,
aunque no sin bostezar
disimuladamente.
Podría
hablarte de finísimos
caballeros musulmanes
y contarte de cerdos
condes y duques cristianos.
Podría mostrarte
viciadas de nulidad,
para siempre profanadas,
desiertas de Dios,
las catedrales de su alma,
tan con largo trabajo erigidas,
tan de golpe carentes de sentido.
Podría ponerte en el alma arenales
peores que los que Siria y Palestina
le hubieron para siempre
incrustado en los ojos.
Podría contagiar por anticipado
del frío de su derrota
a cuanta empresa pudiera luego
ocurrírsete emprender.
Pero también podría contarte
que vuelve a su sitio a plantar un jardín y cuidarlo,
a vivir en serena esperanza
de que un día el buen viento le lleve al oído
rumor de clarines decentes,
por los que sí le valga
la pena volver
a su vida de viajes y combates. |
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