Familia Rodríguez – Varas |
I Aquel día, Armando venía apuradísimo por orinar. Llegó en el momento límite: gozó visual y auditivamente el chorro potente y largo que trajo la ansiada calma a su vejiga. Tras lavarse las manos, cuando abrió la puerta para volver a sus cosas, no vio otra cosa que una luminiscencia blanca, que alumbraba sin cegar y sin dejar distinguir nada que no fuera ella misma. Retrocedió horrorizado. Se asomó por la ventanita del duchero. Vio la misma luminiscencia. Gritó. Nadie vino en su ayuda ni ha venido tampoco en los tres mil ochocientos sesenta y siete días que han corrido desde entonces. Armando ha intentado seis veces alejarse a explorar, pero en los casi noventa metros en amplio abanico y sin mucho tironear que le permiten los dos carretes de hilo dental empalmados y atados al pomo de la puerta, no ha encontrado otra cosa que la blancura luminosa ni tropezado con nada sólido. De hecho, no ha sentido estar caminando sobre suelo sólido. Más que ser comprensible que sólo se haya atrevido a salir seis veces y ni haya soñado con soltar el hilito, ya resulta admirable que se atreviese a salir la segunda vez. Máxime si se tiene en cuenta que en esas incursiones en la blancura no respira, sin sentir por ello el menor síntoma de asfixia. Ha preferido permanecer en el baño, donde las cosas, por limitadas que sean, le son familiares. En el baño no sólo respira sino que además, periódicamente, defeca y orina, aunque no tiene conciencia de haber comido nunca desde aquel día ni ha sentido jamás el menor apetito. Es un misterio de segundo orden el hecho de que aún no se le agoten jabón, dentífrico y papel higiénico. A estas alturas no espera que le llegue el alivio de la locura: sabe que no tiene las fuerzas necesarias para reconstruir imaginariamente el mundo. Al principio creyó que su situación era la locura. Ha asumido hace tiempo que no lo es y vive –por decir que vive– en una lucidez aburrida y tristísima. II La familia Rodríguez – Varas cree cumplir un deber para con Dios, la moral, la sociedad y sobre todo para con el pobre Armando, al negarse tajantemente a considerar la mínima posibilidad de desconectarlo del respirador. Por muy largo y profundo que sea el coma, Dios manda conservar la vida por todos los medios decentes a que se pueda echar mano. Además, nadie sabe qué imposibles de hoy van a estar al alcance de la ciencia de mañana. Por otra parte, en el peor de los casos, de tener razón los médicos que tanto insisten en que ya está muerto, el pobrecito no sufre y la familia está más consolada, tiene como un propósito para el seguir viviendo. |
Juan de Marsilio
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