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Han ido, con la familia, al supermercado.
Iban provistos padre y madre
de todos los plásticos mágicos posibles a
su gris clasemediana condición.
Han recorrido pasillos, han
debatido con bien feroz vehemencia
– igual que rabinos o ulemas dilucidando
la interpretación
de tal o cual oscurísimo punto
del Talmud
o del Corán –
han debatido, decía,
acerca de qué cosas
comprar y cuáles no.
Los hijos,
con instintiva terquedad,
han asaltado
vez tras vez
los puntos flojos, las contradicciones
del paterno / matero poder obteniendo
la adquisición de esta o aquella
maravilla pagada a más precio
del que justificaría su segurísimo
pronto olvido por parte del hoy adquirente
– esta es una religión
de devociones
brevísimas –
decía yo que los hijos
han salido vencedores.
Han vuelto, con la familia, del supermercado,
cargando bolsas, bolsas y más bolsas
llenas de este, de aquel o del otro
envoltorio vistoso del vacío.
No han hallado esta vez
ni una fe ni un sentido de la vida a buen precio
pero quedan por delante
mil o dos mil o más
fines de semana
de supermercado
antes de morir. |
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