El dios verde

cuento de Selva Márquez

Trece años.

Como era así, de tan difícil clasificación, entre simple y demasiado avisada, ingenua como un ángel pintado y enredadora como los duendes, no se recataba de comentar sus problemas con la encargada, que parecía siempre dispuesta a escuchar, con aire maternal y bondadoso.

A los nueve años y en consideración a su manifiesta inadaptabilidad a todos los ambientes, a su torpeza para adquirir conocimientos, aun los más elementales de la escuela, fue menester llevarla a otro lugar de retardados mentales. Pero, no; tampoco allí estuvo bien. No era una retardada mental ni mucho menos, según pudieron atestiguar las personas conocedoras y que debían dar su fallo en ese caso. La muchacha, a los nueve años, tenia asombrosos, desconcertantes y hasta inquietantes conocimientos de la vida en general, pero más que eso, una forma peregrina y casi adulta de sacar consecuencias de esos conocimientos; en forma tal que la señora practicante, la señora Directora, el señor médico y dos o tres maestras que se agregaron al corro, debieron, en algunas ocasiones del examen, reprimir violentos deseos de reír y acabaron escandalizados e indecisos. Por lo pronto, nada de retardo mental. La muchacha, Odulia, si Vds. quieren saber cómo se llama, que confundía en el papel las medidas lineales más simples con las medidas de capacidad igualmente simples y hasta con los objetos que componían el simplísimo problema expuesto, supo instantáneamente la cantidad que podría requerirse de tela para una túnica de reglamento y lo que podría costar tal cantidad de huevos a tal precio la docena. Dictaminaron:

—Lo mejor será que la ponga a trabajar en algo. Quizá con la práctica. ..

Naturalmente, agregaron que se hacía necesario que la vigilaran mucho, que insistieran en su enseñanza, que probaran todos los medios posibles para ilustrarla un poco.

Le hablaban a la madre. La madre, aunque oía palabras sencillas y explicaciones llanas, entendió muy poco. Quizá pensaba, mientras parecía escuchar, que había dejado a los otros seis muchachos al cuidado de la encargada y que la encargada, a su vez, tenía que atender sus quehaceres. Quizá pensaba en el caldo de hueso hirviendo sobre las brasas. Quizá pensaba en la ropa dejada en jabón; quizá en el padre, pretendido lustrador de muebles y que se bebía el alcohol azul que le proporcionaban para lustrar...

Cuando comprendió que habían terminado las explicaciones, tomó a la muchacha de la mano y salió. Cuando llegó a la casa, cuando se encerró en la sola habitación en donde vivían, desahogó su preocupación dando unos coscorrones a Odulia, que tales ajetreos le obligaba a hacer; y Odulia, lloriqueando, más por darle gusto a su madre que por el dolor que le causaran los coscorrones, salió al patio y del patio se fue a los fondos, a jugar.

La vigilancia, la enseñanza, el cuidado prescritos, quedaron en los documentos y en el libro de la señora Directora.

Odulia cumplió los trece años, hacía un lindo tiempo y todo pasaba en el mejor de los mundos. Un mundo de chiquillos que crecían junto con el barrio, en donde las sorpresas menudeaban cada día más deslumbradoras.

Donde había estado el zanjón de la antigua cantera abandonada, estaban levantando armazones para grandes casas colectivas. Aquello que había sido antaño campo chivero y trebolar y arroyo traidor en todo tiempo (en verano, hilo de agua verde morado como una larga herida purulenta; en invierno y con las lluvias, mal paso de fondo resbaladizo y con hoyos, que había tragado algunos incautos que se atrevieron a cruzarlo sin precauciones), era ya manzana de altas casas de apartamentos, tienda de Salomón, almacén del Trust, bares con mesitas redondas y paquetas a la puerta, ulular de receptores de radio, zapatería con vidriera iluminada con luces de neón, semillero inacabable de muchachos... Odulia cambiaba maravillada su visión anterior de horizontes que fingían campos sin límites con aires puros, por esta nueva visión de ciudad que llegaba con grandes zancadas.

A los trece años, ya estaba en condiciones Odulia de un cambio parecido. Lista, madura para servir.

Cuando la madre la llevó a la casa, elegida en la lista del diario, Odulia tuvo y le contó a la encargada, una inmensa, irreprimible alegría. A los trece años Odulia era todavía, sin que ella lo comprendiera así, naturalmente, porque estas comparaciones son nada más que literatura, un campo donde triscaban chivas, un arroyo susceptible de ser torrente y, en fin, todas las cosas que suelen ser por dentro las adolescencias, sobre todo si no tuvieron desde temprano los desbroces, las delimitaciones, los vados necesarios.

La casa donde la madre la llevó, era una casa de apariencia lujosa, a la antigua, con sus balcones de fierro trabajado y sus canceles de cristales. Fueron atendidas, madre e hija, por la señora dueña, pomposa, digna, mesurada, bien hablada, bien vestida y bien oliente. Podía ser una mujer de treinta y cinco años. O, posiblemente, de sesenta... —pensó Odulia.

Los trámites fueron cumplidos con parsimonia. Hablaron las dos mujeres mayores, en el amplio hall de la casa, en una penumbra verde amarilla de toldos, vidrios coloreados de los patines del techo y brillantes hojas de petunias en sus macetas. Y todo olía como en las iglesias; y era sereno el aire; y se escuchaban los relojes respirar en los fondos de las habitaciones y el canto de los canaritos presos en un jaulón en otro patio y la voz áspera, rijosa y cómica de un loro invisible que cantaba:

“Al ver en la inmensa llanura del mar,

del mar..

en tal forma que se hubiera dicho un marinero borracho y nostálgico.

Una isla, en fin. Odulia sintió prematuros recelos ¿Una isla? Ella pensó mas bien en el fondo de un aljibe. Un aljibe encantado. El aire sereno y el silencio le parecieron opresores, la penumbra propicia a malos encuentros. Ella resumió más tarde esta impresión primera a la encargada, manifestando, con aire de sabiduría picaresca:

—Sabe, doña? Me pareció igual a una casa de citas...

A cuya confesión, la encargada saltó quemándose con la plancha, vociferando escandalizada:

—Vean lo que dice ésta... Si parece mentira! A su edad... Yo te daría buenas tundas si fuera tu madre.. .

En fin, que la admitieron como sirvienta, para ayudar en los quehaceres. Había en la casa una cocinera vieja y un jardinero.

No es posible contar la vida de Odulia en su nueva faz, sus descubrimientos sucesivos, su acomodamiento al nuevo estado, su añoranza por el ruido (compuesto de miles de sonidos diversos) de su barrio, por el dormitorio común en cuya oscuridad nocturna percibió no obstante, años atrás, los amores de los padres, que le parecieron la mar de divertidos y su obligada sujeción a las horas cantadas, respiradas, murmuradas por tantos relojes siempre despiertos en tantas habitaciones.

No, no es posible. Tampoco es posible asegurar que, a los seis meses de estar allí, componiendo día a día el nuevo día, como quien da cuerda a todos los relojes, se hubiera ya adaptado a todo, comprendiera ese nuevo mundo y se manifestara conforme con sus posibilidades de futuro.

El trabajo no era excesivo; los patronos parecían indiferentes a los escasos problemas particulares de Odulia; la limpieza mecánica no exigía esfuerzos desproporcionados y el aire sereno, la paz, la penumbra verde amarilla y el compás de los relojes continuaba igual que al principio, sólo que Odulia ya ni sabía que existieran tales cosas: ni penumbras ni silencios.

Solamente el loro podía ser una sorpresa si uno, en los ratos libres, trataba de enseñarle, por ejemplo, la letra de un tango en lugar de aquella canción de opereta o, quizá alguna mala palabra que el animalejo repetía sorpresivamente en cualquier momento, días después.

Fue por ese entonces que Odulia conoció al dios verde. Había visitas en la sala y Odulia estaba ayudando a colocar sobre una mesita rodante los trebejos delicados del té, cuando escuchó las explicaciones, expuestas con la minucia y lentitud de costumbre por la dueña de casa, que tenía en sus manos, con aire reverente y absorto, un objeto brillante. La señora decía algunas cosas difíciles para ser repetidas con fidelidad. Hablaba de la cualidad especial de aquel dios verde reposando en su palma como una dura flor; y la cualidad especial del dios era la de conceder la felicidad. La felicidad, en fin, no es tampoco de muy fácil definición y su sentido abarca tantas posibilidades que marea el pensarlo. Un mar abierto, una habitación de cuatro por cuatro, el camino que sube, la lluvia de una tarde, el cese de un dolor de muelas... Así, hasta el infinito. De todas maneras, instintivamente, Odulia entendía que la felicidad valía algo. Quizá mucho. Que era algo así como una llave maestra.

Fue dicho pensamiento que la llevó, algo así como un mes después de su conocimiento del objeto, a pretender un conocimiento más directo del mismo.

Era una hora de siesta, los señores habían salido y la cocinera roncaba en su altillo. Odulia fue hasta la sala, abrió la vitrina y sacó el objeto. Un dios verde... Caramba! Odulia entendía que el buen Dios era, por lo menos, tan bonito como un actor de cine, con sus cabellos ondeados, largos, su mirada azul extática, su barbilla de oro; en cambio, eso que tenía en su mano, con cierto temor respetuoso, era una representación horrenda: un ser absurdo, con algunos miembros de más, un rostro cerrado en sí mismo y demasiado enjoyado para ser una representación masculina. Joyas en las orejas, en los tobillos, en los brazos múltiples, colgando del cuello... Y la vestidura! Se adivinaba en el ceñido ropaje una multiplicación de colores en los bordados. El objeto, en fin, estaba materialmente cubierto de arabescos muy complicados, que le cubrían hasta la espalda, las nalgas, piernas e incluso la planta de los pies. Brillaba como una hoja de cala mojada por la lluvia. Brillaba como si tuviera luces allá adentro, miles de lucecitas cambiantes que hacían transparente y también acuosa la pulpa desconocida de que estaba formado el dios. Eso era la felicidad: dador del bien; potencia de riqueza (quizá por su intermedio pudiera conseguirse hasta un encuentro fortuito con cien pesos! Quizá con mil pesos, si no fuera mucho pedir!). Odulia tomó el pequeño pie, igualmente maravillosamente trabajado y calado y brillante, sobre el cual reposaba el dios. Y de pronto, sin mayores reflexiones, se metió todo en el bolsillo; cerró cuidadosamente la vitrina; frotó con la punta de su delantal la huella de sus dedos impresas en el cristal y en el cierre metálico, porque Odulia había aprendido en esa casa a cuidar el menor detalle en la limpieza. Y salió, por fin. Sin duda pensaba que ser rica no costaba, después de todo, demasiado.

No fue sino mucho después que la señora se dio cuenta de que faltaba de su vitrina el dios verde. Era una señora acostumbrada a la inmunidad; le costaba mucho trabajo suponer siquiera que podía, en alguna forma, ser vulnerada. Por eso mismo, antes de escandalizarse, prefirió buscar concienzudamente por todos lados. Buscó e interrogó. Buscó e interrogó. La única persona bastante ajena a la casa era Odulia y sobre ella fue descargada, en distintas ocasiones, la andanada de preguntas indagatorias. Pero, Odulia, qué?...

A toda pregunta oponía su impavidez; era una tabla rasa, Odulia era el ángel pintado (y lo era) tan inocente como el loro que repetía sin saber la palabreja escatológica que resumía el universo repudiado por Odulia.

Y, en resumidas cuentas: ¿para qué diablos iba a querer una muchacha tan ignorante un objeto sin ningún atractivo para quien no fuera experto conocedor de su venerable antigüedad ni estuviera al tanto del maravilloso capítulo de las tallas medievales de las piedras duras asiáticas? Se recorrieron casas de empeño y se pusieron avisos con ofertas tentadoras en los diarios... Bueno: había llegado el momento de convencerse que los objetos inanimados, ciertos objetos inanimados provenientes de lugares donde se practicaron devociones idolátricas, tenían facultades extraordinarias. El hermano de la señora, un amigo de la casa, el médico, opinaron, como hombres serios que eran, con mezcla de sorna y veras, vagos temores y sonrisas escépticas, que quizá, quien sabe... puede ser...

—“Hay más cosas, Horacio, bajo el cielo...”

—Recuerden a Lord Carnavon y los obreros de El Cairo...

—Y aquella cestita polinésica del British Museum, que se mecía sola en su vitrina?

—Y la posibilidad del Horla...?

La señora, la verdad sea dicha, se portó como una persona que tenía el corazón bien puesto; y lloró mucho, sonándose apenas la nariz, porque se le enrojecía con facilidad (tan delicada era) y suspiró mucho, acongojada, perdida en la ancha casa, aprensiva, temerosa, llena de pronto de suspicacias, temblando en el silencio, vuelta de pronto inerme y desnuda y vulnerable en el aire quieto de una casa que ya no merecía confianza y de cuyos rincones podía salir en cualquier momento, la Cosa innombrable, la Presencia para cuyo contacto no había defensa... La señora era una raíz fuera de la tierra. Mejor que eso, había regresado a sí misma y volvía a una superficie atravesando un pantano de miles de años, miles de años cuidadosamente cubiertos por capas y capas de sabiduría. Aguantó así apenas un año más; pero la casa vieja se derrumbaba sobre ella; se rajaban los techos y se pudrían las tablas de los pisos. Todo había estado asentado sobre un jade. A decir verdad, el punto de apoyo puede ser un grano de arena! Fue menester una mudanza rápida; y aún así, donde quiera que se fuera en el futuro, ya todo estaría sostenido como en el aire, vida y casas sostenidas por pilares de madera que la carcoma roe.

Mientras tanto, Odulia cambió de casa. Sirvió en otras y otras. Aprendió historias sabrosísimas y tuvo conciencia de que su pisada conmovía el mundo. Cuanto más pasaba el tiempo, mayor era su confianza, más importante su base, más seguro su día de mañana. No encontró, por cierto, cien pesos en la calle y a los diez y nueve años sabia que cien pesos ni mil pesos siquiera constituyen un capital digno de ser tenido en cuenta. De vez en cuando (oh! muy de vez en cuando) desenterraba de un rincón de la misma pieza que seguía ocupando en la casa de inquilinato, debajo de la tabla vieja del piso, un objeto envuelto en varios papeles y contemplaba el objeto. Ese era el grano de arena que estaba sosteniendo su vida; y la sostenía.

Odulia se casó hace ya varios años. Sus hijos han utilizado sucesivamente aquel objeto verde brillante cuando fue necesario proporcionarles algo que mordieran sus encías en tren de abrirse para dar paso a los primeros instrumentos vitales. Baboseado, golpeado, el objeto se mantiene íntegro. No tiene una mella visible; siguen intactos sus bordados, sus joyas, sus dibujos complicados hasta en la planta de los pies.

Cuando ha cesado de servir a los niños, Odulia ha vuelto el objeto a su escondrijo, en un rincón del ropero colmado. ¡Es demasiado feo para ser expuesto!

El marido desconoce, por supuesto, el complicado mecanismo que movió a su mujer a tomar para sí semejante engendro, que ni siquiera merece ocupar un sitio junto a los bibelots de yeso coloreado del aparador. ¡Qué! ¡Ni siquiera sabe cómo llegó a sus manos!

Un instinto primario ha llegado a concretarse en una idea borrosa, que, no obstante, es una idea segura:

—Después de todo, en aquella casa ya habían tenido todo lo que habían querido tener. Y las cosas del mundo, las buenas cosas del mundo deben ser un poco para cada uno y no todas para uno solo! —se ha dicho Odulia recordando el hurto.

No pretende ser una defensa. ¡Es como encogerse de hombros'

Seguramente, uno de los hijos de Odulia, en su tiempo, llevará el objeto a una casa de compra-venta y pensará exigir por él hasta diez pesos. Y quizá, si tiene suerte, le den cinco.

 

Cuento de Selva Márquez
Gaceta de Cultura

Año I Montevideo, Enero - Febrero de 1956 N.° 6-7

Link: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/57879

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

              Selva Márquez en Letras-Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay 

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