El
Daimón de la Casa López cuento de Selva Márquez |
Hace
muchos años había, por la Aguada, una panadería cuyo dueño contó, una
sola vez, solamente una vez, una historia. La panadería era limpia; tenía
anaqueles de vidrio, sosteniendo lucientes frascos y escaparates con
ristras de rosquillas ensartadas en una cinta (roscas de oro) y panecillos
dorados y bizcochos también de oro. Detrás del mostrador atendían a la
clientela dos mujeres: madre e hija. La primera era uruguaya, la segunda
española. A esta última, a poco de conocerla, podían asociársele, por
ejemplo, brazadas de ramas de encina quemándose en el hogar bajo un
puchero ennegrecido; o majadas de ovejas balando; o tierras grises,
cansadas, pedregosas.. . Cosas así. En un rincón, detrás de estas
mujeres había otra aun, viejecita, que, por las tardes, se ocupaba en dar
de comer al nietecillo. Mientras tanto, como el chicuelo se empeñara en
conversar y no comer, la abuela le contaba cuentos: —Fun-un
sábado pol-a noite. .. La
cocoa se enfriaba en la taza floreada y las moscas atraídas por el olor
pegajoso, se quedaban prendidas en las ropas negras de la vieja, que, en
el cuento, se perdía en sus recuerdos: —...me
roubaron minha cas¡ña branca... Come, rapaciño, come! Un
olor especial, parecido al de los merinos negros, delataba siempre la
cauta presencia de la vieja. Rezongaba; —Eu
traeré un hirmanciño novo, que no falle y coma! Come,
rapaciño, come... Cuando
la más joven no estaba presente, la otra que estaba atendiendo el
mostrador, gustaba de contar, a las parroquianas más asiduas, viejas
historias o relatos inconexos. Hablaba con añoranza de sus jornadas de
mozuela, iniciadas en el alba y con los ojos todavía pegados por el sueño,
saliendo a la ventisca de nieve desde el calor del cobertor de lana de
cabra que cubría el lecho común; contaba del olor alentador de las
primeras ramas todavía verdes, quemándose en el hogar sobre el que
humeaba la sopa del medio día (magra sopa de verdes, casi siempre con un
solo pequeño trozo de tocino tan menguado para tantas bocas). Recordaba
la niñez y los primeros años adolescentes: el alegre revoltijo de las
coladas de las primaveras y el áspero olor de la lejía hirviendo, el
chirriar de las ricas filloas de los carnavales nadando en el caldero con
aceite, el sonido de una gaita en las fiestas del Santo; el olor
inolvidable del dormitorio cerrado en donde se espesaba tanto el aire que,
al llegar abril, parecía que iba a poder cortarse con un cuchillo; las
veladas de diciembre, con familias reunidas junto al fuego, castañas
asadas (nunca hubo castañas tan sabrosas como aquellas!); campanitas de
nochebuena; bailes en memorables fechas; tiempos de faena, embutiendo
morcillas con algaraza general; jabones finos comprados por alguien que
una vez fuera a Otero del Rey; jabones perfumados que dejaron su esencia
en las ropas hiladas para las bodas futuras.. . Ay, Dios! Cuántas cosas!
No se terminaba nunca de contarlas! Seguramente, muchas mas cosas podía
haber contado el marido, ese don Juan sesentón que había andado muchas
tierras distintas y distantes: incluso, José podía haber contado, de
haber querido, acerca del daimón; empero no quería contar si no eran
cosas vagas, inasibles, en el aire, con titubeos y en broma. Don José era
un hombre práctico, que estaba afirmando un cimiento para una nueva
familia americana e iba cortando, poco a poco, el cordón umbilical que
los unía a la tierra madre. Todo en la casa marchaba como una seda. La única
que se quejaba siempre, repitiendo un estribillo casi ininteligible, era
la abuela gallega, arrinconada debajo del almanaque sin fecha pero con una
linda oleografía, la abuela que por las tardes daba la merienda al niño: —Virxe
santal Meu santiño? San Antonio! Coitada de min... Unha vella sin dineriño..
. No
se había acostumbrado y ya no se acostumbraría más, a los panes de oro,
a la cosecha abundante que estaba levantando su yerno en estas tierras de
manera tan fácil, así, justamente, como si de veras tuviera la ayuda de
los duendes. Esa
vieja no era la del retrato con marco redondo que estaba en el comedor de
la casa al lado de un viejo de boina que había sido alcalde. Aquella
vieja del retrato era la madre de José y el viejo, el padre (Manuel,
Francisca López fueron), que habían vivido su vida en Castroviejo, una
aldehuela de las montañas astúricas, con sus hijos y sus animales.
Vivieron bien por muchos años, porque fueron buenas sus cosechas, porque
tuvieron bien abastecidos sus corrales, porque parían sus animales sin
tropiezo y habían tenido fama las lechigadas que se revolcaban en los
chiqueros, por su número y su calidad, todo lo cual les significó largos
años sin hambre y sin zozobras. Y todo el mundo sabía y lo susurraba,
que todos esos bienes eran producto del daimón. Unos
cuantos eran los hijos de Manuel y de Francisca, y entre ellos, ni mejor
ni peor que los demás, estaba José. Los mayores estaban ya casados y
ausentes, cuando un día cualquiera, tan cualquiera como José mismo, llegó
a la aldea un señor Ingeniero de las minas de Lagreo, que andaba buscando
"cosas" (que cosas serían, nadie pudo decirlo en concreto) y
pernoctó en casa del señor alcalde Manuel López. Antes del sueño
hablaron largo el señor Ingeniero y el señor alcalde; nadie supo qué
cosas hablaron, pero, de tales cosas resultó pues, que días más tarde
la familia mayor indicara a José que se aprontara a partir. No le dieron
rumbo. (En Lagreo había profundas minas de carbón, pero es sabido que
los duendes suelen trocar, si les parece bien, el carbón en oro).
Enseguida José aprontó su corazón para la marcha, con unos diez y seis
años un poco achaparrados pero sanos y puros; y después de las
despedidas, el padre, solemnemente, le entregó la llave del baúl (más
bien una especie de arca ferrada
no muy grande, que hacía dos o tres generaciones que estaba en la
familia, en cuyo interior se guardaban los papeles importantes) y un duro.
Nada más. Dentro del arca había un poco ropa; pero José supo
inmediatamente que otra cosa había allí adentro, aunque nadie habló,
por supuesto, de esa otra cosa, aunque tampoco se viera ni se oyera. El
arca le fue entregada en préstamo: "hasta que las cosas te rueden
bien"... Era la suerte, la prosperidad de la casa lo que se le
entregaba en ese préstamo, a él, que no era el primogénito. Porque José
estaba enterado por él mismo, que dentro del arca iba el duende de la
casa López. Así, detrás del señor Ingeniero, con su baúl a cuestas, bajó aquel José sus montañas un día de agosto, cuando el calor pesaba tanto para todos menos para el mozo que iba volando hacia su primer aventura. José estuvo por aquí y por allá; conoció cosas deslumbrantes: llanos y ferrocarriles; luces de Oviedo; despachos llenos de gente apresurada; pueblos mineros; estaciones con despedidas... ¡Tantas cosas! Pasaba
por todas esas cosas sin entenderlas.. Tuvo veinte años y más de veinte
años y un día se casó con una moza de las montañas también (pero era
de las montañas de León), que servía en una casa rica de Lugo. Y otro día,
la pareja se fue al puerto y se embarcó en un gran vapor para cruzar el
inmenso mar. El arca de José llevaba en ese viaje, ropas de lienzo
tejidas por la moza, raudas gruesas de hilo de cáñamo, papeles
importantes, algunos centenares de pesetas habidas con mucho trabajo y
sudores y un retrato que le enviaran desde la montaña natal: el de los
viejos López, que posaron un día, tiesos y sobresaltados, delante de un
trashumante vendedor de fantasías; y más adentro, en un rincón
desconocido, también iba el daimón. Mientras iban cruzando el mar, el
cielo se fue rayando con un prodigio que lo fue cruzando de parte a parte.
Los inmigrantes hacinados, absortos, contemplaban el prodigio. Un
castellano viejo dijo que era la espada del arcángel Gabriel. Otro hombre
de quién sabe que país, dijo que era el cielo que se estaba abriendo en
grietas. Las mujeres lloraban y rezaban. Mientras tanto, muchas otras
mujeres en el mundo abortaban y muchos timoratos preferían arrojarse a
los mares desde las más altas rocas antes que exponerse a lo desconocido.
El Gran Cometa fulguraba y casi podía creerse que, de haber callado el
rumor del mar y el del barco todo, hubiérasele escuchado crepitar allá
en lo alto. Era un mal presagio. La
mujer de José (Angela), dio a luz en cuanto llegaron a tierra, una niña
demasiado flaca. Habían ido a casa de unos parientes de Angela, panaderos
también como luego llegó a serlo José. Montevideo era una ciudad
tranquila; tenia calles arboladas, plazas de aldea, tranvías arrastrados
por caballos y gente ya sosegada después de las convulsiones
revolucionarias. Angela y José, que vivían entonces por las cercanías
del Miguelete, sufrieron por dos veces el sobresalto de sus aguas lamiéndole
las paredes de las habitaciones; se acostumbraron al rugido del pampero de
los inviernos; fueron, durante los veranea, algunas veces hasta la
distante playa de Ramírez, a sentarse en la arena debajo de la terraza:
todo era simple y loa sobresaltos pasaban pronto. Tenían
dos niñas ya, cuando llegó el año 14, con la Gran Guerra que había
anunciado años atrás el cometa de Halley. Y en seguida comenzó otra
vida, como si en aquella inmensa hoguera encendida en Europa se hubiera
quemado el siglo diez y nueve. Cosa singular! Toda la gente comenzó a
caminar con ritmo diferente, como al compás de un redoble de tambores
invisibles. Hubo escasez y alarmas. José comenzó a aprender qué eran
acciones. José abrió una panadería por la Aguada, una panadería
solamente suya, que estaba en un local estrecho y húmedo, pero que le
pertenecía. José compró a plazos a Piria, unos terrenos que se vendían
por las costas distantes y que le valieron casi nada. La casa de José
marchaba también corno al compás de un redoble. Por el cielo pasó un
aeroplano, dos, tres aeroplanos. Angela fue muchas veces al cine, con
alguna vecina y las niñas. Después, cuando ya no lo esperaba, llegó por
fin el varón que deseaba, el hijo que debía ser el heredero obligado del
daimón. Ya no había más guerra; José estaba cambiando apresuradamente
sus carbones de las minas, en oro. Todo su bienestar, la prosperidad de la
casa, todo era debido al duende. Jamás hizo José alusión a tal cosa en
serio, porque tales cosas no pueden contarse entre gente civilizada sin que la
gente civilizada se resienta por ello, se escandalice, se mofe de ello.
No; José (Don José, en fin) no hablaba en serio de esas cosas; empero,
en ocasiones muy pero muy especiales, alguna vez, riendo como sí
bromeara, se refirió al personaje que, según fama, pertenecía a la casa
López y vivía en el fondo del arca. Y, naturalmente, por si acaso, el
arca estaba allí, en el comedor, en su rincón. Todo en broma, riendo. De
España hicieron venir a la abuela, madre de Angela, pues que los otros
viejos, Manuel, Francisca, habían muerto ya; y con la abuela, la cosa
pareció más entera, la familia completa. Solo que esta abuela gallega
era un mujer gemebunda, que parecía rodar constantemente en su torno,
encerrada en un laberinto sin salida, en el cual se perdía golpeando débilmente
las paredes; —Virxe
santa! Ay! Coitada de min... Era un lamento muy
triste! Angela se exasperaba y los niños se reían. ¿Qué razón
tenía la abuela para gemir así, continuamente? ¿No se henchía la casa
como las trojas en las buenas cosechas, ¿No rodaba todo tan bien como por
carriles enaceitados? ¿No era, acaso, la vida tranquila y el porvenir
seguro? (y, para sí mismo sin duda decía José: "¿No está el daimón
para protegernos?"). Las dos hijas mayores tuvieron un piano en el
cual aporrearon sin mayor provecho aunque con gran contento del padre, los
estudios de Czerny o de Dussck hasta llegar a los tangos y a los
foxtrots. Después se casaron como es debido y se fueron de la casa.
Quedaba el hijo, Manuel Francisco, el heredero. Pero el hijo ¡vaya broma!
el hijo, vea usted qué cosa, el hijo no prosperaba. Era, sí, espigado;
era, sí, despierto, vaya si lo era. Sin embargo, continuaba flacucho y
desganado y displicente; y de pronto violento y enfebrecido. Flaco, en una casa de gente cada vez más gorda (salvo la viejecita gemebunda); turbulento, discutidor, en una casa de gente conforme y pacífica; desganado, en una casa de mesas con manjares ricos; detenido en contemplaciones vagas, en una casa donde nunca era noche, donde el trabajo era continuo y donde era necesario velar siempre como si fuera una torre desde la cual se avistaran todos loa caminos que podían conducir sorpresas enemigas! El padre no entendía al muchacho y tampoco se atrevía a tratar de entenderlo, a sondearlo. Parecía un pozo demasiado profundo y cuando se asomaba a su orilla y llamaba, en contestación le llegaban sus propias voces ahuecadas como un eco: —Paco!
Eh, Paco! Estás dormido? —Paacooo!
Eeeeh! Paacooo! — le respondía el pozo que era su hijo, lo mismo que si
se burlara. Y quizás se burlaba, nomás. No
había manera de entenderlo y mucho menos se entendía cuando se enojaba y
decía palabras desconocidas, palabras de universidades, de libros
inquietantes. Alguna vez, escuchando al hijo, don José lanzaba sin querer
una miradita asustada y desconfiada hacia el arcón. Don José comenzaba a
no dormir; se le ahondó una arruga en el entrecejo. Cuando quiso
comunicarle sus vagos temores a su mujer, ésta se echó a reír; —A
ver, hombre —había contestado—. Si te supones que el chico va a estar
toda la vida debajo de tu sombra! Y
don José quería conformarse diciéndose que era "cosa de la edad,
visiones de muchacho, fantasías..." y que todo iba a pasar, como habían
pasado las cosas malas (tan pocas que le habían ocurrido; porque la casa
de López era sólida; porque la caja fuerte tenía cerraduras a toda
prueba; porque la vida era sencilla y pacífica; porque, además, quizás,
quién sabe... pudiera ser... es posible... qué el duende velara. .. Y
por qué no? Había
traspuesto ya el muchacho los veinte años y no quería seguir estudiando.
Entraba y salía de la casa pero como ajeno a ella, encerrado en sus
pensamientos secretos, alerta para discutir sin embargo y para pelear si
llegaba el caso. Era, en verdad, una persona extraña a todo el mundo de
la casa de López! Una persona extraña! Pensando bien, hasta causaba un
poco de miedo verlo. Pero, no, no, no; "cosas de muchacho! Visiones!
Ya le pasará; tendrá que pasarle, claro y será un López como lo que
tiene que ser. Porque es igual a mí y yo, Angela, bien, sabes que también
tuve mis cosas... No hay que alarmarse, bueno! Es el hijo, es "mí"
hijo, Angela, es el heredero de ... En fin; no hay más que hablar! Debe
estar enamorado!" —Quizá
estuviera enamorado, sí. Pero, no. Habían vuelto a encenderse las
guerras, otras guerras por otros lados, hogueras que se juntaban en una
sola hoguera. En realidad, después del tiro con que Príncip pareció
iniciar la trágica carrera de un mundo nuevo, aquella primera guerra
pareció haber continuado sin cesar, con brotes por uno y otro lugar. En
la casa se hablaba muy poco de esas cosas y cuando se tocaba el tema, las
mujeres (la madre, las hijas si estaban), decían fastidiadas: "Oh!
Basta! Estamos hartas de oír esas cosas! Nosotros no tenemos nada que
ver!" De todas maneras, aunque se vivía con cierta angustia como
suspendida en el aire o como retenida en el aliento de la gente, la casa López
no perdía nada. Ah! No, señor: nada. Don José gastó una barbaridad en
arreglos, le hizo poner fachada nueva, escaparates, mostradores de mármol,
cristales. Los viejos caballos de la jardinera se vendieron y se
compraron, en su lugar, dos pequeños autocamiones. La casa entera
brillaba! El
problema de Paco no parecía importante. Estaba asomando ya el invierno, cuando una tardecita arribó a la
panadería un hombre y preguntó por Paco. Le hicieron pasar. Era un español
que parecía, igual que Paco, enfebrecido y arrebatado. Cenó en la
casa y después de cenar se fue con el muchacho. Luego, otras veces volvió.
Se acostumbró así a detenerse en la casa y a conversar con Paco por
largas, larguísimas horas, acodados los dos a la mesa del comedor, de
donde la madre retiraba despacito el mantel y recogía la vajilla para
poder escuchar. En verdad, no le gustaba escuchar. Los dos hombres decían
cosas que la disgustaban, como si hablaran de enfermedades o de asuntos
prohibidos por la decencia. La mujer iba a quejarse al marido: —Has visto lo qué
están diciendo ésos? No me gusta ese hombre! —Pero, mujer! Vas a
ver fantasmas, ahora? No hay que preocuparse por tonterías; Bah! Bah!
Bah!
Pero, él también, don
José, iba y se ponía a escuchar; y él también fruncía la boca y el
entrecejo y remecía la cabeza; —No me gusta nada...
No me gusta nada. Un día de éstos voy y le digo cuatro frescas... En
esta casa no quiero que se cometan ciertas cosas... Estaba pasando el
invierno y el intruso no iba tan a menudo. Así, pues, también ese asunto
que prometía ser desagradable, había pasado, y todo volvería a su ritmo
de siempre. Don José andaba por la casa dormida, escuchando el ruido de
la amasadora en los fondos; un ruido pacífico y honrado. La amasadora,
amasando el pan, parecía decir:
] —Todo va bien... todo
va bien... todo va bien...
Una vez, había dicho
José (en broma, claro está), que el daimón correteaba por la casa por
las noches o por las madrugadas; y que se iba a la cuadra a hostigar a los
caballos de la jardinera y los caballos espantados daban coces contra las
paredes; o se metía en las cuevas de las ratas (cuando la casa estaba sin
remozar tenía cuevas de ratas) y las hacía correr chillando por el cielo
raso o por los pisos de tablas carcomidas; o montaba guardia frente a la
cerradura de la caja fuerte. Y, sobre todo; trasmutaba el carbón en oro.
Sus palabras, naturalmente, no eran éstas, pero la esencia sí. Y como
los que escuchaban se rieran, había agregado, medio en serio, medio
siguiendo la broma; "Y, bueno: quién puede decir si no es cierto?
Sabemos, nosotros, acaso?... Puede asegurar usted que no haya cosas...
algunas cosas?... Eh? "Su frente de raíz hamletiana obtuvo en
respuesta encogimientos de hombros, miradas confusas y sonrisas que
quisieron aparecer escépticas y no fueron más que hipócritas, puesto
que disimularon remolinos y dudas. —En fin, yo, yo mismo
he visto al duende — exclamó luego; y nadie pudo asegurar si deseaba
continuar bromeando. —¡No diga, don José!
Y no le hizo cosquillas? —Ríase, no más. Yo,
por mi parte, bien que me felicito de tenerlo. Eh, mujer? No es cierto,
mujer? Después se lo pasaré al hijo, porque es el hijo varón mayor el
que hereda el personaje. Ya verán.
Todo eso, más o menos,
lo dijo una vez y Angela le preguntó después por qué había contado
esas locuras. Ella, por su parte, nunca había visto duende ninguno y por
tanto no tenía por qué suponer que tales cosas pudieran acontecer en un
mundo que rodaba tan fácilmente y que, sin embargo, necesitaba que sus
habitantes estuvieran siempre alertas; porque en ese mundo, fácil y todo,
había mucho trabajo que hacer; y había personas que vigilar; y un
negocio que atender; e hijos que daban quebraderos de cabeza. Montañas de
cosas! El marido no supo qué contestarle, más que monosílabos: —Y...
bah!... Yo... Psh! Lo
cual no significaba nada. Pasando los años, don José parecía ir
creyendo más y más en el duende. Más y mas cada vez. No lo decía, pero
alguien más avisado que Angela podía suponerlo, viendo, por ejemplo, cómo
se quedaba sentado en el comedor, sin hacer nada, con los ojos en el vacío;
o como aprendió a tocar la armónica, él sólito y se encerraba para
sacar antiguos aires de bailes aldeanos, que lograba al fin después de
infinitos tanteos y barrabasadas musicales. Encerrado y tocando la armónica!
Angela iba y le decía, con voz rotunda y sus expresiones de persona
sensata: —Pero,
hombre! Te has vuelto lelo? Anda, anda! Si te vieras! Tocaba,
encerrado, solamente en las tardes de los domingos o de los días de
fiesta; debía ser por eso que adelantaba poco y los aires no sonaban
nunca como debían ser y se enredaban unos en otros. Se disculpaba
haciendo como que se reía de sí mismo: —Eh!
Son cosas de viejo! De
haber tenido valor frente al hijo, de haber supuesto que el hijo lo iba a
entender, le hubiera prestado la armónica para ver si el hijo sacaba los
aires con mayor precisión, con más ritmo, con mas verdad. Y no, no, señor;
no le decía nada, porque el hijo hablaba palabras que él no entendía.
Delante del hijo don José parecía severo y como enfurruñado. Y más aún
después de las visitas de aquel amigo extraño del invierno, que andaba
vestido con una blusa de cuero muy vieja y muy dura y pantalones
embarrados y conversaba con tanto apasionamiento de cosas tremendas. Al
fin se había ido, quién sabe a donde. Que no volviera. Ya iba corriendo
la primavera, con vientos helados pero que parecían galopar como potros
por una llanura, sueltos, jóvenes, llenos de vigor. Se hacían proyectos
para el verano y doña Angela rechazaba la idea de una temporada de playa
lejana. No, no. Ella no estaba para trotes de esa especie. Barajaban
posibilidades, contentos, tranquilos, cuando hete aquí que llega el hijo,
Paco, y llama al padre y le dice; "Tengo que hablarte". Y
enseguida los dos hombres se encerraron en el despacho del padre, en donde
estaba el escritorio con papeles y la caja fuerte. Y el hijo habló
inmediatamente, como persona que no tiene tiempo para perder y que tiene
la seguridad de que no habrá obstáculos que vencer, dijo sencillamente:
"Me voy". —Qué
te vas! Y adonde? —Oh!
No es necesario que te lo repita! Ya te lo he dicho antes. Estamos muy
apurados, porque debemos salir dentro de quince días. —Dentro
de quince días! —No
quisiera que mamá se enterase por ahora, no? Me haría escenas, lloraría...
Estas cosas las tenemos que arreglar entre nosotros, los hombres. Yo estoy
contento. —Pero,
hijo! —"No
me dirás nada, no? Ya estamos de acuerdo. —Pero,
hijo! Cómo es posible?. . . Y tu madre? Y nosotros? Y la casa? Y si te
hieren?... Si te.. . matan? —Mala
suerte! Qué le íbamos a hacer! No? Y bueno; ya estamos de acuerdo, no?
Para qué hablar más? Entonces,
el viejo don José, haciendo con la mano una seña en el aire, como si
quisiera hacer detener un tren invisible que iba a pasar, con calma, con
parsimonia acaso, sereno aunque le temblaba la voz, se puso a contarle al
hijo su historia. El hijo no la conocía, porque nunca había tenido José
tiempo suficiente como para contársela o humor para ello o confianza en
ser comprendido. Así le habló de sus años infantiles, cuando en la
madrugada le enviaban a cuidar los animales en la montaña: de sus fríos;
de sus miedos; de su soledad; de sus menguadas meriendas de tocino y pan
de borona. . . Cinco años, seis años y cuidando ovejas! Le contó como
una vez había encontrado tendido un buey que se estaba muriendo; cómo lo
hizo andar hasta el cobertizo de tablas que tenían junto a la casa; cómo
robaba el forraje de los otros animales para llevarlo al animal moribundo
v cómo el buey fue cobrando fuerzas y pudo, al fin, ser uncido de nuevo
al arado... Cosas y cosas fueron saliendo en su relato, que seguía un
camino, retrocedía, se perdía en vericuetos, saltaba sobre los abismos,
se quedaba detenido en un punto... Parecía
que no iba a acabar jamás de contar! Hasta que llegó, sin saber como a
contarle su encuentro con el duende. "—Un duende" — exclamó
el hijo, asombrado pero sin reír. —Un duende, sí, hijo. Aunque no lo
creas, —Pero,
vamos a ver papá. Yo quisiera que me contaras, no? En
el mismo instante de comenzar a relatar el espinoso caso, don José hesitó,
posiblemente avergonzado de su credulidad o temiendo demostrar con
demasiada evidencia unos propósitos más ocultos. Mas de pronto,
decidido, se puso a contar. Contó, pues, cómo una tarde en que lo habían
dejado en la casa, solo, porque tenía un poco de fiebre, quizá (en la
casa no había termómetro; qué iba a haber! estando junto al fuego, salió
el duende por una esquina del arcón (ese mismito que está con nosotros
en el comedor, hijo). El duende lo miró y se sonrió y le hizo una seña
con la mano que el niño que era entonces José interpretó como gesto de
paz, de protección, de cariño. Después correteó de aquí para allá.
En una de esas se escuchó el gruñido de un animal... (vamos! Es posible
que fuera el fuego que crepitaba...) allí, allí nomás, cerca del fuego:
y el duendecito fue y tomó un cucharón de palo que estaba colgado sobre
la olla en el hogar y salió blandiendo el cucharón rumbo al lugar donde
se había escuchado el singular gruñido; y en seguida comenzó a dar
cucharonzazos en el rincón. Daba y daba y daba! Los gruñidos se hicieron
más fuertes, tan fuertes fueron que las gallinas en el corral y los patos
y los cerdos en el chiquero, se alborotaron. El cucharón daba contra el
gruñido, hasta que este se fue haciendo otra cosa, gemido o sollozo agónico.
Eso es; como "algo" que se moría. Y cuando ya no se oyó más
nada, el duende fue, puso el cucharón en su lugar y volvió a meterse
dentro del arca. Y antes, volvió a sonreír al niño. Que si el niño había
sentido miedo? Pues, creo que no. Estaba asombrado, alelado, sin osar
moverse, aunque no de miedo sino por respeto al duende; porque el niño;
José, claro, supo en ese instante que el duende le era propicio, que había
luchado con el trasgus o con el mal espíritu, vamos y había salido
victorioso. A nadie contó nunca nada; esas cosas no se dicen! Y cuando
los padres le regalaron (en verdad: se lo habían dado en préstamo) el
arcón, ya entendió José que el duende iba a ser suyo. Entiendes, Paco?
Sí, Paco parecía entender. No se reía, sino que estaba pensando.
"Papá: y como era ese famoso personaje?" —El
duende? Pues... chiquito, vestido con una especie de levita... —Barbudo,
no? —Creo
que no, hijo. Pero no tiene importancia. Lo que quiero decirte... —Con
gorro y con botines blancos, no? —Creo
que sí. Y en la levita grandes botones. Pero no tiene importancia.... —Una
carita de viejo, de viejo alegre.. . No? —Si,
sí, sí. Es que tú lo has visto también, Paco? —No
sé, padre... Ay!
El padre sintió de pronto una inmensa alegría y una gran desconfianza a
la par. Se estaba engañando él? Lo engañaba el hijo o era, pues, cierto
que el daimón estaba allí? Pues, sí, debía estar! "Ay, hijo! Ojalá
lo hayas visto! Ojalá lo vieras! Entonces, ya ves: toda la casa es del
duende, dicho esto aquí, entre nosotros; toda la casa es del daimón y tú
tienes que quedarte con el. Entendido? Es el presente y es el futuro de
nuestra familia lo que quiero entregarte en este momento. He pasado horas
muy negras, a pesar de todo. He trabajado sin descanso, honradamente, para
dejarte todo a tí, mi hijo; lo entiendes?" El
hijo decía que si, pensando, pensando.. . Don José iba tomando mayor
impulso, se hacía tierno y se abandonaba a la confidencia. En ese momento
solemne quería entregar al hijo la responsabilidad de un duende. El corazón
le batía en el anhelo por explicarse, en la emoción del momento; se
volcaba hacia afuera, encontrándose sorpresivamente en sus rincones más
ocultos, muchas cosas que él mismo ignoraba que estuvieran allí, tan
guardadas: eran cosas dulces y floridas: yemas recién abiertas; panales;
gusto de besos antiguos; cantares remotos... Una ladera de montaña con
hielo que se derretía y con sol caliente... Tantas cosas, además,
inexpresables! Balbucía en su charla inconexa, tenía la voz mojada. Ah!
El hijo estaba allí, el hijito hombre recién encontrado, el compañero a
quien se entrega, tan gravemente, el fardo para seguir andando. El fardo
era, esta vez, un duende, pero el hijo lo aceptaba, comprendía... —Hola!
Son las tres de la mañana? De veras? —Como
ha pasado el tiempo! Yo no tengo ni pizca de sueño. Al contrario. —Bueno,
papá. Me alegro, no? Pero tenemos que ir a dormir. —Entonces,
hijo?... —Sí,
sí, sí, papá. Ya hablaremos más tarde. Mañana. Mañana
no hablaron ya, ni pasado, ni después, ni nunca más, hablaron del
asunto. El hijo andaba atareado, de aquí para allá, entraba, salía con
mucha prisa, con papeles y documentos. La madre, finalmente,
tuvo que ser enterada de que el hijo se iba a la guerra. No a la guerra de veras, sino a
las emboscadas, a los subterráneos. No quería escuchar; gritaba; se desmayaba,
decía cosas feas y maldecía a aquel huésped del invierno que llevaba una blusa de
cuero duro y seco. El padre, aún en la inminencia de la partida, se mostraba esperanzado y
como ansioso.
I Los
quince días pasaron así, plenos de movimiento, de fiebre. También
llegaron las hermanas, también las hermanas gritaron, también las
hermanas imprecaron, las hermanas que vivían como se debe vivir, con sus
hijuelos bien guardados, los oídos cerrados, el honor entronizado en sus
respectivas casas. El
día antes de la partida volvieron a encerrarse padre e hijo en el
despacho, aunque ya no había tiempo (qué iba a haber!) de contarse mas
nada ni de hablar del duende. Sin embargo, el duende fue traspasado
solemnemente, sin palabras innecesarias, de padre a hijo. Para qué,
palabras? Tampoco el hijo consintió en llevar el arca, porque era incómoda,
un chisme anticuado y ridículo casi; de manera que quedó en la casa,
pero también otra vez como en préstamo. José debía quedarse de nuevo
con él duende prestado. Eso es. Nada de palabras; esas cosas se
sobrentienden, se anudan en los aires o entre las raíces alargadas en
tiempos hacia atrás. El padre, incluso, demostró que estaba contento,
orgulloso del hijo que partía para una misión sagrada. Tampoco dijo nada
de eso, porque, aunque él tocaba la armónica y había visto un duende no
podía permitirse saltos en el aire, juegos de juglar completamente
inadecuados para un señor don José barrigón, calvo, serio, que tenía
las riendas de un negocio próspero, hijas casadas, mujer que había
sabido ahorrar trabajando sin descanso durante años.. No. Cómo se iban a
hablar de esas cosas! Qué vergüenza! Además, ya no había más tiempo
que de decir adiós: un abrazo muy fuerte, muy fuerte, entre padre e hijo,
pero encerrados allí, en el despacho. Que nadie viera nada. Un abrazo
muy, muy apretado; algunos balbuceos que sólo tenían significación por
el aura que los rodeaba, algunos sollozos detenidos en la garganta. Ah! El
padre estaba viejo! Después salieron los dos hombres a la atmósfera de
las mujeres, salieron con calma, serenos, como si se hubieran dicho todo
lo que tenían que decirse, prestado juramento con la mano sobre el pecho. Al
otro día Paco se fué a la Aduana y quiso que solamente lo acompañara el
padre. Ya se iba, ya se iba, finalmente. El padre, de pronto, con una de
esas decisiones que llevan el santo a la hoguera o el héroe al muro de
fusilamiento, llevó la mano al bolsillo y sacó un objetito brillante que
metió en el bolsillo del hijo. "Para que te acuerdes, hijo. A lo
mejor, a ti te sale una música como debe ser..." —Pero,
viejo: te vas a quedar sin la musiquita... —¡Bah!
No hables más. . . Eso es; para que
hablar? La armónica con todas sus posibilidades de sueño, de recordación
(posibilidades casi mágicas, si vamos a pensarlo bien) pasó de una mano
a la otra. Ya estaba. El barco despegó del muelle y se fue. Qué
cosa más sencilla! Se iba iluminado como para una fiesta! Así
fue, como don José quedó de nuevo en posesión (en préstamo) del daimón.
Su casa esperaba: se hizo cada vez más redonda, más gorda si es que
podemos expresarnos así. Nadie podía pensar, ni remotamente, que pudiera
reventar como un globo de niño. En realidad no reventó, sino que fue
cambiando de aspecto. Todo
eso fue sucediendo luego que don José murió casi de repente, con un
papel en la mano, un papel con muchos sellos. Las mujeres jóvenes
hicieron vender la casa. Muchas otras cosas se vendieron también, entre
ellas el arca del comedor, que ya no servía para nada, que se estaba
apolillando. El arca fue a parar a una casa de cgmpraventa de la calle Misiones y allí se estuvo mucho
tiempo sin que nadie se interesara por ella, a pesar de sus esquinas
herradas, de su tapa cubierta de dibujitos de
colores adornada de clavitos de bronce. Quizá alguna vez la
quemaron por inservible. Por
otra parte, nadie sabía su secreto, nadie. El que hubiera podido
repetirlo, se había quedado tendido en una sierra del sur de España (¿cuál
sería?) acribillado de balas por la Guardia Civil. A lo mejor, su cuerpo
fue comido por los lobos. Era una lástima que se hubiera perdido un
muchacho así, un muchacho lleno de esperanzas y que estaba aprendiendo a
tocar en una armónica, los tangos de la orilla del Plata. En
unos apartamentos, en una casa de Montevideo, lloraron a ese muchacho por
mucho tiempo. Mientras esa gente lloraba, una viejecita muy viejecita, que
no entendía ya más nada, repetía en su rinconcito de sombra: -Coitada de min...! Ay! Coitada de min... Meu santiño ... Una vella sin dineriño ... Come, rapaz, come rapaz ... |
Cuento de Selva Márquez
Ver, además:
Selva Márquez en Letras-Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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