Carta para Sinda cuento de Selva Márquez |
Reconstruyo
con toda facilidad aquella esquina, tal como estaba hace diez años. Veo,
huelo, siento la vieja casa de apartamentos, con su largo zaguán de losas
húmedas, alcantarillas derruidas, muchachos jugando, pucheros hirviendo,
receptores de radio entreverando músicas y palabras... Sucedió
que hubo un pequeño incendio en las habitaciones del frente, donde habían
instalado un puesto de verduras. Después de eso, una tarde agria de
octubre, llegó un muchacho portador de un rimero de sobres y golpeó en
el apartamento numero dos: —Señora:
De parte del Banco. Apartamento
número ocho. — Estaba en el fondo del largo corredor y cuando quedaba
la puerta abierta, podía verse un patio estrecho en el cual parecían
sonreír los verdes distintos de algunas plantas en macetas. Clavado en el
tablero de la puerta, un letrero bien confeccionado por una casa del ramo;
sobre un fondo de porcelana blanca, unas letras azules; Sinda Silvera. -
Bordadora. Mi
hermana, que estaba preparando su casamiento, había encomendado a Sinda
Silvera los trabajos más delicados de su ajuar. Aquella tarde agria de
octubre, llegué yo detrás del muchacho portador de sobres y golpee
debajo del letrero de porcelana blanca. Como
Sinda Silvera no estaba, la mamá (qué señora adusta!) me hizo pasar al
recibidor, que, como las otras dos habitaciones de la casa se abría al
patio y me dejó encerrada en él. Como es cosa corriente y natural, el
recibidor era en realidad el comedor que no se utiliza nunca; muebles de
imitación roble, con molduras, deslavazados y con rasguños; pantalla con
flecos en la lámpara central; almohadones de cuero repujado, de paño
lenci, de raso, henchidos sobre las sillas en hilera contra las paredes.
Los postigos de la puerta, abiertos para que entrara luz; y la luz entraba
desmayada abriéndose un paso furtivo entre las hojas de una begonia y los
pliegues duros de las cortinas sobre los vidrios. Allí
estuve un largo rato, perdida en las oleografías que ofrecían sobre las
paredes un anecdotario ingenuo de almanaques: el barco luchando con la
tempestad; el pericón bailado junto al rancho; los novios del final feliz
camino hacia las campanas de una iglesia. Escuché
loa golpes que daba en la puerta y la voz inmediata del muchacho portador
de sobres. Catalogué
las chucherías de sobre el aparador; me perdí entre las manchas del
cielo-raso. Camine luego hasta la mesita en el rincón, en donde
desplegaba sus alas el águila, imitación bronce, de un tintero, dentro
del cual se metía la punta de un lapicero que figuraba una pluma de ganso
y junto al cual estaba el álbum. Un álbum muy bonito, con tapas que
talmente parecían de cuero y que se cerraba con un candadito; pero, el
candadito estaba abierto. Esperé encontrar dentro del álbum viejas
postales pegadas o recortes de versos; y, en efecto, versos había,
minuciosamente recuadrados con líneas de tinta azul y violeta; versos
recortados de revistas. Llegué, hojeando, hasta encontrar lo que pudo
llamar la médula del álbum y que no me sorprendió que estuviera allí
donde la busqué. Si: eran también poesías y pensamientos y algo así
como aforismos, pero no recortados sino manuscritos. Y debajo de cada uno
de ellos (versos, aforismos, pensamientos) había un nombre. La letra era
la misma en todos, la letra de Sinda, pareja, redonda, cuidada, con mayúsculas
como para servir de modelo para bordados de sábanas y manteles, así
estaban de trabajadas. Versos, pensamientos, formaban una línea sin
solución de continuidad, pese a la diferencia de expresiones. Eran un
largo chorro tibio que caía sin ruido. Como el tiempo me estaba sobrando
en aquel instante, me dispuse a copiar algunas de esas cosas. Nada se
definía con claridad, aunque en algunos momentos podían percibirse voces
netas como palabras dentro de grandes vientos. Eran
cosas así: "Las
florecillas azules en el lago plácido de las esperanzas que cuando llegan
las terribles tempestades nos arrastran hacia los horribles precipicios y
los negros cuervos sedientos hasta que llega el esplendente sol en la
calma de los bellos atardeceres y la luna asoma por detrás de las montañas
entonces las llagas de nuestro corazón se cierran". "Venid,
oh tú divina imagen con vuestros ojos bellos y verás la pureza que
encierra mi puro corazón lleno de dulzura, entonces los sonidos de las
campanas calmarán la terrible angustia de los corazones llagados y nadie
debe herir con la lanza afilada el alma impoluta de los seres que se
elevan por los cielos". "El
Dios Buddha con su terrible poder alcanzará con su maleficio al infame
corazón que ha podido herir a la dulce paloma perdida en el ancho cielo
de las esperanzas sin límites". Y
así... así... así... El hilo seguía igual, con una frondosa
adjetivación separando como con nudos los sustantivos repetidos
incesantemente: corazón, lanzas, ojos, lunas, soles, cuervos,
florecillas, pajarillos... Pero,
cada frase, cada tirada, pensamiento, pseudo poesía, cada cosa escrita
llevaba firmas distintas, muchas de las cuales se repetían de vez en
cuando. Las firmas eran (aquí las tengo en mi libreta): Arminda; Serinda
Lowell; Amaranto negro; Betty Norwand; Loto azul.... Sentí
de pronto la voz de Sinda Silvera que preguntaba: —¿No
ha venido nadie? Y
la voz áspera de la madre indicando: —Si;
una te espera allí. Cerré
el álbum y me puse a contemplar las oleografías. —Ah!
Vengo derrengada! La
vi, en cambio, lucir como un cobre recién lustrado. Ojos, chatos pómulos,
mandíbula ligeramente prognata, largos dientes muy separados, todo estaba
luciendo delante de mí, esplendía con la fuerza de una lumbre encendida
adentro. —Parece
que llega muy contenta, sin embargo. —Cansada... Hablaba
siempre con vez enfática, eligiendo cuidadosamente las palabras, tan
cuidadosamente como si fueran guijarros de la playa pulidos por el agua
del mar; y aún daba la impresión de soplarles; antes de utilizarlas,
algo de la arena que podía quedarles adherida. Por eso su conversación
se hacía lenta, vacilante; llegaba hasta uno luego de un sopeso y de un cálculo
de valores que le quitaba toda espontaneidad. Uno se acostumbraba a ello y
esperaba pacientemente. Además, no tenía importancia. —Mucho
trabajo, no, Sinda? Yo también... —Si...,
no digo que no... Trabajo hay de sobra... Diga que yo me esmero muchísimo
en mi tarea, para que salga impecable y que nadie tenga nada que decir... Quitó
uno de loe almohadones de una silla y se dejó caer con un suspiro
dichoso: —Lo
que pasa —agregó— es que las muchachas.. . unas amigas mías, han
tenido la divina ocurrencia de organizar un paseo... un picnic... —¿Y
Vd...? —Por
supuesto, yo también iré. Hemos estado hasta ahora en discusiones para
programar todo como es debido..,, porque, Vd. Sabe cómo son esas cosas y
hay que prevenir todas las "contingencias" que puedan
sobrevenir... no dejar para el último instante los... los...
preparativos... —¿Cuándo
ha de ser la cosa? —Pasado
mañana, domingo. Saldremos a las ocho de la mañana. Yo, por supuesto,
hubiera deseado salir mucho antes... al amanecer, si fuera posible, para
aprovechar el fresco de la mañana, tan dulce... No? Pero, las chicas.. .
son de temperamento distinto al mío.. . Muy distinto! Yo tengo desde ya
casi todo dispuesto, lo que me corresponde a mí... Comencé a prepararme
desde que se sugirió la idea del paseo. .. hace tres días... —¿Y
qué va a llevar? —Oh!
Muchas cosas, por supuesto. Yo me he comprometido a llevar un
"gatteau"... Sabe? Hago postres muy ricos, aunque me esté mal
el decirlo... Me voy a estrenar una blusa que es un amor! Vea: se la voy a
enseñar. Salió
y regresó enseguida con el primor. Y, en efecto, era un primor de
batista blanca, ligera como una nube, con calados, fil-tiré, bordados
menudos e impecables que cubrían la delantera entre las líneas de
alforcitas de la finura de un cabello. Aquello era como para lanzar una
exclamación de gusto y de asombro. Y lancé una exclamación: —Sinda!
Es divina! —¿Verdad?
Aunque me esté mal el decirlo... Por supuesto, también me voy a estrenar
una pollera... de tafetas azul oscuro, plegada, con un moño al costado.
.. Se la voy a enseñar. Fue
y volvió con la falda de tafetas, minuciosamente envuelta en papel; y con
una caja conteniendo los zapatitos nuevos de gamuza blanca; y con un
estuche donde brillaban entre algodones, una cadenita enroscada, una
medallita con una virgen de esmalte, un anillito con un zafiro blanco. Y
otra caja con los guantes. Todo nuevecito. —Va
a estar hecha un brazo de mar! —No
diga eso. Lo que pasa es que a mí, vea, me gusta ir siempre bien, lo
mejor que puedo. Lo malo es que los zapatos son un poco estrechos... Se calzo
los zapatos nuevos, apretando los labios. Suspiró: Ah! No sé si podré
soportarlos... —Va
a estar muy bien, Sinda. Y las otras chicas, ¿cómo irán? —Oh!
—tuvo un gesto desdeñoso—. Las otras chicas.. . Son de temperamento
muy distinto al mío... Otro carácter... En fin: cada uno es como Dios lo
hizo, ¿no? Ellas han dicho que irán así.. . a la "negligé"...
¿Entiende? Pantalones... zapatillas.. . cualquier cosa, en fin. En
eso la mamá golpeó en el vidrio de la puerta y llamó: —Sinda!
Y
era una voz alarmada. —Sinda:
Han llegado unas cartas... —¿Para
mi? Correspondencia para mi? Abrió
en seguidita la puerta y recibió dos sobres. Un sobre era del Banco, sin
duda alguna el que entregara el chico que había llegado junto conmigo. El
otro era un sobre vulgar, de los que se utilizan para enviar prospectos
comerciales. Reconocí enseguida en el dorso que Sinda no había mirado,
el sello apenas perceptible, de una casa de peinados recientemente
inaugurada en la Avenida. Inexplicablemente
enrojecida, parpadeando, Sinda contempló este ultimo, en cuyo anverso,
escrito a máquina estaba su nombre entero; Gumersinda Silvera. Abrió
primero el otro, el del Banco. Leyó en voz alta las pocas líneas: era
una intimación de desalojo forzoso. Y luego,
cuando yo me disponía a explicarle que también a mi me había llegado
otro sobre igual al que mantenía aún cerrado en su mano, y que conocía
su procedencia, ella se volvió hacia mi, sonriendo con aire de misterio; —Sí,
sí ... Ya sé de quién es esto. Hizo un
ademán, como para guardarse el sobre en el seno. Meció un momento la
cabeza y luego fue a guardarlo en el cajón de la mesa en donde estaba el
álbum. Y también guardó el álbum, cerrándolo previamente con una
llavecita que llevaba colgada del cuello. Ambas cosas, sobre y álbum,
fueron al fondo del cajón. —Así
que con secretitos, no? Sinda? —Bah! —De
Manuel Gil, ¿verdad? Y
Sinda me miró rápidamente, como alarmada. —¿Quién
le dijo...? —Todo
el mundo lo dice. ¿Tiene acaso algo de malo? —Por
supuesto... no... Pero, es que Manuel es un amigo mío... un amigo de mi
casa... Los niños de él están siempre aquí, conmigo... Yo los adoro,
esa es la verdad. Y ellos me adoran a mí, aunque me esté mal el
decirlo... —Y
Manuel irá también al paseo? —Por supuesto! Aunque él no es muy amigo de esas cosas porque como es un hombre así... tan reservado... A Manuel le gustan las cosas hechas con método... Es tan amigo del orden, de la corrección. .. No puede imaginarse! Y tan serio! Demasiado serio, mire. Si le digo que... en fin... me parece que esta blusa tan transparente no le va a parecer bien... —Así
que, si en ese paseo proyectado hubiera demasiada bulla, se irían ustedes
dos solitos a pasear bajo los árboles. —No
diga eso! (Sinda
sonreía). —No
diga semejante cosa, por favor! Además, vea: no iremos bajo los árboles,
sino a la orilla del mar. Porque yo adoro el mar, aunque la playa no me
gusta... La arena que lo ensucia a uno... ¿Sabe? Y
contemplaba sus galas luciendo sobre la mesa, sus galas
nuevecitas de novia. —Le
deseo muy buena suerte, Sinda. De todo corazón le deseo muy buena suerte.
Y que el casamiento sea pronto. —Oh!
No diga eso! Le aseguro que Manuel es simplemente un amigo, nada mas que
un amigo... Lo
extraordinario del caso, en tratándose de una mujer como Gumersinda
Silvera, y de una familia como la suya, es que, realmente Manuel Gil no
era más que un amigo. El mismo lo había asegurado algunas veces, cuando
se vio compelido a hacer esa clase de aclaraciones en virtud de las
bromitas que se le dirigían. La familia de Sinda, una madre pesada y
malcontenta, una hermana mayor casada y viviendo lejos, otro hermano
casado y otro soltero, este último viviendo en el apartamento y ayudando
a su sostenimiento, no eran gente como para soportar situaciones que no
fueran perfectamente claras, sobre todo sí esas situaciones tenían
relación con la hermana soltera. Aunque Sinda hubiera ya traspuesto hacía
rato la treintena y aún quizá por eso mismo, debía mantenerse íntegra
en todo sentido, y no presentar más que un frente sin ninguna sombra; sin
la menor sombra, ni aún fugaz. En
ausencia del hermano casado, que había ejercido la jefatura de la familia
desde la muerte del padre, allí estaba el hermano menor, un
rubicundo cascarrabias sostenedor tácito del honor de la casa, avaro
otorgador de dispensas, siempre a la husma de posibles contravenciones
para prevenirlas o castigarlas. No siendo malo, era un muchacho
naturalmente estúpido, que había alcanzado, poniéndose en punta de pie
y con gran esfuerzo, a tocar la orilla de los más elementales conocimientos
escolares; merced a sus conocimientos politiqueros pudo calzar un
puesto subalterno en el Municipio. De eso se envanecía, se gloriaba.
Disponía una pequeña parte de su mesada para dar a la madre, que se
arreglaba con la pensión del padre y con lo que ganaba Sinda. Ay,
ay, Sinda! Cuántas menudas puntadas, cuánto esmero nocturno junto a la lámpara
para que sus ganancias fueran cosa evidente y pesaran en el presupuesto
familiar! Aunque
era fácil adivinar todas esas cosas, las amigas más íntimas de Sinda
(todo lo intimas que podían llegar a ser para Sinda siempre en guardia,
reticente y eligiendo el vocabulario), lo aseguraban por sus conocimientos
directos de loa asuntos. Y sus amigas habían comentado, en muchas partes,
risueñas, desconfiadas, recelosas, burlonas, la extraordinaria amistad de
Manuel Gil con Sinda Silvera. Casi no podía creerse! Pero, sí. Manuel
Gil había quedado, viudo hacía cinco años; desde soltero estuvo
viviendo en esa misma casa de ahora, junto a la casa de apartamentos de
largo corredor; le quedaron dos hijos pequeñitos que la abuela, madre de
Manuel, estaba criando como podía, en cuya crianza ayudaban los vecinos.
Los dos niñitos, el mayor de los cuales iba a la escuela, pasaban la
mayor parte de los días en una u otra casa del barrio, hasta que se
acostumbraron a ir con mayor asiduidad al apartamento número 8.
Sinda les contaba cuentos, les imponía deberes, alguna vez incluso les
zurció los calcetines o les limpio la roña. Comenzó el padre por ir a
buscarlos. Una y otra vez conversaron Sinda y Manuel acerca da los
chiquillos. Más tarde cambiaron libros y discutieron acerca de los
mismos. Manuel Gil trabajaba entonces en una imprenta y sus inclinaciones
literarias corrían por los mismos carriles que las de Sinda. Gustaban de
los "versos llorones", como criticaban las amigas. Gustaban de
la fraseología amplia y retumbante; de las novelas en donde hubiera
muchas almas que sufrían; de los relatos donde se pintaran ambientes exóticos,
lujos aparatosos, personajes que manejaran un lenguaje de pétalos de
flores y livianas filosofías perfumadas ... Las
visitas de Manuel a casa de Sinda eran breves y a la vista de la madre
alertada. Sin duda, todos esperaban que tal estado de cosas se resolviese
en un noviazgo serio. No de otra manera podía pensarse que iba a
finalizar un camino emprendido con pasos tan fuera de lo común. Incluso,
es posible que la muchacha misma considerara a Manuel ya su novio, aunque
el hombre jamás había hedió insinuaciones a ese respecto. Por lo menos,
así lo aseguraban los protagonistas. De todas maneras, aquella amistad
ligera y sostenida en la punta de loa dedos, tratada con palabras
meticulosamente elegidas, novelaba la existencia de Sinda, le prestaba un
lujo insólito que parecía solamente posible en seres de otros circuios.
Un amigo, un amigo así, no es cosa permitida a las familias de las
Gumersinda Silvera! Ah, no, no, no... Para
impedir esos peligros están los hermanos de las Sinda, los padres,
posiblemente hasta los parientes menos allegados; todos alerta, hasta los
vecinos alerta! El
domingo del pic-nic pasó; un hermoso domingo plácido, sereno, un fruto
de octubre ya madurando. Durante el mismo, pensamos en Sinda Silvera. La
vimos luciendo su tocado nuevo, soportando los zapatos demasiado estrechos
para sus gruesos pies, cuidando los pliegues de la crujiente falda de
taffetas, con el dedo meñique levantado y arqueado sosteniendo los
manjares y brillando en el dedo corazón el anillito con el zafiro
blanco... Aparte, discreta, enfática, resguardada del aire duro de la
playa primaveral y de las arenas que ensucian; y Manuel junto a ella,
Manuel endomingado, sereno; Manuel pulcro, ordenado, severo; y los dos
cambiando las impresiones de siempre respecto de las novelas que se
intercambiaban. Y nos parecía bien; y encontrábamos que así debía ser;
que todo encajaba en su justo lugar. El
lunes mismo nos aseguraron cómo habían pasado las cosas; y como,
realmente, Sinda Silvera resguardó su tocado del aire duro y de las
arenas, como mantuvo intacto el peinado esmerado de siempre, como utilizó
para el almuerzo la vajilla que había llevado (la vajilla que se mantenía
intocada en el aparador de su casa) y las servilletas rígidas por el
almidón y que jamás se lavaban porque sólo se ponían en uso los
momentos en que había alguna visita de cumplido; y bebió en los vasos
que llevó envueltos en papel; y no quiso caminar porque le dolían loe
pies; y, en fin, estuvo contemplando la fiesta desde su sitio debajo de
los tamarises, rotando solamente y muy despacio conforme avanzaba el sol
en el cielo para evitar sus rayos directos. Allí estuvo. Pero estuvo
sola. —¿Estuvo
sola? Y Manuel? —Pues
.. Manuel
fue, en efecto, endomingado; más, a poco de haber llegado a la playa y
obligado a salir a buscar ramitas secas para el asado que iba a cuidar
otro de los muchachos que integraban el grupo, debió quitarse el saco,
que dejó al cuidado de Sinda; pero más tarde se arrancó la corbata y el
cuello duro al que era tan fiel todos los días de fiesta, y ya con el
pescuezo al aire, mangas de camisa arrolladas sobre los codos, encontró
que era muy fácil prescindir de los zapatos y de los calcetines. De
inmediato apareció otro Manuel. Fue con los demás a buscar leña; se
metió en el agua fría con las muchachas que llevaban pantalones cortos;
corrió; jugueteó con las chicas; contó cuentos chistosos y hasta
indecentes; bebió directamente de las botellas, y, ya avanzado el día,
se puso a hablar al oído de una de las muchachas, ni más linda, ni más
vivaz, ni más interesante que cualquiera de las otras. Era una muchacha,
simplemente, de cabello alborotado, que hablaba a gritos, que se rascó
sin disimulo allí donde tenía escozor y decía, para hacer gracia,
alguna que otra palabra mal sonante. Represaron
debajo de una mansa y tibia llovizna que hacía bien; regresaron
apretujados en los ómnibus repletos, ahitos de la fiesta y regurgitando
los excesos bucólicos. Sinda bajó en la esquina donde debía bajar; pero
Manuel siguió junto a la muchacha aquella a la cual estuvo hablando en el
oído, con la cual bailó la musiquita Pensamos
que los trabajos que se le habían encomendado debían estar listos. Fui
yo a buscarlos. —¿Sinda?
¿Está? —Pase
— nos gruño la madre. La
madre parecía agobiada. En lugar de llevarme al recibidor, me hizo
pasar a otra habitación. Era un dormitorio con una cama camera, y viejos
muebles que tenían más de cuarenta años de uso. Y se entraba allí como
a una cripta penumbrosa en donde brillaban vagos reflejos. En la cama
estaba Sinda. —¡Cómo!
¿Y qué es lo que tiene esta muchacha? Nada... —¡Yo
que sé! — gruñó la madre. Y salió a cuidar la fritura que cantaba en
una sartén. —¿Qué
le pasa? —No
sé... Nada... Desfallezco a veces... Se
disculpó porque no tenía los trabajos prontos. Hacía visibles esfuerzos
por mantener su voz clara, por encontrar los vocablos adecuados. Como
siempre. Estaba recostada a un almohadón, repeinada, con el chato y ancho
busto cubierto por una linda bata que olía a benjuí. —¿Mimos,
eh, Sinda? Pero
en cuanto dije eso me arrepentí. No era la madre de Sinda una madre que
hiciera mimos; ni tampoco el hermano lo era, por cierto, —¿Y
Manuel, Sínda? —¿No
sabe? Se va a casar. —¿No
ha venido mas a conversar con usted? —¡Por
supuesto que no! ¡Es que no faltaba más! Y
después de eso, entrecerrando los ojos, apretando la boca, me hizo una
misteriosa seña con loa dedos. —¿El
qué, Sinda? —¿Quiere
cerrar la puerta? Bueno, gracias. Le voy a decir una cosa en secreto, en
absoluto secreto. ¿Para Vd. solita, eh? ¿Me lo promete? Vea; aunque me
esté mal el decirlo, ¡la novia de Manuel me tiene celos! ¡Es una
porquería! —¡No
me diga! ¿Y cómo lo sabe? Titubeó.
Después, sacó de debajo de la almohada un libro y algunos papeles. Buscó
unos sobres ocultos entre las hojas del libro. —Tome.
Lea y se enterará. Cuando los mostré a las chicas, se quedaron pasmadas.
¡No hubieran podido creerlo! ¡Es inaudito! ¡Si le digo que se hicieron
cruces! Se los mostré para que supieran quién es la tal... ¡Y me tiene
unos celos, unos celos! ¡Pobre Manuel, que ha caído en tales manos! Ay,
sí, yo lo adiviné desde el primer instante, aunque no quise decirle nada
entonces a Manuel porque... Pero,
ahora: ¿como permitir que un hombre como Manuel, dígame Vd., pueda ser
dejado en esas manos? ¿Es posible mantenerse en silencio, con las
constancias que yo tengo de su proceder infame? Vd. no sabe. Vd. no
sabe... Cuando Vd. lea... ¡Hay que hacerle saber a Manuel! Hay que
hacerle llegar toda esa correspondencia que me ha llegado. Y aunque no sea
toda, alguna, .. ¿No es cierto? Dígame Vd.: ¿no es cierto? ¿Yo,
qué podía decirle? Me dispuse a enterarme de aquella insólita
correspondencia que había llegado a Sinda, cuando ella misma me hizo una
seña para que guardara los sobres. Entraba la madre llevándole
una gran tazona de sopa de leche. Le
susurré; —¿Puedo
llevarme a casa?... —Sin
mostrarle a nadie... —Pues,
naturalmente. Escondí
los sobres en la cartera. Eran
cinco papelea distintos; dos de ellos escritos a máquina, los restantes
manuscritos; aunque con letras de imprenta laboriosamente trazadas. Eran
cinco papelea en distintos sobres, en cuya cubierta nombre y dirección
estaban también trazados con las mismas letras: Sinda Silvera,...
calle... apartamento número 8... Eran cinco papeles nauseabundos,
repletos de sugerencias infames, enredadas en una vaga literatura de
abundante adjetivación: . . ."la verdad se descubre entera y muestra
los altos pechos desnudos para que el mundo se entere... porque un hombre
como Manuel y una mujer como Sinda, escondidos debajo de las tinieblas de
una noche horrenda pueden cometer... Y los negros pecados del infierno son
un pálido reflejo al lado de los que Sinda y Manuel... Dios está en los
altos cielos para sorprender a Manuel y a Sinda cuando en lo más intimo
de la oscura noche...". Y
así. Imposible transcribir los crudos vocablos trazados, la escrupulosa
explicación de los que en los papeles llamaban "hechos
nefandos" minuciosamente descriptos como quizá no podrían serlo por
la imaginación más desviada o más morbosa. Miré
los papeles alineados sobre mi mesa, resistiendo el impulso que me llevaba
a acercarles un fósforo. Cinco
papeles. Cinco sobres para Sinda Silvera, que nunca recibía
correspondencia. Cinco escrituras de igual contenido injurioso. Debajo de
las cinco escrituras, cinco nombres distintos: Arminda Lowel; Loto negro;
Dorilita Norwand; Amaranto; Betty... Yo
no vi nunca más a Sinda Silvera, nunca más. Le envié los sobres
envueltos en un papel atado y lacrado. A su vez, luego de un tiempo, ella
mandó los trabajos que se le habían encomendado. Y todo el mundo se
extasió delante de aquella maravilla de la aguja de Sinda, puntadas y
puntadas minúsculas que habían labrado en las batistas y en las sedas
una floración milagrosa como de viñetas de misales antiguos. Rositas y
azucenas y margaritas y arabescos para una boda extraña. Más
tarde vimos a Manuel y supimos que estaba todavía viudo y sin novia,
viviendo en el mismo lugar junto a la madre y a los hijos que crecían. En el largo corredor de losas resquebrajadas y hundidas, sólo quedaba en pie el apartamento número ocho, con su patio estrecho, sus plantas y la vida de Sinda, no quedaba más que un lugar triste, abierto a todos los vientos, y en cuyos rincones, entre los restos de viejas paredes echadas abajo por las piquetas, iba verdeando una vegetación parásita. |
cuento de Selva Márquez
Asir Revista de literatura Nº 32 / 33
Mayo / junio de 1953
Ver, además:
Selva Márquez en Letras-Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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