Carta para Sinda

cuento de Selva Márquez

Reconstruyo con toda facilidad aquella esquina, tal como estaba hace diez años. Veo, huelo, siento la vieja casa de apartamentos, con su largo zaguán de losas húmedas, alcantarillas derruidas, muchachos jugando, pucheros hirviendo, receptores de radio entreverando músicas y palabras...

Sucedió que hubo un pequeño incendio en las habitaciones del frente, donde habían instalado un puesto de verduras. Después de eso, una tarde agria de octubre, llegó un muchacho portador de un rimero de sobres y golpeó en el apartamento numero dos:

—Señora: De parte del Banco.  

Apartamento número ocho. — Estaba en el fondo del largo corredor y cuando quedaba la puerta abierta, podía verse un patio estrecho en el cual parecían sonreír los verdes distintos de algunas plantas en macetas. Clavado en el tablero de la puerta, un letrero bien confeccionado por una casa del ramo; sobre un fondo de porcelana blanca, unas letras azules; Sinda Silvera. - Bordadora.

Mi hermana, que estaba preparando su casamiento, había encomendado a Sinda Silvera los trabajos más delicados de su ajuar. Aquella tarde agria de octubre, llegué yo detrás del muchacho portador de sobres y golpee debajo del letrero de porcelana blanca.

Como Sinda Silvera no estaba, la mamá (qué señora adusta!) me hizo pasar al recibidor, que, como las otras dos habitaciones de la casa se abría al patio y me dejó encerrada en él. Como es cosa corriente y natural, el recibidor era en realidad el comedor que no se utiliza nunca; muebles de imitación roble, con molduras, deslavazados y con rasguños; pantalla con flecos en la lámpara central; almohadones de cuero repujado, de paño lenci, de raso, henchidos sobre las sillas en hilera contra las paredes. Los postigos de la puerta, abiertos para que entrara luz; y la luz entraba desmayada abriéndose un paso furtivo entre las hojas de una begonia y los pliegues duros de las cortinas sobre los vidrios.

Allí estuve un largo rato, perdida en las oleografías que ofrecían sobre las paredes un anecdotario ingenuo de almanaques: el barco luchando con la tempestad; el pericón bailado junto al rancho; los novios del final feliz camino hacia las campanas de una iglesia.

Escuché loa golpes que daba en la puerta y la voz inmediata del muchacho portador de sobres.

Catalogué las chucherías de sobre el aparador; me perdí entre las manchas del cielo-raso. Camine luego hasta la mesita en el rincón, en donde desplegaba sus alas el águila, imitación bronce, de un tintero, dentro del cual se metía la punta de un lapicero que figuraba una pluma de ganso y junto al cual estaba el álbum. Un álbum muy bonito, con tapas que talmente parecían de cuero y que se cerraba con un candadito; pero, el candadito estaba abierto. Esperé encontrar dentro del álbum viejas postales pegadas o recortes de versos; y, en efecto, versos había, minuciosamente recuadrados con líneas de tinta azul y violeta; versos recortados de revistas. Llegué, hojeando, hasta encontrar lo que pudo llamar la médula del álbum y que no me sorprendió que estuviera allí donde la busqué. Si: eran también poesías y pensamientos y algo así como aforismos, pero no recortados sino manuscritos. Y debajo de cada uno de ellos (versos, aforismos, pensamientos) había un nombre. La letra era la misma en todos, la letra de Sinda, pareja, redonda, cuidada, con mayúsculas como para servir de modelo para bordados de sábanas y manteles, así estaban de trabajadas. Versos, pensamientos, formaban una línea sin solución de continuidad, pese a la diferencia de expresiones. Eran un largo chorro tibio que caía sin ruido. Como el tiempo me estaba sobrando en aquel instante, me dispuse a copiar algunas de esas cosas. Nada se definía con claridad, aunque en algunos momentos podían percibirse voces netas como palabras dentro de grandes vientos.

Eran cosas así:

"Las florecillas azules en el lago plácido de las esperanzas que cuando llegan las terribles tempestades nos arrastran hacia los horribles precipicios y los negros cuervos sedientos hasta que llega el esplendente sol en la calma de los bellos atardeceres y la luna asoma por detrás de las montañas entonces las llagas de nuestro corazón se cierran".

"Venid, oh tú divina imagen con vuestros ojos bellos y verás la pureza que encierra mi puro corazón lleno de dulzura, entonces los sonidos de las campanas calmarán la terrible angustia de los corazones llagados y nadie debe herir con la lanza afilada el alma impoluta de los seres que se elevan por los cielos".

"El Dios Buddha con su terrible poder alcanzará con su maleficio al infame corazón que ha podido herir a la dulce paloma perdida en el ancho cielo de las esperanzas sin límites".

Y así... así... así... El hilo seguía igual, con una frondosa adjetivación separando como con nudos los sustantivos repetidos incesantemente: corazón, lanzas, ojos, lunas, soles, cuervos, florecillas, pajarillos...

Pero, cada frase, cada tirada, pensamiento, pseudo poesía, cada cosa escrita llevaba firmas distintas, muchas de las cuales se repetían de vez en cuando. Las firmas eran (aquí las tengo en mi libreta): Arminda; Serinda Lowell; Amaranto negro; Betty Norwand; Loto azul....

Sentí de pronto la voz de Sinda Silvera que preguntaba:

—¿No ha venido nadie?

Y la voz áspera de la madre indicando:

—Si; una te espera allí.

Cerré el álbum y me puse a contemplar las oleografías.

—Ah! Vengo derrengada!

La vi, en cambio, lucir como un cobre recién lustrado. Ojos, chatos pómulos, mandíbula ligeramente prognata, largos dientes muy separados, todo estaba luciendo delante de mí, esplendía con la fuerza de una lumbre encendida adentro.

—Parece que llega muy contenta, sin embargo.

—Cansada...

Hablaba siempre con vez enfática, eligiendo cuidadosamente las palabras, tan cuidadosamente como si fueran guijarros de la playa pulidos por el agua del mar; y aún daba la impresión de soplarles; antes de utilizarlas, algo de la arena que podía quedarles adherida. Por eso su conversación se hacía lenta, vacilante; llegaba hasta uno luego de un sopeso y de un cálculo de valores que le quitaba toda espontaneidad. Uno se acostumbraba a ello y esperaba pacientemente. Además, no tenía importancia.

—Mucho trabajo, no, Sinda? Yo también...

—Si..., no digo que no... Trabajo hay de sobra... Diga que yo me esmero muchísimo en mi tarea, para que salga impecable y que nadie tenga nada que decir...

Quitó uno de loe almohadones de una silla y se dejó caer con un suspiro dichoso:

—Lo que pasa —agregó— es que las muchachas.. . unas amigas mías, han tenido la divina ocurrencia de organizar un paseo... un picnic...

—¿Y Vd...?

—Por supuesto, yo también iré. Hemos estado hasta ahora en discusiones para programar todo como es debido..,, porque, Vd. Sabe cómo son esas cosas y hay que prevenir todas las "contingencias" que puedan sobrevenir... no dejar para el último instante los... los... preparativos...

—¿Cuándo ha de ser la cosa?

—Pasado mañana, domingo. Saldremos a las ocho de la mañana. Yo, por supuesto, hubiera deseado salir mucho antes... al amanecer, si fuera posible, para aprovechar el fresco de la mañana, tan dulce... No? Pero, las chicas.. . son de temperamento distinto al mío.. . Muy distinto! Yo tengo desde ya casi todo dispuesto, lo que me corresponde a mí... Comencé a prepararme desde que se sugirió la idea del paseo. .. hace tres días...

—¿Y qué va a llevar?

—Oh! Muchas cosas, por supuesto. Yo me he comprometido a llevar un "gatteau"... Sabe? Hago postres muy ricos, aunque me esté mal el decirlo... Me voy a estrenar una blusa que es un amor! Vea: se la voy a enseñar.

Salió y regresó enseguida con el primor. Y, en efecto, era un primor de batista blanca, ligera como una nube, con calados, fil-tiré, bordados menudos e impecables que cubrían la delantera entre las líneas de alforcitas de la finura de un cabello. Aquello era como para lanzar una exclamación de gusto y de asombro. Y lancé una exclamación:

—Sinda! Es divina!

—¿Verdad? Aunque me esté mal el decirlo... Por supuesto, también me voy a estrenar una pollera... de tafetas azul oscuro, plegada, con un moño al costado. .. Se la voy a enseñar.

Fue y volvió con la falda de tafetas, minuciosamente envuelta en papel; y con una caja conteniendo los zapatitos nuevos de gamuza blanca; y con un estuche donde brillaban entre algodones, una cadenita enroscada, una medallita con una virgen de esmalte, un anillito con un zafiro blanco. Y otra caja con los guantes. Todo nuevecito.

—Va a estar hecha un brazo de mar!

—No diga eso. Lo que pasa es que a mí, vea, me gusta ir siempre bien, lo mejor que puedo. Lo malo es que los zapatos son un poco estrechos...

Se calzo los zapatos nuevos, apretando los labios. Suspiró: Ah! No sé si podré soportarlos...

—Va a estar muy bien, Sinda. Y las otras chicas, ¿cómo irán?

—Oh! —tuvo un gesto desdeñoso—. Las otras chicas.. . Son de temperamento muy distinto al mío... Otro carácter... En fin: cada uno es como Dios lo hizo, ¿no? Ellas han dicho que irán así.. . a la "negligé"... ¿Entiende? Pantalones... zapatillas.. . cualquier cosa, en fin.

En eso la mamá golpeó en el vidrio de la puerta y llamó:

—Sinda!           

Y era una voz alarmada.

—Sinda: Han llegado unas cartas...

—¿Para mi? Correspondencia para mi?

Abrió en seguidita la puerta y recibió dos sobres. Un sobre era del Banco, sin duda alguna el que entregara el chico que había llegado junto conmigo. El otro era un sobre vulgar, de los que se utilizan para enviar prospectos comerciales. Reconocí enseguida en el dorso que Sinda no había mirado, el sello apenas perceptible, de una casa de peinados recientemente inaugurada en la Avenida.

Inexplicablemente enrojecida, parpadeando, Sinda contempló este ultimo, en cuyo anverso, escrito a máquina estaba su nombre entero; Gumersinda Silvera.

Abrió primero el otro, el del Banco. Leyó en voz alta las pocas líneas: era una intimación de desalojo forzoso.

Y luego, cuando yo me disponía a explicarle que también a mi me había llegado otro sobre igual al que mantenía aún cerrado en su mano, y que conocía su procedencia, ella se volvió hacia mi, sonriendo con aire de misterio;

—Sí, sí ... Ya sé de quién es esto.

Hizo un ademán, como para guardarse el sobre en el seno. Meció un momento la cabeza y luego fue a guardarlo en el cajón de la mesa en donde estaba el álbum. Y también guardó el álbum, cerrándolo previamente con una llavecita que llevaba colgada del cuello. Ambas cosas, sobre y álbum, fueron al fondo del cajón.

—Así que con secretitos, no? Sinda?

—Bah!

—De Manuel Gil, ¿verdad?

Y Sinda me miró rápidamente, como alarmada.

—¿Quién le dijo...?

—Todo el mundo lo dice. ¿Tiene acaso algo de malo?

—Por supuesto... no... Pero, es que Manuel es un amigo mío... un amigo de mi casa... Los niños de él están siempre aquí, conmigo... Yo los adoro, esa es la verdad. Y ellos me adoran a mí, aunque me esté mal el decirlo...

—Y Manuel irá también al paseo?

—Por supuesto! Aunque él no es muy amigo de esas cosas porque como es un hombre así... tan reservado... A Manuel le gustan las cosas hechas con método... Es tan amigo del orden, de la corrección. .. No puede imaginarse! Y tan serio! Demasiado serio, mire. Si le digo que... en fin... me parece que esta blusa tan transparente no le va a parecer bien...

—Así que, si en ese paseo proyectado hubiera demasiada bulla, se irían ustedes dos solitos a pasear bajo los árboles.

—No diga eso!

(Sinda sonreía).

—No diga semejante cosa, por favor! Además, vea: no iremos bajo los árboles, sino a la orilla del mar. Porque yo adoro el mar, aunque la playa no me gusta... La arena que lo ensucia a uno... ¿Sabe?

Y contemplaba sus galas luciendo sobre la mesa, sus galas nuevecitas de novia.

—Le deseo muy buena suerte, Sinda. De todo corazón le deseo muy buena suerte. Y que el casamiento sea pronto.

—Oh! No diga eso! Le aseguro que Manuel es simplemente un amigo, nada mas que un amigo...

Lo extraordinario del caso, en tratándose de una mujer como Gumersinda Silvera, y de una familia como la suya, es que, realmente Manuel Gil no era más que un amigo. El mismo lo había asegurado algunas veces, cuando se vio compelido a hacer esa clase de aclaraciones en virtud de las bromitas que se le dirigían. La familia de Sinda, una madre pesada y malcontenta, una hermana mayor casada y viviendo lejos, otro hermano casado y otro soltero, este último viviendo en el apartamento y ayudando a su sostenimiento, no eran gente como para soportar situaciones que no fueran perfectamente claras, sobre todo sí esas situaciones tenían relación con la hermana soltera. Aunque Sinda hubiera ya traspuesto hacía rato la treintena y aún quizá por eso mismo, debía mantenerse íntegra en todo sentido, y no presentar más que un frente sin ninguna sombra; sin la menor sombra, ni aún fugaz.

En ausencia del hermano casado, que había ejercido la jefatura de la familia desde la muerte del padre, allí estaba el hermano menor, un rubicundo cascarrabias sostenedor tácito del honor de la casa, avaro otorgador de dispensas, siempre a la husma de posibles contravenciones para prevenirlas o castigarlas. No siendo malo, era un muchacho naturalmente estúpido, que había alcanzado, poniéndose en punta de pie y con gran esfuerzo, a tocar la orilla de los más elementales conocimientos escolares; merced a sus conocimientos politiqueros pudo calzar un puesto subalterno en el Municipio. De eso se envanecía, se gloriaba. Disponía una pequeña parte de su mesada para dar a la madre, que se arreglaba con la pensión del padre y con lo que ganaba Sinda.

Ay, ay, Sinda! Cuántas menudas puntadas, cuánto esmero nocturno junto a la lámpara para que sus ganancias fueran cosa evidente y pesaran en el presupuesto familiar!

Aunque era fácil adivinar todas esas cosas, las amigas más íntimas de Sinda (todo lo intimas que podían llegar a ser para Sinda siempre en guardia, reticente y eligiendo el vocabulario), lo aseguraban por sus conocimientos directos de loa asuntos. Y sus amigas habían comentado, en muchas partes, risueñas, desconfiadas, recelosas, burlonas, la extraordinaria amistad de Manuel Gil con Sinda Silvera. Casi no podía creerse! Pero, sí. Manuel Gil había quedado, viudo hacía cinco años; desde soltero estuvo viviendo en esa misma casa de ahora, junto a la casa de apartamentos de largo corredor; le quedaron dos hijos pequeñitos que la abuela, madre de Manuel, estaba criando como podía, en cuya crianza ayudaban los vecinos. Los dos niñitos, el mayor de los cuales iba a la escuela, pasaban la mayor parte de los días en una u otra casa del barrio, hasta que se acostumbraron a ir con mayor asiduidad al apartamento número 8. Sinda les contaba cuentos, les imponía deberes, alguna vez incluso les zurció los calcetines o les limpio la roña. Comenzó el padre por ir a buscarlos. Una y otra vez conversaron Sinda y Manuel acerca da los chiquillos. Más tarde cambiaron libros y discutieron acerca de los mismos. Manuel Gil trabajaba entonces en una imprenta y sus inclinaciones literarias corrían por los mismos carriles que las de Sinda. Gustaban de los "versos llorones", como criticaban las amigas. Gustaban de la fraseología amplia y retumbante; de las novelas en donde hubiera muchas almas que sufrían; de los relatos donde se pintaran ambientes exóticos, lujos aparatosos, personajes que manejaran un lenguaje de pétalos de flores y livianas filosofías perfumadas ...

Las visitas de Manuel a casa de Sinda eran breves y a la vista de la madre alertada. Sin duda, todos esperaban que tal estado de cosas se resolviese en un noviazgo serio. No de otra manera podía pensarse que iba a finalizar un camino emprendido con pasos tan fuera de lo común. Incluso, es posible que la muchacha misma considerara a Manuel ya su novio, aunque el hombre jamás había hedió insinuaciones a ese respecto. Por lo menos, así lo aseguraban los protagonistas. De todas maneras, aquella amistad ligera y sostenida en la punta de loa dedos, tratada con palabras meticulosamente elegidas, novelaba la existencia de Sinda, le prestaba un lujo insólito que parecía solamente posible en seres de otros circuios. Un amigo, un amigo así, no es cosa permitida a las familias de las Gumersinda Silvera! Ah, no, no, no...

Para impedir esos peligros están los hermanos de las Sinda, los padres, posiblemente hasta los parientes menos allegados; todos alerta, hasta los vecinos alerta!

El domingo del pic-nic pasó; un hermoso domingo plácido, sereno, un fruto de octubre ya madurando. Durante el mismo, pensamos en Sinda Silvera. La vimos luciendo su tocado nuevo, soportando los zapatos demasiado estrechos para sus gruesos pies, cuidando los pliegues de la crujiente falda de taffetas, con el dedo meñique levantado y arqueado sosteniendo los manjares y brillando en el dedo corazón el anillito con el zafiro blanco... Aparte, discreta, enfática, resguardada del aire duro de la playa primaveral y de las arenas que ensucian; y Manuel junto a ella, Manuel endomingado, sereno; Manuel pulcro, ordenado, severo; y los dos cambiando las impresiones de siempre respecto de las novelas que se intercambiaban. Y nos parecía bien; y encontrábamos que así debía ser; que todo encajaba en su justo lugar.

El lunes mismo nos aseguraron cómo habían pasado las cosas; y como, realmente, Sinda Silvera resguardó su tocado del aire duro y de las arenas, como mantuvo intacto el peinado esmerado de siempre, como utilizó para el almuerzo la vajilla que había llevado (la vajilla que se mantenía intocada en el aparador de su casa) y las servilletas rígidas por el almidón y que jamás se lavaban porque sólo se ponían en uso los momentos en que había alguna visita de cumplido; y bebió en los vasos que llevó envueltos en papel; y no quiso caminar porque le dolían loe pies; y, en fin, estuvo contemplando la fiesta desde su sitio debajo de los tamarises, rotando solamente y muy despacio conforme avanzaba el sol en el cielo para evitar sus rayos directos. Allí estuvo. Pero estuvo sola.

—¿Estuvo sola? Y Manuel?

—Pues ..

Manuel fue, en efecto, endomingado; más, a poco de haber llegado a la playa y obligado a salir a buscar ramitas secas para el asado que iba a cuidar otro de los muchachos que integraban el grupo, debió quitarse el saco, que dejó al cuidado de Sinda; pero más tarde se arrancó la corbata y el cuello duro al que era tan fiel todos los días de fiesta, y ya con el pescuezo al aire, mangas de camisa arrolladas sobre los codos, encontró que era muy fácil prescindir de los zapatos y de los calcetines. De inmediato apareció otro Manuel. Fue con los demás a buscar leña; se metió en el agua fría con las muchachas que llevaban pantalones cortos; corrió; jugueteó con las chicas; contó cuentos chistosos y hasta indecentes; bebió directamente de las botellas, y, ya avanzado el día, se puso a hablar al oído de una de las muchachas, ni más linda, ni más vivaz, ni más interesante que cualquiera de las otras. Era una muchacha, simplemente, de cabello alborotado, que hablaba a gritos, que se rascó sin disimulo allí donde tenía escozor y decía, para hacer gracia, alguna que otra palabra mal sonante.

Represaron debajo de una mansa y tibia llovizna que hacía bien; regresaron apretujados en los ómnibus repletos, ahitos de la fiesta y regurgitando los excesos bucólicos. Sinda bajó en la esquina donde debía bajar; pero Manuel siguió junto a la muchacha aquella a la cual estuvo hablando en el oído, con la cual bailó la musiquita del tocadiscos portátil, y cantó, desafinando y sin conocer la letra, los pegajosos boleros que hablan de amor. 

Pensamos que los trabajos que se le habían encomendado debían estar listos. Fui yo a buscarlos.

—¿Sinda? ¿Está?

—Pase — nos gruño la madre.

La madre parecía agobiada. En lugar de llevarme al recibidor, me hizo pasar a otra habitación. Era un dormitorio con una cama camera, y viejos muebles que tenían más de cuarenta años de uso. Y se entraba allí como a una cripta penumbrosa en donde brillaban vagos reflejos. En la cama estaba Sinda.

—¡Cómo! ¿Y qué es lo que tiene esta muchacha?

Nada...

—¡Yo que sé! — gruñó la madre. Y salió a cuidar la fritura que cantaba en una sartén.

¿Qué le pasa?

—No sé... Nada... Desfallezco a veces...

Se disculpó porque no tenía los trabajos prontos. Hacía visibles esfuerzos por mantener su voz clara, por encontrar los vocablos adecuados. Como siempre. Estaba recostada a un almohadón, repeinada, con el chato y ancho busto cubierto por una linda bata que olía a benjuí.

—¿Mimos, eh, Sinda?

Pero en cuanto dije eso me arrepentí. No era la madre de Sinda una madre que hiciera mimos; ni tampoco el hermano lo era, por cierto,

—¿Y Manuel, Sínda?

—¿No sabe? Se va a casar.

—¿No ha venido mas a conversar con usted?

—¡Por supuesto que no! ¡Es que no faltaba más!

Y después de eso, entrecerrando los ojos, apretando la boca, me hizo una misteriosa seña con loa dedos.

—¿El qué, Sinda?

—¿Quiere cerrar la puerta? Bueno, gracias. Le voy a decir una cosa en secreto, en absoluto secreto. ¿Para Vd. solita, eh? ¿Me lo promete? Vea; aunque me esté mal el decirlo, ¡la novia de Manuel me tiene celos! ¡Es una porquería!

—¡No me diga! ¿Y cómo lo sabe?

Titubeó. Después, sacó de debajo de la almohada un libro y algunos papeles. Buscó unos sobres ocultos entre las hojas del libro.

—Tome. Lea y se enterará. Cuando los mostré a las chicas, se quedaron pasmadas. ¡No hubieran podido creerlo! ¡Es inaudito! ¡Si le digo que se hicieron cruces! Se los mostré para que supieran quién es la tal... ¡Y me tiene unos celos, unos celos! ¡Pobre Manuel, que ha caído en tales manos! Ay, sí, yo lo adiviné desde el primer instante, aunque no quise decirle nada entonces a Manuel porque...  Pero, ahora: ¿como permitir que un hombre como Manuel, dígame Vd., pueda ser dejado en esas manos? ¿Es posible mantenerse en silencio, con las constancias que yo tengo de su proceder infame? Vd. no sabe. Vd. no sabe... Cuando Vd. lea... ¡Hay que hacerle saber a Manuel! Hay que hacerle llegar toda esa correspondencia que me ha llegado. Y aunque no sea toda, alguna, .. ¿No es cierto? Dígame Vd.: ¿no es cierto?

¿Yo, qué podía decirle? Me dispuse a enterarme de aquella insólita correspondencia que había llegado a Sinda, cuando ella misma me hizo una seña para que guardara los sobres. Entraba la madre llevándole una gran tazona de sopa de leche.

Le susurré;

—¿Puedo llevarme a casa?...

—Sin mostrarle a nadie...

—Pues, naturalmente.

Escondí los sobres en la cartera.

Eran cinco papelea distintos; dos de ellos escritos a máquina, los restantes manuscritos; aunque con letras de imprenta laboriosamente trazadas. Eran cinco papelea en distintos sobres, en cuya cubierta nombre y dirección estaban también trazados con las mismas letras: Sinda Silvera,... calle... apartamento número 8... Eran cinco papeles nauseabundos, repletos de sugerencias infames, enredadas en una vaga literatura de abundante adjetivación: . . ."la verdad se descubre entera y muestra los altos pechos desnudos para que el mundo se entere... porque un hombre como Manuel y una mujer como Sinda, escondidos debajo de las tinieblas de una noche horrenda pueden cometer... Y los negros pecados del infierno son un pálido reflejo al lado de los que Sinda y Manuel... Dios está en los altos cielos para sorprender a Manuel y a Sinda cuando en lo más intimo de la oscura noche...".

Y así. Imposible transcribir los crudos vocablos trazados, la escrupulosa explicación de los que en los papeles llamaban "hechos nefandos" minuciosamente descriptos como quizá no podrían serlo por la imaginación más desviada o más morbosa.

Miré los papeles alineados sobre mi mesa, resistiendo el impulso que me llevaba a acercarles un fósforo.

Cinco papeles. Cinco sobres para Sinda Silvera, que nunca recibía correspondencia. Cinco escrituras de igual contenido injurioso. Debajo de las cinco escrituras, cinco nombres distintos: Arminda Lowel; Loto negro; Dorilita Norwand; Amaranto; Betty...

Yo no vi nunca más a Sinda Silvera, nunca más. Le envié los sobres envueltos en un papel atado y lacrado. A su vez, luego de un tiempo, ella mandó los trabajos que se le habían encomendado. Y todo el mundo se extasió delante de aquella maravilla de la aguja de Sinda, puntadas y puntadas minúsculas que habían labrado en las batistas y en las sedas una floración milagrosa como de viñetas de misales antiguos. Rositas y azucenas y margaritas y arabescos para una boda extraña.

Más tarde vimos a Manuel y supimos que estaba todavía viudo y sin novia, viviendo en el mismo lugar junto a la madre y a los hijos que crecían.

En el largo corredor de losas resquebrajadas y hundidas, sólo quedaba en pie el apartamento número ocho, con su patio estrecho, sus plantas y la vida de Sinda, no quedaba más que un lugar triste, abierto a todos los vientos, y en cuyos rincones, entre los restos de viejas paredes echadas abajo por las piquetas, iba verdeando una vegetación parásita.

cuento de Selva Márquez
Asir Revista de literatura Nº 32 / 33
Mayo / junio de 1953

Ver, además:

 

              Selva Márquez en Letras-Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay 

email echinope@gmail.com

twitter https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

instagram: https://www.instagram.com/cechinope/

linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Selva Márquez

Ir a página inicio

Ir a índice de autores