Los asesinos de Federico
García Lorca, para explicarnos mejor tendríamos que dividirlos en tres
grupos. Uno: los infelices asesinos que lo empujaron, con las manos
atadas a la espalda, por aquella carretera de la madrugada. Los que
abrieron fuego desde atrás. Como si dijéramos: los asesinos materiales,
que son siempre los menos asesinos.
Dos: los que ordenaron la ejecución y se negaron a todas las gestiones
salvadoras. Más odiosos que los primeros, estos del segundo grupo son,
con todo, menos que los que siguen.
Tres: los delatores. Los que no abrieron fuego. Los que no dieron
órdenes. Los repulsivos, menos que ser humano, que en aquellos trágicos
días de verano en Granada, se hicieron presentes en el comando
falangista para soplar en el oído de los responsables que en la calle de
Angulo, número uno, casa de los Rosales, estaba escondido "el rojo"
García Lorca, el maldito, el agente de Moscú, el enemigo.
El grupo uno —ya hemos visto— está integrado por el miserable Trescastro
y el policía XX, que tuvo luego la tienda en la calle de la Tinajilla.
El grupo dos, lo forman el ex diputado derechista Ramón Ruiz Alonso, el
Capitán Nestares y el Comandante José Valdés Guzmán, famoso de triste
fama.
El último grupo es casi un misterio tragado por la historia, porque la
sospecha no tiene aquí evidencia ni confesión que la respalde, y porque
ante el horror de cometer una injusticia, no hay alma honrada que se
aventure a proferir el nombre de ninguno de los casi seguros delatores.
Pero vayamos a los hechos.
La huerta en las afueras
Llegado de Madrid, el primer refugio de García Lorca fue la Huerta San
Vicente, de su padres. En las afueras de Granada, Lorca debió temblar en
ella por su suerte pero considerarla, con todo, el más seguro refugio.
Granada, donde su cuñado Manuel Fernández Montesinos había sido
designado días antes Alcalde por la República, cayó desde las primeras
horas en manos del franquismo. Pero estaba casi completamente rodeada de
territorio en poder de los republicanos. Los falangistas tomaron preso
de inmediato a Manolo Fernández Montesinos. Lorca se trasladó a la
Huerta San Vicente, donde parecía menos visible y expuesto.
Vila-San Juan, no obstante sus caídas pro-franquistas, ha reconstruido
al parecer con veracidad el incidente que determinó a Lorca a abandonar
aquella huerta.
Uno de los primeros días de agosto se hizo presente en la Huerta una
partida de facinerosos que comandaba (según una versión) el ex diputado
derechista Ramón Ruiz Alonso. Buscaban al "rojo" Antonio Perea y
pensaron que Gabriel Perea, su hermano, peón de los García Lorca, les
diría donde encontrarlo. Este, o no lo sabía o no lo dijo. El asunto es
que lo ataron y apalearon hasta que la sangre le chorreaba por la cara.
Federico García Lorca —pobre Federico, heroico en el centro de su pavor—
salió a defenderlo. Y también lo golpearon.
A Gabriel se lo llevan preso (se da por muerto, y curiosamente al poco
rato lo sueltan) pero Federico, con el acuerdo de los suyos, resuelve no
arriesgarse a esperar un posible retorno de los visitantes.
Se manejan dos posibilidades: pedir asilo al maestro Manuel de Falla,
seguro por sus inclinaciones derechistas. Pero Federico opta por la
otra: pedir amparo a Luis Rosales, poeta granadino como él, amigo
personal y falangista, hermano de un jefe falangista.
Federico, a quien el destino ha tomado de la mano para que transite solo
el camino de la perdición, llama por teléfono a Luis Rosales.
Cualquiera que conozca a España puede contar lo que sigue. España, donde
los fascistas y los rojos (todo el que no es rojo es fascista y todo el
que no es fascista es rojo) se matan a puñaladas y a balazos. España,
donde dos bandos han hecho un canal en el medio por donde corre mezclada
la sangre de uno y de otro. España, donde un amigo puede traicionar en
diez minutos al amigo, pero en donde otro amigo, fascista o rojo, da en
cambio la vida por el amigo, rojo o fascista. "Te voy a buscar ya" —dice
Luis Rosales. Antes, con todo, por sugerencia de Lorca consulta a su
hermano "Pepiniqui" Rosales, comandante falangista.
"Pepiniqui", que por lo mismo que está peleando a diario en el frente es
el más generoso de todos, comprende el tremendo peligro que corre
Federico y no vacila en darle, con alma arrasada, toda su protección.
"Tráetelo de inmediato a casa, ya" —es su respuesta a la consulta de su
hermano Luis.
Delación y muerte
Una de las versiones que más tiempo circulara es la que hace de Luis
Rosales el delator de Lorca. Con la mano en el corazón, no creo en ella.
Si la menciono es, simplemente, por lo difundida que ha sido. Digamos en
todo caso que el libro de Vila-San Juan parece encaminado casi de modo
exclusivo a exculpar a Rosales. Vila-San Juan, que una y otra vez habló
con los Rosales, los exime de toda responsabilidad. De cualquier manera,
por lealtad al lector, digamos que todo lo que se incluye en adelante,
en el curso de esta nota, corresponde a la versión Vila-San Juan.
El 15 de agosto Lorca fue detenido en casa de los Rosales. No estaban,
curiosamente, ni el padre ni ninguno de los hombres de la familia
Rosales.
Varias decenas de hombres
comandados por Ramón Ruiz Alonso rodean la casa y golpean la puerta. Los
recibe Doña Esperanza, madre de los Rosales. Ruiz Alonso,
increíblemente, acepta primero compartir la merienda familiar, que
consiste en café con leche con galletas. Luego, se lleva preso a
Federico.
Las mujeres de la familia Rosales se mueven para avisar a Luis, a
Miguel, a Pepe. Por fin el de más jerarquía, "Pepiniqui" que ha llegado
como cada tarde del frente cercano, va a pedir, no por la vida, sino por
la inmediata libertad de Federico.
"Pepiniqui" —esto tiene todo el acento de la verdad— mantuvo casi un
altercado con el comandante Valdés en cuyo despacho de gobernador
interino entró pistola en mano. No le dieron a Federico, pero consiguió
ver a éste y pasarle una cajilla de cigarrillos Camel. Recibió
seguridades sobre su vida y se marchó para hacer una gestión
directamente con el comandante militar.
Al día siguiente, con orden de libertad escrita, vuelve por Lorca. La
respuesta es atroz: "No está aquí. Se lo llevaron al amanecer. Sin duda
ya fue fusilado".
Conducido del lugar de detención hasta el pueblo de Viznar, donde
pasaban las últimas horas los destinados a morir que no habían sido
siquiera juzgados, Lorca pasó su última o últimas noches en lo que había
sido Palacio de Obispo y ahora era mera cárcel final mandada por el
penoso capitán Nestares.
De allí lo sacaron al amanecer. No caminó entre fusiles por una calle
larga, como diría Machado en su poema. Lo sacaron, con las manos atadas,
a él, a un maestro cojo (se llamaba Dióscoro Galindo) y a dos
banderilleros. Estos dos últimos eran "rojos" y el maestro era maestro y
—se sabe— todos los maestros son rojos".
Los cuatro fueron echados a andar por la carretera. Cuando los verdugos
que caminaban detrás, armas en mano, encontraban que el sitio era
adecuado, abrían fuego.
Escena cien veces repetida cada amanecer, así, un amanecer, murió Lorca.
Los versos de Machado no responden totalmente a la realidad, pese a
estar escritos después. Los del propio Lorca, compuestos mucho antes, en
cambio, sí fueron verdad. "Viva moneda que nunca se volverá a
repetir...". La sangre derramada en el camino. La plaza cubierta de
yodo. La muerte que lo cubre de pálidos azufres y le pone cabeza de
oscuro minotauro. Desdichado, genial Lorca que había vivido escribiendo
lo que ciegamente conocía como propio destino: morir en manos de
aquellos de quienes dijo que "tienen, por eso no lloran, de plomo las
calaveras".
Fuentes de lágrimas
Los muertos por Nestares o sus hombres, no son enterrados. Ahí quedan a
la vera del camino. Pero antes recibén el tiro de gracia.
Eso sí: hay algo atroz que
uno vacila en contar. Se suele, por los verdugos, horadar la herida con
una navaja y extraer el plomo de ese "tiro de gracia". En la noche, de
vuelta a Granada, en el Bar Sevilla o en el Pasaje, la bala achatada de
ese tiro se hace rodar compadreando y tintineando sobre la mesa o el
mostrador. Y se echa dentro de la copa.
Lorca murió entre Viznar y Alfacar. En una curva. Es una seca ladera de
olivares. Es un camino que lleva hacia una fuente: La Fuente Grande. El
nombre árabe es Ainadamar.
Ainadamar quiere decir "Fuente de las lágrimas".
Antonio Machado, que murió sin saber estos detalles, sabía —como cuantos
han estado en Granada— que Granada es agua de lágrimas, agua que llora.
"Sobre una fuente donde llore el agua, y eternamente diga, que el crimen
fue en Granada".
¡Fuente de lágrimas!
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