En Memoria - Alfredo Mario Ferreiro

por Manuel Flores Mora

En lo que hubiera debido ser primera nota de una serie que luego no supe como seguir, abordaba, hace algunas semanas, el tema de la cultura uruguaya de la década de los cuarenta. En realidad, abordaba bastante más, o para ser estricto, mucho menos: la referencia al ambiente cultural de entonces, a los grandes valores que consciente o inconscientemente lo capitaneaban y conformaban: una constelación inusual de espíritus excepcionales, de los que por ahí han quedado, como mazazos, las obras: "Rancho en la noche", "Los cinco", "Nadie encendía las lámparas", "El astillero", "Rodríguez" y la escuela de pintura formidable que tuvo fundador y cumbre en don Joaquín Torres García.

No mencioné, entonces, a Alfredo Mario Ferreiro. La omisión es imperdonable, por los varios años que trabajé en redacciones de diarios a su lado, por el mucho tiempo que gastó hablándome, por el cariño que le debo. Tal vez sea ésta la razón por la cual -entre otras omisiones en que también inverosímilmente incurrí, como Líber Falco, sea la de Alfredo Mario la primera que quiero salvar.

Me lo trae de la mano, en el recuerdo, este centenario de quien fue su amigo entrañable: Horacio Quiroga. Y alguna cosa tremenda que contaré después, sobre el término, atrás de la muerte, de aquella aventura de amistad que los unió.

El Desprecio

Hay cosas demasiado hondas por ahí, con las que uno camina y siente que nada gana con averiguarlas. Alfredo Mario Ferreiro, con quien caminábamos por la calle separados por los treinta años de edad que me llevaba, tenía cara de búho. Es casi trivial decir que de búho bueno. Mejor, de búho inteligente y descosido. Era casi calvo. Bien: en todas las categorías sociales, antes más que ahora, los hombres calvos tenían la costumbre de dejarse crecer largamente el pelo sobre la oreja y cruzar con la rala y prolongada mecha el casco baldío. La delicada, geométrica urdimbre se sostenía con gomina. Recuerdo así a Eduardo Rodríguez Larreta. Recuerdo así a algún histórico mozo del café Tupi Nambá. Alfredo Mario era lo contrario. No sé cómo lograba mantener despeinado y revuelto el mísero mechón de pocos pelos que le perduraba sobre la vasta frente.

De elevada estatura, delgado, pelo con vientre prominente, había perdido la mayor parte de la dentadura. En los diarios, ignorado su talento e ignorado de su talento, sólo se encargaba de tonterías: las informaciones de rutina, los barcos del puerto, el turno de la farmacia, el mañana paga la Caja Civil. ¡Pobre y grande Alfredo Mario! Además era despreciado de todos. Yo no le retaceaba mi admiración profunda. Cuando se murió supe que no era yo solamente, porque hubo un montón nunca juntado de gente que lloró su muerte.

En vida, fue un paría entre nosotros. Se le despreciaba sistemáticamente por la total ausencia de virtudes cívicas que había demostrado, parece, en 1933. Cuando García Lorca vino por unos pocos días al Uruguay, los pasó permanentemente con Ferreiro. Esa razón determinó que otros no se acercaran. Cuando fusilaron a Lorca en el 36, Emilio Oribe declaró en un discurso que no lo había tratado aquí, porque el gran granadino había sido copado por hombres (Ferreiro. . .) que a esta hora, tal vez, "aplaudan a sus asesinos".

La leyenda, que desprecié a mi vez averiguar, sostenía vagamente no sé qué cosas escritas por Ferreiro en "El Pueblo", cuando murió Grauert. Ni lo creí, ni lo creo. Ni me hubiera atrevido a preguntárselo nunca.

Tenía además una tragedia de la que nunca osé hablarle: la muerte de su único hijo, un niño de cuya ausencia no se consoló jamás.

Por entonces nació mi primer hijo y le pedí que me acompañara a inscribirlo al juzgado. Allá fue, hablando sin parar, a poner su firma junto a la mía. Yo le hacía bien porque lo admiraba lealmente y hay hombres que para escribir, para pensar, para valer, necesitan ser admirados. Creo con todo, que Alfredo Mario estaba más allá, mucho más allá, de todas las vanidades humanas. Simplemente que se necesita interlocutor y el nadie que por entonces yo ya era, le servia de sparring in electual.

Surgido a la vida en la explosión del ultraísmo, siempre fue leal a los tics mentales con que esta escuela derrumbó las montañas que cerraban el camino a muchas artes.

-Uruguay es el único país esquina -le oí una vez. Hacía una pausa y miraba explicativo- Océano Atlántico esquina Río de la Plata.

Le centelleaban los ojos de búho. No de búho agorero, ni tampoco de búho bueno. De búho intelectual como el búho de Minerva.

-Además -agregaba- no cabe duda que el Cerro de Montevideo está hecho con la tierra del pozo de la bahía. ¡Si queda para el lado de la pala!

Ferreiro era la ebullición constante de la gracia. Sembraba sus ocurrencias sin darse vuelta a ver cómo o dónde caían. De ahí que se le haya plagiado tanto. Lo de Uruguay país esquina lo vi, muchos años después, en un libro con la firma de otro escritor nacional más joven, abajo.

Torre de Panoramas


Tenía la gran condición verdadera del artista: ver, en lo que todos ven, lo que los demás no saben ver hasta después que el artista lo mira.

Me contó por ejemplo que en un homenaje - no sé si a Jules Laforgue en la Plaza Independencia- había hablado hasta Jules Supervielle.

-Fue admirable -me decía- todo el acto en francés. Hasta el tranvía que bajaba por Rincón, decía "talán, talán" en francés.

Yo sigo oyendo el sonoro francés de aquel tranvía que el genio transmisivo de Ferreiro hizo imaginar a mis oídos.

Alfredo Mario entraba y salía de la casa vieja que fue del padre de Julio Herrera y Reissig, en la esquina de Ituzaingó y Reconquista. La casa de la famosa Torre de los Panoramas, ya museo, que todavía se alza contra el telón gris terroso de la marina fluvial.

Por los años cuarenta aquella casa, no rescatada todavía para la piedad del Estado y de la posteridad, tenía otro destino, Enhiesta a pocos metros de donde estuvo la casa natal de Isidoro Ducasse, Conde de Lautréamont, la que fuera de los Herrera era lo que los argentinos llaman hotel alojamiento. Por Ferreiro supe que el precio de la habitación ascendía a un peso uruguayo de entonces.
-Pero hay un cartelito -decía- que dice "Pieza para obreros, $ 0.50". Se va por una escalerita. Es la "Torre de los Panoramas".

¡Pobre y grande Julio Herrera y Reissig! ¡Pobre Alfredo Mario!

Su debilidad eran las poetisas latinoamericanas, esas de gran nariz, edad vaga y chales prolongados, que circulan en cosas como Casa del Arte, Festival de Poesía del Litoral Sur y cosas por el estilo.

-Por lo que creo -decía Alfredo Mario- en Uruguay el número de poetisas asciende actualmente a 6.527.

Hacía una breve pausa para agregar, impávido:

-No olvides, sin embargo, las que además manejan sin libreta.

Una vez (no me impresionó porque yo no sabía realmente por entonces eso de morirse) me recomendó que si él se moría, escribiera personalmente la nota necrológica. Me rogó que la hiciera en broma.

Un día se murió Alfredo Mario Ferreiro. Cumplí con él. Escribí una necrológica absurda, llena de chistes malos, que nunca más he releído. El jefe de la página opinó que no era publicable. Hubo que consultar al Secretario de Redacción. Este la comenzó a leer y me miró asombrado. Me vio los ojos llenos de lágrimas y la necrológica se publicó.

por Manuel Flores Mora
Parlamentario, Periodista, Escritor, Historiador, Critico Literario
Tomo III
Homenaje de la Cámara de Representantes, mandado publicar por Resolución del 20 de febrero de 1985
Montevideo, 1986
Publicado, originalmente, en "El Día" - 31 de diciembre de 1978

 

Ver, además:

                  

                    Manuel Flores Mora en Letras Uruguay

 

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