Cultura uruguaya de los 40
por Manuel
Flores Mora
Desde que tuve abierta esta gloria de escribir en EL DIA, ninguna nota me ha parecido más importante que esta que siento que debo escribir ahora. Probablemente sea la que me salga peor. Cuando menos la más balbuceante y, sin duda, la que me exigirá más coraje. Creo en efecto que la palabra "yo" -no sé todavía si es una palabra o una enfermedad- y la primera persona -por lo general es la última- deben ser desterradas del periodismo. El coraje a que me refiero es el de recurrir a ellas, el de tomar la máquina de escribir como una tijera para cortar entre pudores.
Esta nota está dirigida a los lectores, si hay alguno, de veinte y pocos años. Escrita por un hombre que no cree en la juventud. Me explicaré: Quiero decir que no participo de los lugares comunes sobre la juventud con que he visto abrumar las palabras desde el tiempo en que yo la integraba. Todas las demás edades del hombre me parecen mas importantes: la infancia por supuesto y, ni que hablar, la madurez. Lo que debe importarnos sin embargo no es la estación de la vida, sino la vida. El hombre, por hombre, y no por los años que tenga. Un niño puede ser simplemente un sinvergüenza treinta años antes. Un viejo, apenas el saldo en rojo de una vida frustrada.
No es fácil olvidar aquel verso en que Borges cita a Shakespeare, aplicable casi a todos los hombres:
"Soy el que sobrevive a los cobardes
y a los fatuos que ha sido".
Si me interesa una persona de veinte años no es por sus veinte años. Es por el panorama de madurez que posee, por la sábana o llanura de tiempo donde continuará fluyendo su experiencia. Me interesa por el que será, cuando quizás yo ya no esté. Por la calidad de lo que cargue en el alma y no sólo para él, sino para dejar más tarde, a los que estén cuando a su vez él ya no esté. Esto es lo que llamamos a veces cultura, y a veces tradición. El aéreo y usado pasamanos de las generaciones. Nunca entendí realmente qué diferencia había entre el concepto de tradición y el concepto de cultura. Son lo mismo. Memoria de la especie. como dijo Unamuno.
Trece mil años
Me da un poco de vergüenza hablar una vez más del bisonte de Altamira. Es inevitable, porque entre todas las cosas actuales, es la única que tiene trece mil años de vida.
Lo pintó un paleolítico del que se ha averiguado -para eso hay ciencia- cómo conseguía y con qué vegetales, los colores. Y cómo fabricaba cosas parecidas a pinceles. En cuevas francesas se han encontrado hasta paletas, es decir, grandes huesos planos omopláticos, con montoncitos de pintura. No se sabe en cambio ni la raza a que pertenecía el pintor. Picasso no tenía más genio que él. No se ha reparado suficientemente tal vez en evidencias que importa subrayar. La primera: el tipo maravilloso que realizó esa cumbre del arte humano, probablemente no servía para ninguna otra cosa. Segundo, no tenía por consiguiente ninguna otra cosa que hacer. El bisonte salió de su inutilidad y de su aburrimiento. Y además, el tiempo que pasó trepado pintando el techo de la cueva debió ser un tiempo de nieve, en que no era posible salir afuera, para cazar, pescar o tomar sol. Debió ser hombre de penetrantes ojos, de manos hábiles, de biceps débiles. Seguramente fue tenido a menos por el más alto y fornido, el que tenía el record de bisontes muertos. Al punto que sin duda, para que no lo tiraran para afuera, debió inventar algo de religión. Explicar que si le dejaban pintar el bisonte, entonces; los dioses de la tormenta y de la caza, mandarían cosechas más grandes de animales cuando la primavera derritiese las nieves.
Lo que quiero decir es esto: la filosofía, está dicho, es consecuencia del asombro. El arte es hijo de la debilidad y del invierno. Siempre hay una caverna donde vivir el invierno.
Altamira (o Lascaux) han sido llamados la capilla sixtina de la edad de piedra. En realidad, lo que deberíamos decir, si la capilla sixtina estuviera, que no está, bien pintada, es que pretendió ser, y no fue, el Altamira del Renacimiento. Quién yo para decirlo. Pero así es.
Lo que quiero rescatar concretamente no es el bisonte sino el prebisonte que el bisonte testimonia. Digamos: la alta lección humana del maravilloso desgraciado que lo pintó.
Seré claro: no aguanto a los nostálgicos. Me fastidian los abrumados. Me resultan intolerables los conscriptos del desánimo, los convocados por el alma caída. Los que creen que una respuesta a la nieve, es tiritar. Caiga la nieve que tenga que caer, pase lo que tenga que pasar, venga lo que tuviere que venir, Al otro día, los hombres se ponen de pie. Se trepan sobre cosas y buscan el techo.
Porque el pasado siempre es modificable. En efecto, hay un pedazo de pasado en el que podemos actuar. El que todavía no ocurrió, porvenir para nosotros, pero que vendrá y será pasado para los que van a venir. Hacia él vayamos.
Cuando no se puede hacer nada, no se tiene nada que hacer. Y cuando no se tiene nada que hacer, se hace cultura. Como la cultura es todo. cuando no hay nada para hacer, está para hacer todo. Caramba!
No es preciso decir estas cosas en la patria de Lautreamont y de Herrera y Reissig! En la de Felisberto Hernández y Fructuoso Rivera! En la de Joaquín Torres García!
Los cuarenta
Yo, como Homero -modesto de mí, nadie que soy, pero ciego tampoco- trataré de contar los hombres y vientos que fueron antes que nosotros, del tiempo que viví, de aquél cuarenta y tantos en que desperté a la vida en la encrucijada de los libros y los amaneceres que se llamaba Montevideo.
Lo hago, porque algún eco de algún lector de esa franja de tiempo que ahora anda en los veinte años, me ha provocado, con perplejidad, la evidencia de mi condición de supérstite. Como si dijéramos, de sobreviviente transportado por la balsa, testigo de naufragio y prenaufragio Entre los fantasmas que me habitan, este de perdurante es, me atrevo a confesarlo, el único del que sabría enorgullecerme. Es a él a quien quiero ahora pasarle la palabra. Lo haré sin sentimentalismo ni nostalgia, porque éste -algún día habrá que gritarlo- no es, no fue, nunca ha sido ni jamás será, el país de la cola de paja!
Don Joaquín Torres García vivía allá por la calle Colorado o cerca, y vivía en la ley que vivió, de la puerta de la casa abierta. Una vez que lo fui a visitar -que disparate que me recibiera!- lo encontré disgustado. Su hijo Augusto acababa de vender un retrato. "Son jóvenes -decía Don Joaquín- pintan un retrato y les sale estupendo. Y lo venden porque creen que pueden volverlo a pintar. Después, en toda la vida, no vuelven a pintar nada igual. Y lo han vendido!"
Yo oía aquello y sólo ahora lo entiendo. Yo iba a visitar a Don Joaquín y creía que siempre podría visitar gente como Don Joaquín. Me pasó con aquella entrevista como a Augusto con el retrato. No lo entendía.
En la década de los 40, Montevideo era una irrepetible maravilla y nuestra juventud era tan tonta que creía que eso era la realidad. La que se viviría normalmente y para siempre.
No me daba cuenta entonces de lo que significaba encontrarse dos o tres noches por semana con el autor de "Sombras sobre la tierra" en el boliche Metro, y asistir luego a sus clases de la Facultad de Humanidades. Al comienzo de esa década yo estaba empleado en Reuter. El jefe directo era un flaco lacónico, autor de "El Pozo" y muchos años después de "El Astillero". Yo vivía en una casa que alquilábamos a medias con José Bergamín!
Un día -había yo salido segundo, con uno muy malo, en un concurso de cuentos- me tomó del brazo, por 18, Felisberto Hernández. Vení, me dijo, así no se escribe. Y durante dos horas me explicó en un café, qué era la literatura y cómo era necesario escribir. Sólo que nunca pude. Un verso del folklore rioplatense dice que cuando una huella se pierde siempre se encuentra en el suelo. Es lo que estoy tratando de decir. Pero en realidad, lo que quiero decir también es algo más.
Digo que nunca, en los milenios de la historia humana, se ha dado el caso de nadie que haya logrado salir de un pozo por abajo. De los pozos sólo se sale por arriba.
Algo así es lo que me dijo un día Miguel Cervantes. Caminábamos por el Patio de los Naranjos, en Sevilla. El acababa de salir de la cárcel, donde estuvo preso por unos números de alcabalas enrevesados que no sé si terminó de explicar. Y va y me dice, entre los naranjos: Mirá, me dice. Lo importante es que aún llevo la vida sobre el deseo de vivir.
Después lo escribió, creo que en el prólogo de la segunda parte de un libro suyo muy conocido.
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