La vida humana como efecto colateral Jorge Majfud |
(Estas
reflexiones fueron publicadas en el diario La República de Montevideo, en junio de 2003. Lamentablemente, las puedo publicar
hoy en México como si hubiesen sido escritas ayer. Jorge Majfud). Durante
décadas, el Río de la Plata fue un río de inmigrantes. Millones de
hombres y mujeres bajaron de los barcos a aquella tierra desconocida para
plantar su raza y sus costumbres. En su gran mayoría eran europeos,
representantes orgullosos de una cultura avanzada, de una historia llena
de grandes imperios y ominosas dominaciones, que muchas veces se confundió
con una raza inexistente: la raza blanca. Sin embargo, aquellos abuelos
nuestros que bajaron de los barcos en su mayoría eran analfabetos, víctimas
de las más obscenas persecuciones o delincuentes comunes. Por lo general,
gente que no tenía muchas razones para sentirse orgullosa. No porque
fueran pobres y analfabetos, sino porque venían de una Europa enferma,
guerrera y puritana, la mayoría de las veces arrastrando profundos
prejuicios, inútiles rigurosidades morales que se parecían más a la
inhumanidad y a la mentira que a la sabiduría. Un
minúsculo hecho acontecido en el puerto de Buenos Aires retrata con
perfecta economía algunos de aquellos conquistadores, que no carecieron
de virtudes pero que por regla general hicieron todo lo posible por
olvidar sus defectos, esos mismos que la antropología intentó disimular
en los libros. El milagro me lo transmitió mi tío Caíto Albernaz, un
campesino sin universidad pero con muchos libros al lado del arado y una
inteligencia ética demasiado fina para ser escuchada sin fastidio,
destruido hace ya muchos años por la dictadura militar. Yo era un niño aún
y le escuché contar, con la misma brevedad, mientras escuchábamos el
canto o la queja de un ave nocturna, inubicable en el extenso horizonte
del atardecer: “Todavía con las valijas en las manos, un grupo de
inmigrantes se cruzó con otro grupo de otra nacionalidad, probablemente
de algún país periférico de Europa. Entonces, uno le dijo a otro:
‘Nuestra lengua es mejor porque se entiende’”. Con
el tiempo, esta iluminación de la ignorancia se fue ocultando bajo una
espesa capa de cultura. Sin embargo, en lo más profundo de nuestro corazón
occidental, aún sobrevive la actitud primitiva que considera nuestra
propia lengua la mejor lengua, nuestra moral la mejor moral y, aunque nos
duela, nuestros muertos las únicas víctimas. Y para darse cuenta de esto
no es necesario una universidad sino la sensibilidad de aquel campesino
que sabía escuchar a los pájaros. Durante
todo el siglo XX, uno de los principios éticos que justificó cada
genocidio y cada matanza, en masa o a pequeña escala, fue aquel en el
cual se establecía que “el fin justifica los medios”. Como era de
esperar, los nobles fines nunca llegaron y, por ende, los medios
terminaron por perpetuarse, es decir, los medios se impusieron como fines.
(Así suele ocurrir con las Causas cuando se transforman en ideologías, o
con la Fe cuando se transforma en dogma.) Lo cual es doblemente lógico,
ya que si uno pretende defender la vida con la muerte, el uso de este último
recurso hace imposible el logro perseguido. Al menos que el logro sea la
resurrección indiscriminada. Con
el transcurso del tiempo, las retóricas y las ideologías han ido
cambiando. Sólo cambiando; no han desaparecido en ningún momento. De
hecho, el precepto de que “el fin justifica los medios” se encuentra
tan vigente hoy como pudo estarlo en tiempos de Stalin o de Nerón. Ahora,
de una forma más técnica y menos filosófica, se entiende el mismo
concepto con la expresión “efectos colaterales” Veámoslo
un poco más de cerca. En los últimos cincuenta años se han venido
realizando intervenciones militares, por parte de las mayores potencias
mundiales, con el objetivo de mantener el Orden, la Paz, la Libertad y la
Democracia. No vamos a ponerlo en duda —esto complicaría el análisis
ya desde el comienzo—. En cada una de estas intervenciones en defensa de
la vida ha habido muertos, por supuesto. A diferencia de las antiguas
guerras, los muertos escasamente son militares (lo que hace de este oficio
uno de los más seguros del mundo, más seguro que el oficio de
periodista, de médico o de obrero de la construcción) y nunca son los
promotores de tan arriesgadas empresas. Por regla común, los nuevos
muertos son siempre civiles, algún viejo que no pudo correr a tiempo, algún
joven inconsulto, sin voz ni voto, alguna mujer embarazada, algún feto
abortado. Miremos
por un momento estos muertos que no nos tocan ni nos salpican. ¿Son
muertos imprevistos? Creo que no. A nadie puede sorprender que en un
ataque militar haya muertos. Los muertos y las guerras poseen lazos históricos,
así como las guerras y los intereses corporativos. Tan previsibles son
estos muertos que han sido definidos, en bloque, como “efectos
colaterales”. No es cierto que las “bombas inteligentes” sean tontas;
hasta un genio se equivoca, eso lo sabemos todos. Ahora, el problema ético
surge cuando se acepta sin cuestionamientos que estos “efectos
colaterales” son, de cualquier manera, inevitables y no detienen nunca
la acción que los produce. ¿Por qué? Porque hay cosas más importantes
que los “efectos colaterales”, es decir, hay cosas más importantes
que la vida humana. O por lo menos de cierto tipo de vida humana. Y
aquí está el segundo problema ético. Aceptar que en un bombardeo la
muerte de centenares de inocentes, hombres, niños y mujeres, puedan ser
definidos como “efectos colaterales” es aceptar que existen vidas
humanas de “valor colateral”. Ahora, si existen vidas humanas de valor
colateral, ¿por qué se inicia una acción de este tipo en defensa de la
vida? La razón y la intuición nos dice que el precepto lleva implícita
la idea, no cuestionada, de que existen vidas humanas de “valor
capital”. Un
momento. Ante tan grotesca conclusión, debemos preguntarnos si no hemos
errado en nuestro razonamiento. Para ello, debemos hacer un ejercicio
mental de verificación. Hagamos el experimento. Preguntémonos ¿qué
hubiese ocurrido si por cada cinco niños negros o amarillos destrozados
por un “efecto colateral” hubiesen muerto uno o dos niños blancos,
con nombres y apellidos, con una residencia legible, con un pasado y una
cultura común a la de aquellos pilotos que lanzaron las bombas? ¿Qué
hubiese ocurrido si por cada inevitable “efecto colateral” hubiesen
muerto vecinos nuestros? ¿Qué hubiese ocurrido si para “liberar” a
un país lejano hubiésemos tenido que sacrificar cien niños en nuestra
propia ciudad, como un inevitable “efecto colateral”? ¿Hubiese sido
distinto? Pero cómo, ¿cómo puede ser distinta la muerte de una niña,
lejana y desconocida, inocente y de cara sucia, a la muerte de un niño
que vive cerca nuestro y habla nuestra misma lengua? Pero ¿cuál muerte
es más horrible? ¿Cuál muerte es más justa y cuál es más injusta? ¿Cuál
de los dos inocentes merecía más vivir? Seguramente
casi todos estarán de acuerdo en que ambos inocentes tenían el
mismo derecho a la vida. Ni más ni menos. Entonces, ¿por qué unos
inocentes muertos son “efectos colaterales” y los otros podrían
cambiar cualquier plan militar y, sobre todo, cualquier resultado
electoral? Si
bien parece del todo lícito que, ante una agresión, un país inicie
acciones militares de defensa, ¿acaso es igualmente lícito matar a
inocentes ajenos en defensa de los inocentes propios, aún bajo la lógica
de los “efectos colaterales”? ¿Es lícito, acaso, condenar el
asesinato de inocentes propios y promover, al mismo tiempo, una acción
que termine con la vida de inocentes ajenos, en nombre de algo mejor y más
noble? Un
poco más acá, ¿qué hubiese ocurrido si los gusanos dejaran de comer niños
pobres y comenzaran a comer niños ricos? ¿Qué ocurriría si por una
negligencia administrativa comenzaran a morir niños de nuestra heroica e
imprescindible well to do class? Una
“limpieza ética” debería comenzar por una limpieza semántica: deberíamos
tachar el adjetivo “colateral” y subrayar el sustantivo “efecto”.
Porque los inocentes destrozados por la violencia económica o armada son
el más puro y directo Efecto de la acción, así, sin atenuantes eufemísticos.
Le duela a quien le duela. Todo lo demás es discutible. Esta
actitud ciega de la Sociedad del Conocimiento se parece en todo a la
orgullosa consideración de que “nuestra lengua es mejor porque se
entiende”. Sólo que con una intensidad del todo trágica, que se podría
traducir así: nuestros muertos son verdaderos porque duelen. |
Jorge
Majfud
Montevideo
25 de junio de 2003
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