SANDRA.
— Emociones. Emociones, ¿entiende? Me
gusta sentir emociones. Embriagarme,-
bailar, enloquecerme. Estoy hecha para
eso: para perder la cabeza.
ANTONIO.
— Por favor, Sandra. Perder su
cabecita... No puedo concebir la idea de
verla marchar entre la chusma,
bamboleándose en esa carreta cuadrada
como vi en el libro, era un grabado
antiguo, y atrás el cadalso con el filo
colgando en el aire y una cuerda que de
pronto deja caer la hoja de acero y...
SANDRA.
— Soy así. Un cuerpo despreocupado. Por
eso me gustan las fiestas en verano. Llego
a sofocarme bailando y bailando y sin
embargo no quisiera perderme una pieza. Me
lo pide el ánimo, la música y el aire
tan quieto y el calor. Llego a olvidarme
de todo y me apuro por ser feliz. ¿Verdad
que un placer tan perfecto no debería
terminarse nunca?
ANTONIO.
—Nunca, Sandra, nunca. Por eso yo
.......
SANDRA.
— Únicamente algo tan silencioso y tan
infame como el amanecer, puede derrumbar
la delicia de una noche de verano.
ANTONIO.
— Vamos a no pensar en el amanecer. Siga
hablando de su cuerpo.
SANDRA.
— Mejor tomamos otra copa. Cuando
estalle la tormenta quiero que estemos en
él jardín. Por como pesa el aire sobre
la piel, creo que hoy va a temblar la
tierra.
(la
otro extremo. Interrumpiendo.)
GORGA.
— ¡Tierra! Por no decir cubierta de
lodo y de vergüenza. Una arrastrada.
SILA.
— Una mujer casada revolcada por la
tierra.
GORGA.
— Usted también lo sabe. Me alegro.
Mejor sería que las mujeres así murieran
antes de nacer.
SILA.
— Debieran morir Gorga. Y mucho antes,
porque la que es mala hija termina siempre
siendo mala esposa. ¡ Y con un empleado!
¡ Dígame si no es un verdadero descaro
llegar a eso con un empleado, aunque sea
un alto empleado!
GORGA.
— Yo no pienso pisarle la casa nueva. De
esto estoy segura. Aunque fuera de oro,
tampoco iría.
SILA.
— Ni yo. ¡ Me tiene bien sin cuidado la
famosa casa nueva!
GORGA.
— Como a mí. Dice Ema Garesse, la
casada con el recaudador, que estuvo el
día de la recepción, que las cortinas
son traídas de Venecia y la cristalería
y todo.
SILA.
— Pues me tiene sin cuidado. Para mí es
como si no existiera. Eso, y el famoso
salón amarillo. Le estuve preguntando a
la prima de Amalia que también estuvo y
me dijo que todo es un despilfarro. ¡Como
si el dinero pudiera tapar lo demás!
GORGA.
— Tiene razón. Uno no piensa, pero el
dinero no es todo, hay cosas que importan
más que el oro o por lo menos debería
haber. Por ejemplo... (No encuentra.)
SFLA.
— Claro que debería …
GORGA.
— ¿Verdad que debería haber? Uno nunca
se acuerda de algo que valga más que el
oro, pero ... debería acordarse.
SILA.
—Usted Gorga, usted sí que merece tener
una casa como ésa.
GORGA.
— Y usted misma, Sila, ¿por qué no?
SILA.
— Porque no Gorga. Nosotras tenemos que
seguir en lo que estamos, a medio sueldo,
como quien dice. Somos viejas, feas y
decentes. A veces es para creer que falta
un Dios que esté mirando lo que pasa. Uno
llega a sentir odio.
GORGA.
— Es bien cierto. Se agolpa tanto odio,
que uno mismo se asusta.
(En
otro extremo tres máscaras.)
—Esté
seguro: es exactamente así.
—Yo
no comparto: la gente no es rencorosa. Se
olvida.
—¡Ah
no! Es rencorosa, envidiosa y odiosa.
—Odiosera
y pordiosera.
—Esté
seguro. Y por eso mismo nos tienen odio.
(En
otro extremo.)
GORGA.
— Tanto odio que uno mismo se asusta.
(En
otro extremo.)
(Varias
máscaras, a coro.) — Uno se asusta de
la gente.
—Sería
mejor cerrar las ventanas.
—Viene
tormenta. El tiempo está amenazante.
—El
tiempo aprieta pero no ahorca.
—Pero
amenaza. En estos tiempos todo amenaza.
—Sería
mejor cerrar las ventanas. Es más
protección.
—Claro.
Hay que defenderse.
UN
GENERAL. (Adelantándose.) — Que cierren
las ventanas con doble postigo y dos
trancas en cada hoja para mayor
protección.
(Suena
un clarín. Luego el baile rehace
bruscamente su apariencia de fiesta)
BOHR.
(Entrando. Es el único que está vestido
de negro. Es notoriamente de otra especie
que los demás personajes, como de otro
mundo, tal vez de un lugar más próximo
al mundo real. Sin embargo no tiene cara.
Su cabeza, de la frente al mentón, es
lisa y blanca como un huevo.) — Ahora no
hay de qué asustarse. Cerraron las
ventanas. Lo que viene es un temporal,
nada más que eso. Oyeron el trueno y el
relámpago fue clarísimo. Una tormenta de
verano. La vi bien. Estaba emboscada en el
horizonte, honda, negra, espesa como el
ala de un cuervo. ¡Ay! Pero no es una
amenaza, una amenaza amenazante. No. Ahora
está encima de nosotros y se sabe que es
nada mas que una tormenta, pero en el
cielo. En la tierra no. Todo sigue en
orden, aquí. En orden y con órdenes.
Órdenes de... ¿Dónde está el rey? ¿
Dónde? Pregunto: ¿dónde está el rey
que da las órdenes? ¿El rey, no vino
todavía? El rey. (Va pasando entre las
máscaras revisándolas.) Pregunto dónde
está el rey. ¿El rey? Que no se pierda.
Cuídenlo. ¿El rey? No llegó. ¿No
llegó el rey? (Se ha perdido entre las
parejas y sale.)
SANDRA.
— Adoraría a un hombre capaz de bramar
más fuerte que los truenos. En noches
como hoy cuando está por estallar el
temporal me siento tentada de desnudarme y
salir al campo a mojarme el cuerpo con las
primeras gotas; ahora mismo envidio las
flores que están abiertas y ávidas sobre
la tierra, esperando el frescor de la
madrugada. Soy así. El solo perfume de
una noche como hoy podría hacerme gritar.
(Toma a su compañero de los hombros y lo
beso salvajemente.)
(En
otro extremo.)
EVIA.
(En un grito.) — Ay no! ¡No, Dios mío!
¡ No,
no!
—¿Qué
pasa? ¡Evia!
—¿Qué
pasa?
—Por
Dios, cálmese.
EVIA.
—Lo estoy viendo. Y no quiero verlo. Es
demasiado. Lo sé porque lo estoy viendo.
Fue Juan Endriago. Podría jurarlo. Sí.
Estoy segura. Fue él. Está ahí y se
está riendo. Se ríe de lado a lado.
—Pero
cálmese. No hay nadie.
EVIA.
— Sí. Lo mató. Lo está matando y yo
siento el dolor. Estoy sintiendo el tajo.
¡Aquí! Juan Endriago mató al rey a
puñaladas. Juan Endriago.
—¡El
Cuervo!
EVIA.
— El Cuervo, sí. El Cuervo que estaba
emboscado. Asaltaron el coche, eran muchos
bandidos, una nube de bandidos malvados en
el horizonte y lo mataron. Aquí, aquí le
dieron el tajo, hondo, espeso, colorado,
lo estoy viendo, un tajo largo como el ala
de un cuervo mojada en sangre.
—Llamen
a un médico. Esta mujer delira.
—No
hay que alarmarse. Es nada más que una
mujer atemorizada. Una mujercita...
—Pero
sería mejor que cerráramos las rejas del
jardín.
—¿Para
qué? La tormenta está en el cielo.
—Sería
mejor, para que no entren los
presentimientos.
—O
las noticias.
—O
el Cuervo.
—¡Cállese!
—Pero
es mejor cerrar.
—Claro
que es mejor.
JEFE
DE GUARDIAS. (Adelantándose.) — Que
cierren las rejas del palacio con doble
cadena y dos vueltas de llave en cada
candado para mantener la seguridad
interior.
GRAN
PREBOSTE. — Y que se deje caer la gran
puerta, cerrando la muralla.
ALCALDE.
— Y que se suba el puente levadizo para
aislamos del todo.
MAGISTRADO.
— Y que se envenenen las aguas del foso
principal para que los malvados mueran
envenenados.
(Suenan
clarines, se oyen las cadenas, los
cerrojos, el golpe de las rejas y puertas,
el chirriar del puente, etcétera.
Bruscamente se rehace el baile alegre y
despreocupado.)
LARA.
— Tengo una cinta color primavera,
comprada en París.
MINA.
— Debe ser un color maravilloso.
LARA.
— Algo nunca visto.
MINA.
— Desde que se usa el peinado Warring,
una cinta de seda es lo más importante
del mundo, ¿verdad?
LARA.
— A Mourelle le encantan los matices del
rosa y dice que no puede yerme el azul o
el amarillo.
MINA.
— Como Bálart. Me compró 17 tonos
imaginarios, todos emparentados con el
celeste, pero ninguno es celeste, celeste.
LARA.
— Menos mal.
BOHR.
(Viene desde atrás de las parejas que
bailan, hasta el primer plano.) — ¿Y el
rey? ¿Nadie se da cuenta? ¿Nadie piensa
en el rey? ¿Nadie se acuerda de él y de
la reina —tan dulce, tan frágil—
nadie se acuerda de la reina, que es el
regazo del mundo? No. En ella no piensa
nadie. Y sin embargo no han llegado
todavía y ya no pueden entrar porque
cerraron el palacio y porque el camino
está cargado de amenazas y de muerte.
Este cuerpo sensible se tuerce de dolores
y de presagios y hay un cuervo clavado en
su costado, picoteando el festín de su
hígado, pero nadie se acuerda.
¡Ah!
¡ Cómo quisiera librarme también yo de
esta seguridad funesta! ¡ Cómo quisiera!
Pero no. No hay modo; no puedo detener mi
pensamiento. La desgracia cabe en un grano
de arena y debo esperar que pase un
desierto de tiempo inseguro. La desgracia
está ahí y ahí y ahí, emboscada como
una mancha de silencio, entre ésta o
aquélla sombra y el suelo por el cual
desliza, buscando espacio entre la carne
abierta y el filo que la corta; la
desgracia está aquí o aquí o en el
aire, calada entre una frase cualquiera
dicha por cualquiera al azar y nuestro
entendimiento que la descifra de pronto y
nos hace saber la primer noticia del
desastre. Pero a nadie le importa. Todos
hablan, hablan, hablan inconteniblemente,
sin darse cuenta, sin pensar. En vez de
cerrar las rejas y las murallas del
castillo, cuánto mejor sería cerrar las
palabras y sobre todo cerrar mi
inteligencia para no entender, para no
estar viendo lo que recién mañana
estaré obligado a saber. (Se arrodilla,
se recoge sobre sí mismo, se toma la
cabeza entre las manos.) Debo pensar en
otra cosa. Debo pensar en otra cosa o no
pensar. Mejor no pensar. Ojalá pudiera no
pensar o pensar en una cinta de colores.
En una cinta.., de colores.
LARA.
— Tengo una cinta color primavera
comprada en París.
MINA.
— ¿Te gusta la mujer del general
Calero? En serio, ¿te gusta?
LARA.
— Algo nunca visto, 37 tonos
imaginarios.
BALART.
— Mucha abundancia y poca consistencia.
(Máscaras
de uno al otro lado del escenario.)
—Mucha
arrogancia y tanta insuficiencia.
—Cintas
de Francia y mucha inminencia.
—Mucha
ignorancia y poca resistencia.
SANDSRA.
— Es mi cuerpo. Mi cuerpo. Sí, mi
cuerpo. Envidia las flores que esperan el
rocío y envidia la matriz de la tierra
que tiene sed de ser fecundada.
El
solo perfume de una fecundación podría
hacerme gritar y estremecerme. (Besa a su
compañero en la misma forma que ya lo
hiciera.)
EL
GRAN HERIDO. (Es un soldado. Su sable
está quebrado. Tiene cubierto de enormes
vendajes y grandes manchas de sangre. Su
apariencia es guiñolesca.) (Entrando en
un grito.) ¡ Viva la libertad! (Se
derrumba en medio del salón provocando
una conmoción general.)
—Pronto,
un médico.
—¿¡Cómo
entro este hombre, tan sucio!?
—Es
un defensor del orden.
—(Sacudiéndolo.)
Hable. ¿Qué pasa? Hable. ¿Por qué
está herido?
—Ensucia
el piso.
—Hable.
EL
GRAN HERIDO. (Trabajosamente.) — Todos
ustedes... van a ser perseguidos... Vine a
avisar. (Vuelve a desmayarse.)
UN
MÉDICO. — Permítame. (Lo trata con
fricciones y pequeños golpes.)
EL
GRAN HERIDO. — Todos ustedes.., al
exilio, sufrirán castigos, tormentos, la
guillotina... Todos.
—Pero,
¿por qué... qué ha pasado?
EL
GRAN HERIDO. — El general Jacinto Corbo
se levantó en armas. Dos regimientos de
infantería y el cuartel de artilleros.
Frente al arsenal hubo lucha con los
guardias del rey y con nuestro batallón
de caballería. Pero son superiores en
número. No hubo casi resistencia. Nos
dispersaron.
—Y
ahora ¿siguen luchando?
EL
GRAN HERIDO. — Rodearon el palacio.
Están organizando el asalto.
—¿
Este palacio?
EL
GRAN HERIDO. — Sí, éste.
—Pero,
¿y el rey? ¿Qué hizo el rey?
EL
GRAN HERIDO. — Prisionero. Sin disparar
un tiro. La reina fue guillotinada en la
plaza de Garví. Tenía el pelo canoso.
Todos vimos rodar la cabeza blanca de la
reina.
—¡No!
¡Pobrecita! La reina no.
EL
GRAN HERIDO. — También la reina. Claro
que sí. Guillotinada.
—Estamos
rodeados.
—Hay
que hacer algo.
—Amor...
tengo mie...
—No
lo digas.
—Debe
haber cientos de soldados prontos para
asaltarnos.
—Asaltantes.
—Sí.
Miles de asaltantes y turbas enfurecidas.
—Y
seguramente el Cuervo, el gran canalla.
—No.
Corbo, el gran general.
—Es
lo mismo. Cuervo y Corbo.
—Claro,
es de rapiña.
—¿Habrá
rapiña?
—¡No,
por Dios!
—Rapiña
y pillaje.
—¿Y
las mujeres?...
—Habría
que hacer algo. Luchar.
—Eso
no. Son demasiados. Está toda la chusma.
—Los
odiosos. Todos.
EL
MÉDICO. — Pronto. Necesito ligar la
arteria. Este hombre se muere.
—Sáquelo
del salón. Ensucia.
—Déjelo
quieto. Un solo soldado no importa. ¿Qué
se hace con un soldado?
—Nosotros
debemos pensar en nosotros.
—Habría
que huir. Tiene que haber un medio.
—Hay
que huir de cualquier manera.
—Sí,
sí. Hay que huir. Correr a la frontera.
Estar lejos.
—Por
favor. Vamos.
—Vamos.
Vámonos lejos, querida.
—Amor,
tengo miedo. Tengo miedo. (Llorando.)
¡Tengo miedo!
(Transición
brasca: hilaridad. Se oyen grandes
carcajadas.)
—Dice
que tiene miedo. Si será mujer
histérica.
(Todos
la señalan y se ríen. De ese coro de
carcajadas, sale una risa de mujer en
plena crisis nerviosa.)
LA
HISTÉRICA. — Yo. Yo soy culpable. Sí.
Yo. Hice mal. Fui déspota. Fui orgullosa.
Sí. Quise humillar y pisar, ser superior,
ser superior y despreciar. Quise
despreciar a esos que son inferiores. Por
eso quieren vengarse ahora. Y tienen
razón. Fui mala y tienen razón. Tienen
razón los inferiores. Tienen razón los
inferiores.
EL
RICO. — Yo estoy tranquilo. Lo mío fue
herencia. Yo no pedí nada, ni robé, ni
saqué nada a nadie. No hice nada yo. Todo
lo mío me vino de mi padre.
UN
HOMBRE. — Y a su padre, ¿de dónde le
vino la fortuna? ¿La encontró? ¿La hizo
trabajando?
EL
RICO. — Pero yo soy otro.
UN
HOMBRE. — Otro ¿eh? Entonces tiene lo
ajeno, gasta lo que es de otro.
EL
RICO. — Pero fue mi herencia.
UN
HOMBRE. — Hay que decidirse, ¿hereda o
no hereda a su padre?
EL
RICO. — Yo recibo la herencia, pero...
UN
HOMRRE. — Pero con la herencia, vienen
los robos, las coimas, la falta de
escrúpulos, las canalladas de su padre.
Todo viene con el dinero mal habido. Se
hereda todo.
EL
RICO. — Yo nunca hice nada.
UN
HOMBRE. — Eso es lo que digo. Nunca hizo
nada. Un zángano. Un privilegiado. Un
abusador. Un cero a la izquierda
disfrutando toda una vida.
HOMBRE
SEGUNDO. — Ahora vas a pagarlo bien. Ese
soldado muerto es la primer noticia de la
desgracia.
BOHR.
(Entrando desde atrás como las veces
anteriores pasando entre las máscaras.)
— No. Es absurdo. Ese herido es mentira.
Es ridículo. Puede quitarse el gorro de
vendas y pararse. No tiene nada. (El
soldado lo hace.) ¡ Qué absurdo! ¡Qué
figura tan grotesca, tan burda, tan
exagerada!
EL
GRAN HERIDO. (Mientras se quita sus
aditamentos y va convirtiéndose en una
mascara como las demás.) — Fue una
broma de carnaval. ¿Verdad que parezco un
defensor del orden, herido por la chusma
insubordinada? Es un buen disfraz,
¿verdad? Un disfraz exagerado, pero
posible. Demasiado posible. Inminente. Un
disfraz que se nos viene encima.
BOHR.
— ¡Basta! No hay nada tan irritante
como un absurdo persistente. Se hace
insoportáble, obsesivo.
EL
GRAN HERIDO. —Pero...
BOHR.
— ¡Basta! ¡Basta!
EL
GRAN HERIDO. — Está bien. (Se despoja
de su ultimo aditamento y lo tira lejos.
Se convierte en
Balart.)
Como dije: tiene abundancia. Es evidente,
Mina, pero le falta consistencia.
LARA.
— ¿Dijiste que me falta conciencia?
MINA.
— No. Dijo decencia.
MOURELLE.
—Pero pensó indecencia. (En otro
extremo.)
—Violencia.
(La
palabra corre de extremo a extremo.)
—Violencia.
—Violencia.
—Vehemencia.
—Demencia...
Demencia.
—No.
Violencia. Violencia. Videncia.
DOS
O TRES. — ¡¡¡Violencia!!!
UN
PROFESOR. (Como indicando en un
pizarrón.)
—
Es un esquema para alumnos de primer año.
Sencillísimo. A mayor compresión e igual
combustión: mayor reacción. A mayor
opresión e igual reacción: mayor
revolución. Es el llamado principio de la
reacción en cadena o de los reaccionarios
encadenados: admisión, opresión,
revolución y escape. ¿Entienden? Un
simple motor a cuatro tiempos: reacción,
opresión, revolución y escape.
Reacción, opresión, revolución y
escape. Reacción, opresión, revolución
y escape.
BOHR.
— Basta. Por Dios, basta. Basta. Basta.
(Las luces bajan y suben luego con los
cuchicheos.)
—Pero
si estamos rodeados de enemigos.
—Totalmente
rodeados.
—Estamos
cercados. Un cerco de hierro.
—¿Se
puede predecir el resultado de esta
guerra?
—¿El
resultado, para usted?
—¿A
quién le importa el resultado de una
guerra? ¿A los muertos del ganador o a
los que son derrotados y se salvan?
—¡Y
las últimas noticias son tan graves! Se
lucha en las calles esquina por esquina y
casa por casa.
—Ah
sí. Según los boletines urgentes es muy
grave. Y que va a pasarnos a nosotros
aquí. ¿Qué va a pasarnos?
—No
sé, querida. Yo no sé de estas cosas.
Ojalá entendiera algo y pudiera saber o
hacer algo. Pero no sé.
—¿Y
el ejército? ¿Y nuestras armas?
¿Nuestros planes de defensa y ataque?
¿Dónde están nuestras fuerzas?
—Todos
tienen fuerzas, tienen armas y grandes
planes de defensa y ataque. En especial el
enemigo tiene planes de ataque. Y el
general Corbo.
—Es
horrible. Debiéramos huir.
—Claro
que hay que huir.
—Pero
ahora es tarde. Se produjo la invasión.
—El
estado de sitio.
—.Nos
rodearon y estamos sitiados. Un cerco de
hierro y fuego.
—Entonces
es la guerra total. La masacre.
—Ya
no hay lugares a donde huir. Estamos
perdidos, amor mío.
—¡Mi
vida!
—¿Y
mis hijos? ¿Dónde están mis hijos? (En
un grito.) ¡Ciro... Diego… Marcia!
BOHR.
(Sereno, en voz baja.) — Ésta es la
desgracia. La esperaba. Es la desgracia,
aquí, entre nosotros. La destrucción, la
crueldad ojo por ojo y casa por casa;
fieras contra fieras; sin piedad. (In
crescendo de angustia.) Oh Dios mío:
quisiera ser otro, haberme muerto, no
haber nacido aquí y ahora, quisiera estar
hundido, hondo, inmóvil, sin siquiera
soñar, hundido en la tierra sin ver ni
sentir nada; acurrucado; quieto.
(Tembloroso.) Dios mío: dame un pozo en
la tierra donde estar defendido y a salvo,
una fosa, un sepulcro profundo donde
abrigarme como una criaturita antes de
nacer, un regazo donde estar vivo y sin
amenazas, el útero de mi madre. (Cayendo
di suelo.) Dios de misericordia: es tu
creación, soy tu obra, dame un rincón en
el mundo el más húmedo y frío y
soterrado, la cueva de una rata donde
refugiarme como una rata; no soy más que
eso: una rata presa del terror. Algo que
sufre y se desvive. (Arrastrándose.)
Dios: apiádate de mí, sé bueno, sé
bueno conmigo: dame la miseria y la falta
de esperanza, dame las tinieblas y la
humillación, dame el dolor y la infamia
para mí, mas libarme del miedo.
(Llorando.) Líbrame del miedo, Dios mío.
Líbrame del miedo. (Sale arrastrándose.)
(A
lo largo del monólogo bajan las luces y
afuera salta la claridad intensa de los
relámpagos. Por transparencia el palacio
deja ver los barrotes de una jaula y sobre
las paredes un juego de sombras
amenazadoras. Se oye un trueno y luego
otro. Tal vez un bombardeo. Hacia el final
la oscuridad se hace completa. Suenan las
sirenas de alarma. Las ambulancias.
Clarines. Disparos. Ayes de dolor.
Imprecaciones. La plegaria de Bohr se hace
inteligible en los momentos de silencio y
se continúa como un jadeo de angustia
sobrepuesta a los ruidos. Después de sus
última frase hay un breve silencio y se
empieza a oír, cada vez más claramente
la música del baile, las laces suben
gradualmente y se rehace una vez más la
misma fiesta.)
MUCHACHO.
— ¡ Qué noche tan deliciosa! ¿Verdad?
MUGHAGHA.
— Podría bailar infinitamente y sin
envejecer.
MUCHACHO.
— Yo, podría ser infinitamente feliz,
estando infinitamente cerca de una
criatura tan infinita.
MUCHACHA.
— Me parece que a usted el baile lo pone
un poco infinitivo.
MUCHACHO.
— Y sin embargo, con respecto a usted
tengo un sinfín de fines tan definidos.
(Ríen.)
(En
otro extremo.)
HOMBRE.
— Qué noche tan encantadora, ¿verdad?
MUJER.
— Podría bailar así durante días. ¡
Soy tan feliz!
HOMBRE.
— Si usted quisiera yo podría ser feliz
para siempre.
MUJER
— No me diga que sabe cómo ser feliz,
que descubrió la manera.
HOMBRE.
— Usted es mi manera.
MUJER.
— Me parece que usted es feliz de muchas
maneras. (Ríen.)
(Suenan
trompetas. Pausa.)
UNA
VOZ. — Sus santas majestades, el rey y
la reina. (Pausa. Hacen su entrada el rey
y la reina. Vienen vestidos de etiqueta,
frac y vestido largo. Impecables,
realistas, encantadores. Las máscaras se
apartan a su paso y se inclinan
reverentemente.)
EL
REY. — Todo está en orden y cada uno en
su lugar. Me alegra. Sigan divirtiéndose
así. Cada uno en su lugar y sin molestar
a nadie. Continúen, por favor. (Se sienta
y la reina junto a él, en un lugar
elevado.) Cada uno en su lugar. Vamos.
Vamos, señores. Sin salir de sus lugares
y sin romper el orden. ¡Si todos pueden
ser felices! El inspector inspecciona. El
recaudador recauda. El policía vigila y
el general luce sus galones. El sacerdote
acomoda el Divino Padre Santo a nuestra
realidad y el que trabaja, trabaja. Marco
Ruffo nace malo y Pesante sin talento. Los
Rosón son distinguidos. Los Mayorca,
poderosos y además hay una chusma de
caras desconocidas que siempre es la
misma. Pero los débiles son muy
importantes también porque sin débiles
no hay poderosos. ¡Podemos ser tan
felices si cada uno goza en su lugar,
quedándose en su sitio!
PEDRO.
— ¿Y Juan Endriago? ¿También Juan
Endriago se queda en su sitio, Majestad?
EL
REY. — ¡El Cuervo! ¿ Quién nombró al
Cuervo? Tú, Pedro. Está prohibido
pronunciar su nombre en mi presencia.
Debemos empezar a hacer justicia,
ajusticiando. (La acción se hace muy
rápida. Se compone por los actores la
sala de un juicio.)
EL
FISCAL. — Como Fiscal del reino, acuso a
Pedro Saga de alta traición, en virtud de
sus actos contra el estado, la
tranquilidad pública y la libertad.
Artículo 68 del Código Penal y
concordantes.
JUEZ.
— El Jurado debe disponerse a dar su
fallo. ¿Culpable o inocente?
JURADO.
(A coro.) — Culpable, señor Juez.
REY.
—La justicia dio su palabra. Que venga
el verdugo y que muera sometido al garrote
vil. (Cuchicheo con la Reina.) ¡Alto! La
Reina con su espíritu dulcísimo
intercede por el reo. Por esta vez, se
conmuta la pena. Por pura piedad libramos
al reo de morir estrangulado. Que caiga su
cabeza bajo el hacha. ¡Verdugo! (El
verdugo arranca una larga cortina roja y
cruza la escena arrastrándola. La acción
se hace ahora muy lenta.)
REY.
— ¿Por qué tarda tanto ese verdugo?
—No
debiera venir así, trayendo eso.
—¿Qué
quiere que traiga?
—Podría
traer el hacha. El hacha de hacer
justicia.
—Es
lo mismo. ¿No ve que es lo mismo?
—Siempre
sospeché de la demasiada justicia.
—También
en la Edad Media...
—No
sea cobarde, cállese.
—Pero
no debiera llegarse a semejante cosa.
—¿Usted
también es traidor?
—No
debiera correr un río así.
—Sin
embargo es mejor prevenir que curar.
—La
verdad es esa. Nosotros debemos
prevenirnos.
—Debemos
prevenirnos de todas maneras.
—¿Aunque
sea abriendo aquí mismo un río de
sangre?
(El
verdugo ha envuelto la punta de la cortina
en torno al cuello de Pedro y ahora lo
saca con las manos esposadas en la
espalda, llevando detrás de sí un largo
río de sangre. Se rehace el baile. La
acción vuelve al ritmo normal.)
INQUISIDOR
(Interrumpiendo.) — ¡Majestad! ¡
Señores! ¡ Hombres del país! Atención.
Es muy importante: en mi carácter de
primer Inquisidor procederé a leer la
primera lista de complotados subversivos
investigados y acusables. Atención,
señores. La primera lista de sospechosos.
(Traen a un hombre entre dos guardias y
luego otro y otro y otro. La rueda se hace
interminable, mientras el Inquisidor lee.)
Este repugnante sujeto está preso bajo la
acusación de ser amigo de un amigo del
sobrino político del gran enemigo. Este
criminal sin escrúpulos se mantiene
incomunicado por agresión a mano armada
con fines subversivos. No hay pruebas, ni
armas, pero se sigue averiguando. Esta
mujer delincuente es de las peores.
Proclama a los cuatro vientos que el
enemigo es infame pero no quiere admitir
que el enemigo echa fuego por la boca.
Este ciudadano extraviado pensó dos veces
lo que está prohibido y una vez lo dijo,
en el oído, a alguien de su familia. Esta
mujer desgraciada es reincidente porque ya
fue interrogada dos veces. Se niega a
recordar lo que ignora. Este individuo
miserable es un activista y un agitador.
Insiste en fingir que es manco, pero se
presume que debe haber alguna mano en la
sombra.
FISCAL.
— Para todos los sospechosos, el Fiscal
acusador pide la pena máxima. La
salvación pública, lo exige. Lo piden la
paz y la seguridad interior.
EL
REY. — Que venga el verdugo y que traiga
el hacha. (Gesto a la Reina.) Tenemos que
ser piadosos. El hacha.
EL
JUEZ. — Primero que falle el Jurado.
EL
JURADO. — ¡El hacha! Que caigan todos
bajo el hacha.
(Son
llevados en sentido inverso los
sospechosos.)
EL
JUEZ. — Como juez: condeno: el hacha.
MUJER.
— Señor Inquisidor: mi hermano está
encuervado.
INQUISIDOR.
— ¿Y cuál es? ¿Cuál es tu hermano?
MUJER.
— Aquél, señor. Está encuervado,
tiene el Cuervo en el cuerpo.
JEFE.
— Efectivamente, en mi carácter de Jefe
del Servicio Secreto puedo informar que
mis agentes lo tenían vigilado
estrechamente. Corroboro la acusación. Su
situación era ya muy comprometida. Le
falta nada más que confesar. Aunque no
fuera culpable le falta solo confesar.
(Los
agentes lo traen, lo sientan en una silla
y comienzan un interrogatorio policial,
volviéndolo, a cada pregunta, hacía uno
y otro lado.)
—¿Nombre?
—¿Edad?
—¿Estado?
—¿Cédula?
—¿Profesión?
—¿Enrolamiento?
HERMANO.
— Cualquier cosa que diga va a ser para
peor.
—¿Domicilio?
—¿Número
de credencial?
—¿Lista
de sus antecedentes penales?
—¿Dónde
estuvo ayer?
—¿Y
anteayer?
—¿Y
mañana? ¿Dónde estuvo mañana?
—¡Le
pregunto dónde estuvo!
—¿Y
que hizo?
—¿Y
por qué?
—Conteste.
—¿Qué
dijo ayer?
—¿Qué
pensó hoy?
—¿Qué
querrá mañana? con quién estuvo?
—Sobre
todo eso: ¿con quién?
—¿Y
por qué? ¿Diga por qué estuvo y
dónde? Y con quién.
MUJER.
— Él sabe. Juro que mi hermano lo sabe.
—Conteste.
MUJER.
— Fue él. Fue mi hermano. Lo juro.
Estoy dispuesta a jurarlo, aunque me muera
de dolor. Aunque sufra al denunciarlo y me
avergüence.
—Confiese.
—¿No
ve que está perdido? Confiese.
—Está
perdido.
—Confiese.
MUJER.
— Es mejor que lo digas, querido. Es
mejor para todos. Es mejor confesar todo.
HERMANO.
— ¿Qué puedo decir María?
—¿Lo
admite?
JEFE.
— ¡Confesó, Majestad! Solo un culpable
dice eso. Confesó, no hay duda.
EL
REY. — El hacha, entonces.
JURADO.—El
hacha.
BOHR.
—No, por favor, no puede hacerse. No
quiero. Deténganse. Es mi hermano. Es mi
hermano, les digo.
JEFE.
— ¿También esta mujer es su hermana?
¿También la denunciante?
BOHR.
— La delatora no. Pero él, sí. Quiero
decir todos son mis hermanos. Como si
fueran hermanos. Deténganse, por favor.
La sangre pide, pide y pide y después no
conoce. El menor hilo de sangre se enreda.
Lo sé bien. Se da vuelta y se muerde la
cola. Deben detenerse ahora. (EL verdugo
se ha llevado al hermano detrás del cual,
sale María llorándolo.) (Bohr comprende
que ya nada puede hacer y se serena.) Yo
comprendo. No es que deje de comprender.
Debemos evitar la zozobra y el peligro de
que pase lo peor. Pero sucede que a veces
lo peor no es lo peor. Lo peor es lo otro.
Yo comprendo. Comprendo perfectamente.
Cada uno conserva su rango y privilegio.
Cada uno conserva lo suyo. Conserva su
sitio. Ninguno de nosotros tiene maldad en
el alma. Yo sé. No tenemos maldad:
tenemos miedo. Pero me avergüenza
pertenecer a una clase de seres que tienen
necesidad de matarse para sobrevivir a ese
miedo. Me asusta por todos nosotros. Por
eso, (se va diluyendo) por eso yo diría
que... (Se borra entre los demás haciendo
gestos ininteligibles.) No sé. A veces
trato de entender, pero...
(Cuchicheo
que crece.)
—Es
peligroso.
—Muy
peligroso.
—Es
el riesgo mayor.
—Es
una espada colgando de un cabello.
—Es
la puñalada a traición.
—Es
el espía entre nosotros.
—Los
espías son los peores.
—Y
los traidores.
—Los
que están entre nosotros.
—Los
encorvados, de nosotros.
—Tú,
o tú, o tú.
—Los
posibles encorvados.
—Los
encorvados en secreto.
—Los
que no quieren encorvarse y pueden
encorvarse sin querer.
—Y
aquellos que conviene decir que están
encorvados.
—Tú.
—O
tú.
—O
tú.
—O
tú.
(Pausa
en la cual los acusadores se inmovilizan.)
(Gorga y Sila tejen con agujas de madera,
mientras observan hacia afuera a través
de una ventana. En dos o tres
oportunidades se oye el golpe del hacha en
el patio contiguo, seguido de la
exclamación del público que se supone
está presenciando las ejecuciones.)
GORGA.
— María tiene suerte.
SILA.
— ¡Suerte!
GORGA.
— Bueno, es una manera de decir. Pero
aparte de eso es buena... Tenía primera
fila porque él le consigue y me invitó a
mí, dos veces me invitó.
SILA.
— Debe ser impresionante tan cerca ...
GORGA.
— Claro. Se ve mejor. El segundo que
vimos la primera vez creo que fue el duque
de Du Moreau. Sí, fue él. El segundo que
vimos se levantó, se levantó bien
derecho y caminó dos pasos. Era un hombre
enorme y muy fuerte. Le brotaba un copete
colorado hasta aquí. Algo increíble.
SILA.
— Impresionante. ¿Y dio dos pasos?
GORGA.
— Sí. Se levantó y caminó. Después
se tambaleé un poco y movió los brazos
como un temblor y se derrumbé. Al caer el
golpe fue tan grande que lo sentí en la
silla.
SILA.
— Una prima mía, la casada con el
guarda sellos, va siempre al palco. El
otro día la salpicaron en una mano y en
el cuellito blanco que llevaba. Después
me mostró la mancha, era del tamaño de
una moneda. Imagínese. Dice que la gota
que le cayó aquí era tan caliente que
quemaba.
GORGA.
— Ah, sí me dijeron a mí también es
increíblemente caliente. Pero las veces
que fui yo, no hubo salpicaduras. Es a
veces, cuando se sacuden.
SILA.
(Gran entusiasmo.) — ¡Mire ése! ¡Pero
mírelo!
GORGA.
— No le decía yo, que se mueven. Y si
son fuertes, más. ¿Vio cómo caminan?
SILA.
— Qué lástima no estar más cerca.
GORGA.
— Venga, vamos a hablar con Mara.
¡Somos tan amigas...!
SILA.
— ¿Nos dejarán pasar?
GORGA.
— Probamos. Pero estoy segura que sí.
Apúrese. Apúrese. (Salen.)
(En
ambos extremos se izan formado dos lilas.
La mitad de los actores son ahora verdugos
y la otra mitad condenados. Desfilan
frente a los reyes y repiten
mecánicamente.)
EL
VERDUGO. (A medida que pasan.) — Un
encorvado, Majestad.
EL
REY. — El hacha.
EL
VERDUGO. —Un encorvado, Majestad.
EL
REY. — El hacha.
(El
juego se repite tantas veces como sea
necesario para vaciar la escena. Las luces
bajan. Solo se ven las siluetas. El Rey y
la Reina salen, primero él por la
izquierda y luego ella por la derecha pero
reaparecen casi enseguida y van juntos a
asomarse tomados de la mano, a la ventana
que da al patio de las ejecuciones. Hacia
allí saludan bondadosamente. De pronto el
traje de la Reina queda vacío parado en
escena. De adentro de ese traje sale Bohr
armado de un cuchillo y ahora con saña
insospechable apuñala al Rey repetidas
veces.)
BOHR.
(En el mismo tono que al empezar.) — ¿
Dónde? ¿Dónde? pregunto ¿de dónde?
¿de dónde? ¿de dónde viene el peligro?
¿De dónde viene el peligro? ¿De dónde
viene el peligro? (Oscuridad.) ¿De dónde
viene el peligro?
TELÓN