Había finos relojes de bolsillo, llanos como medallas y los había plebeyos y hondos como relojes de sopa.
Pero todo hombre de antes, de aquel entonces, de hae veinte o más años, usaba reloj de bolsillo, transportaba la hora en el chaleco, llevaba los minutos pegados al vientre, abrigados. Y por consiguiente, ese hombre tenía un tiempo dividido en buenos pedazos, un tiempo doble ancho que le permitía andar sin apurones.
El reloj de bolsillo, grande como un pan chico, y remolón, partía su esfera en largos minutos, durante los cuales el hombre antiguo podía ir a pie desde la Aguada hasta el Centro, o podía sentarse en un patio abierto, cerca de un árbol, o podía conversar con otros hombres antiguos que también tenían unas largas horas perezosas, como de aldea.
Cuando un caballero sacaba solemnemente su reloj y lo mantenía un instante en observación, para luego meterlo otra vez en el bolsillo derecho del abdomen parecía que se controlaba la presión o la temperatura del hígado; en fin, un asunto de uno consigo mismo, y no una imposición de los demás.
No es una tontería que se guarde el tiempo contra las vísceras y que, por tanto, casi sean ellas las que estén haciendo pulsar a su ritmo el tic tac de los segundos. El tiempo de caminar por placer, de pasear, el tiempo de estarse quieto o de dejarse estar, ese tiempo realmente humano, es el que marcan la médula espinal y el páncreas, los pulmones y el corazón y la glándula tiroides, recientemente inventada.
En el ombligo está el eje de nuestras agujas y nadie tendrá tiempo, nadie tendrá su tiempo, si destierra el reloj de la muñeca, a la última frontera con la mano, que es la expresión más lúcida y racional de nuestro cuerpo.
Me maravilla comprobar en los relojeros -que tienen fama de dulces miopes- la ironía cruel con que conducen la evolución de su arte y, sobre todo, el luminoso conocimiento del alma humana y de sus actuales desventuras, que en ella demuestran.
Para el hombre dueño de su tiempo, el suizo cegatón fabricó un reloj que se llevaba atado a una cadena, como un perro dócil. Para nosotros -troleybus, teléfono automático, cine continuado- inventó el reloj de pulsera que nos hace prisioneros él a nosotros, que nos cierra las muñecas como con esposas. En cada relojería hay un coro de suizos fantasmales que se ríe de nosotros, y que tal vez nos compadece.
¡Qué dignidad había en aquel movimiento de mirar la hora en un reloj de bolsillo!. Primero: desprenderse el saco; luego: hundir dos dedos; luego: retirar el reloj; luego: dejarlo sobre los cuatro dedos largos, con el pulgar de guardia saludando arriba: luego saltar la tapa -todo sin apuro-; luego: asomarse al brocal y estudiar las agujas -todo ritualmente y con atención profesional- mientras se mantenía la gravedad del tiempo sobre la mano abierta, como quien está sopesando el huevo frito de un animal desconocido.
Ahora, en cambio, mirar la hora es casi procaz: nos levantamos la manga del saco como para rascarnos. En el fondo, el gesto es exacto y representativo. Nuestro tiempo, chiquito, que avanza a saltos epilépticos, puede sentirse como una picazón siempre repentina, como un torpe e inalcanzable aguijonazo; puede considerarse una fastidiosa pulga de tiempo.
Un reloj de bolsillo era como una tortuga redonda y filosófica que ovillaba horas lentas, horas de tortuga, bajo su caparazón de plata o de oro. El reloj de pulsera es una chata sanguijuela que, prendida a nuestro brazo nos va sorbiendo la sangre, hasta sustituir con su urgente ritmo mecánico, nuestro pulso cordial.
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