Hay objetos, costumbres, desgracias que están en actividad. Ese elenco de cosas y maneras se va renovando y mientras por un lado aparecen enfermedades, vergüenzas y cucharas desconocidas, por el otro van palideciendo, son apartados, se olvidan otros pequeños seres que pierden el favor de ser de este tiempo. Con éstos, con los dejados de lado, se va por adherencia el resplandor de la época, la simpatía con que estaban trabados entre sí los hombres y las cosas. Por eso nada hay tan mortalmente viejo para nosotros, como el año 1930. En ese tiempo están casi todas las cosas que hemos perdido nosotros mismos; en ese tiempo viven los usos y los instrumentos que efectivamente hemos manejado; nuestras manos y ojos recuerdan aún la realidad viva de esos objetos perdidos.
Una comedia de Lope o una pieza de Esquilo muestran otra época, un mundo diferente y ajeno; por eso jamás duelen por su antigüedad. Una película del 30, en cambio, resulta abrumadora; ella fotogradía nuestro tiempo muerto.
Si nos dijeran que Matusalén se planchaba el pelo con gomina y usaba polainas; si nos diijeran que la mujer de Matusalén se llenaba hasta los ojos de sombrero y se derrumbaba el pecho y usaba un talle Twenty bajo nivel, entonces sí, sentiríamos con lástima y cariño que los Matusalén vivieron hace mucho y que han muerto realmente.
Porque sucede que día a día, ayer y hoy y la semana pasada y seguramente también mañana, sucede siempre que por cada cosa nueva que tocamos hay una cosa que deja de existir y pasa al reuerdo. Y con ella se va un sentimiento nuestro y todo el tiempo que usáramos en común.
Hora a hora nos va cubriendo esa ceniza silenciosa: el viejo molinillo de dafé, la casa encalada que demolieron, las ventosas de la tía Elena, el licor de las visitas, las idas a retratarse.
Pero antes de desaparecer totalmente, las maneras o las cosas sufren un largo proceso de enfriamiento, parecen ir madurando para entrar en la memoria; y es en ese momento -mientras conservan la última y menguante humedad del tiempo- cuando son capaces de imponer una tristeza dulce y única.
Esta emoción particulas -volver a ver un rancho de paja o los postes del teléfono, escuchar el charleton- nace de sentir que intenta estar presente, algo que no podrá repetirse. Las cosas y las maneras que antes poseímos, descansan aún al alcance de nuestra mano, pero como desterradas del tiempo. Esa melancolía que provocan, por consiguiente, es un llanto único y egoísta, un temblor de pena que nosotros mismos que también sentiremos algún día, cómo el mundo entero se nos hace ajeno de golpe.
La presencia a nuestro alrededor de costumbres a punto de abandonarse y de objetos casi en desuso, es una señal imperceptible, una secreta palabra que nos dice el tiempo para avisarnos que nuestra propia muerte ha estallado en el futuro y que arroja hacia atrás, hacia el presente, esos primeros añicos.
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